Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas


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amanecía cuando fue extinguiéndose el ruido poco a poco, lo cual hizo creer a Amaury que Magdalena había acabado por dormirse. Queriendo asegurarse de ello bajó al saloncito y estuvo escuchando un rato junto a la puerta de su aposento, sin atreverse a entrar ni a volverse. Parecía estar clavado en el suelo.

      De pronto dio un paso atrás. Acababa de abrirse la puerta y el doctor salió del cuarto de su hija.

      El sombrío semblante del señor de Avrigny adquirió una expresión de severidad terrible al ver a Amaury ante sí. El joven sintió que sus piernas flaqueaban y cayó de hinojos pronunciando con ahogada voz esta palabra:—¡Perdón!

      Así estuvo un rato con los brazos extendidos y la frente inclinada, sollozando y regando el suelo con sus lágrimas.

      Por fin el doctor le tomó la mano y le obligó a levantarse.

      —Levanta, Amaury—le dijo.—No tienes tú la culpa, sino la Naturaleza que hace que el amor sea una atracción que da a unos la vida y un contacto que a otros les causa la muerte. Ya lo había yo previsto, y por eso tenía tanto empeño en que partieras cuanto antes.

      —¡Padre mío! ¡Sálvela usted!—gritó Amaury.—¡Sálvela, aunque yo no la vuelva a ver más!

      —No es necesario que me lo ruegues para salvarla si puedo—repuso el doctor;—pero, en esta ocasión, no debes dirigirme a mí ese ruego, sino a Dios, que es el único que puede hacer el milagro.

      —¿Qué dice usted? ¿Se perdió toda esperanza? ¿Estamos condenados de un modo irrevocable?

      —Yo haré en lo posible ensayar la ciencia humana; pero de antemano te declaro que nada puede hacer contra esa enfermedad cuando llega al grado a que ha llegado ya la que mina a Magdalena.

      Y de los secos párpados del anciano rodaron dos gruesas lágrimas al pronunciar estas palabras.

      Amaury estaba enloquecido. Retorcíase los brazos con tal desesperación que el doctor se compadeció de él y abrazándole le dijo:

      —Oye, Amaury. Nuestra misión redúcese ya ahora a endulzar su muerte en lo posible, yo con mi ciencia y tú con tu amor: cumplamos nuestro deber con fidelidad. Ahora sube a tu cuarto; ya te llamaré cuando puedas ver a Magdalena.

      El joven, que esperaba oír de labios del doctor los más acerbos reproches, quedó confundido por su triste magnanimidad. Habría preferido que le maldijese a verse tratado con aquella sombría benevolencia.

      Volviose a su habitación y quiso escribir a Antonia; pero no pudiendo coordinar sus ideas, arrojó la pluma, y con la frente apoyada sobre el borde de la mesa, quedó inmóvil y sin conciencia de sí mismo hasta que vino a sacarle de su marasmo la voz de José, diciéndole que le aguardaba el doctor.

      Sin despegar los labios se levantó Amaury y siguió al criado. Pero al llegar a la puerta del cuarto de Magdalena no pudo menos de detenerse: sus fuerzas decaían y comprendió que le faltaba valor para presentarse ante ella.

      —Entra, Amaury, entra—dijo Magdalena, esforzándose para hacer oír su voz.

      La infeliz había conocido los pasos de Amaury.

      Este estuvo a punto de precipitarse en el aposento; pero, dándose cuenta en el acto de que así podría causar un efecto fatal en el ánimo de su amada, procuró revestir su semblante con una expresión serena, y empujando la puerta con suavidad, entró sonriente, aunque la desesperación más sombría embargaba su alma.

      Magdalena extendió hacia él sus brazos, tratando de incorporarse pero aquel esfuerzo superaba a su energía y volvió a caer sin fuerzas sobre la almohada.

      Cuando vio esto Amaury se desvaneció su aparente tranquilidad y aterrado por su palidez y enflaquecimiento lanzó un grito y se abalanzó a abrazarla.

