Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
mostachos, haciendo sonar sus espuelas, enfrentándose con placer a los guardias del señor cardenal cuando los encontraban; luego, desenvainando en plena calle entre mil bromas; muertos a veces, pero seguros en tal caso de ser llorados y vengados; matando con frecuencia, y seguros entonces de no enmohecer en prisión, porque allí estaba el señor de Tréville para reclamarlos. Por eso el señor de Tréville era alabado en todos los tonos, cantado en todas las gamas por aquellos hombres que le adoraban y que, bandidos todos como eran, temblaban ante él como escolares ante su maestro, obedeciendo a la menor palabra y prestos a hacerse matar para lavar el menor reproche.
El señor de Tréville había usado esta palanca poderosa en favor del rey en primer lugar y de los amigos del rey, y luego en favor de él mismo y sus amigos. Por lo demás, en ninguna de las Memorias de esa época que tantas Memorias ha dejado se ve que ese digno gentilhombre haya sido acusado, ni siquiera por sus enemigos - y los tenía tanto entre las gentes de pluma como entre las gentes de espada - en ninguna parte se ve, decimos, que ese digno gentilhombre haya sido acusado de hacerse pagar la cooperación de sus secuaces. Con un raro ingenio para la intriga, que lo hacía émulo de los mayores intrigantes había permanecido honesto. Es más, a pesar de las grandes estocadas que dejan a uno derrengado y de los ejercicios penosos que fatigan, se había convertido en uno de los más galantes trotacalles, en uno de los más finos lechuguinos, en uno de los más alambicados habladores ampulosos de su época; se hablaba de las aventuras galantes de Tréville como veinte años antes se había hablado de las de Bassompierre, lo que no era poco decir. El capitán de los mosqueteros era, pues, admirado, temido