      Levantose el padre de Magdalena; pero ésta hizo un ademán de súplica tan insinuante que volvió a sentarse ocultando la frente entre sus manos.

      Reinó un largo silencio que sólo interrumpía Amaury con sus sollozos. Las cosas volvían al mismo estado que dos semanas atrás; pero con la diferencia de que el nuevo accidente había sido una grave recaída.

      Capítulo 27

      Índice

       Amaury a Antonia

      «¿Viviré o moriré?

      »Esta es la pregunta que me hago día por día al ver cómo pierde fuerzas Magdalena y se desvanecen todas mis ilusiones. Le juro a usted, Antoñita, que al entrar por la mañana en su cuarto no le pregunto a su padre por mera fórmula:

      »—¿Cómo vamos?

      »Así, que al responderme:—«Está peor», me asombro de que no me diga.—«¿Estás peor?»

      »Ya no puedo recrearme en mis ensueños. Mi incredulidad se rebeló en un principio contra el fallo de la ciencia; pero hoy mi esperanza va debilitándose. Antes del otoño Magdalena ya no será de este mundo.

      »Pero crea usted, Antoñita, que tendrán que abrir dos tumbas.

      »¡Oh, Dios mío! No pretendo blasfemar, pero considero que habrá sido bien triste y bien miserable mi destino en esta vida. Habré llegado hasta el umbral de toda felicidad para caer al pisarlo; habré columbrado todas las alegrías para no alcanzar ninguna; me habré visto desposeído de todos los dones de la suerte, que me habrán sido arrebatados uno a uno. Siendo rico, joven y amado, ¿podía desear yo otra cosa que vivir? ¡Y lejos de eso moriré cuando Magdalena, que es mi vida, exhale el postrer aliento!…

      »Al pensar que soy yo quien.. ¡Dios mio! ¿Por qué me faltó el valor para negarle aquella última entrevista? Es que me embargó el temor de que creyera que no la amaba y de que se entibiara su cariño. Casi estoy por decir que prefiero lo ocurrido pues así estoy seguro de morir cuando ella muera.

      »¡Oh, Antoñita! ¡Qué corazón tan grande el de su tío! Desde que me escribió aquellas palabras no ha vuelto a dirigirme ni un reproche. Sigue llamándome hijo como si adivinase que soy el prometido de Magdalena, no sólo en este mundo sino también en el otro.

      »¡Pobre Magdalena! Ignora que están contadas nuestras horas. Merced al raro privilegio que tiene su enfermedad no advierte el peligro: habla del porvenir, forja proyectos, traza planes, y su fantasía inventa las cosas más novelescas.

      »Jamás la he visto tan encantadora ni tan tierna y cariñosa para conmigo. Sólo me riñe porque no la ayudo a levantar castillos en el aire.

      »Hoy por la mañana me ha dado un susto muy grande.

      »—Amaury—me dijo,—ahora que estamos solos dame papel y tinta. Voy a escribir.

      »—¿Qué dices? ¿Qué vas a escribir estando tan débil como estás?

      »—Ya me sostendrás tú, Amaury.

      »Quedé inmóvil y mudo, aterrado al pensar que mi pobre Magdalena, advertida, quizá por un fatal presentimiento, de su cercano fin, quería escribir su última voluntad.

      »Pero no tuve más remedio que prepararle todo para que escribiera. Desgraciadamente no me había engañado en mis presunciones: estaba tan débil que a pesar de sostenerla yo la acometió el vértigo y cayéndosele la pluma de la mano se desplomó de nuevo sobre la almohada.

      »Reposó un momento, y luego me dijo, con voz débil:

      »—Tenías razón, Amaury: yo no puedo escribir. Hazlo tú, que yo te dictaré.

      »Tomé la pluma y con la frente bañada en angustioso sudor me dispuse a obedecerla.

      »Me dictó un plan de vida, distribuyendo el tiempo que íbamos a pasar juntos.

      »Su padre quiere celebrar mañana una consulta con algunos compañeros, pues a pesar de ser médico


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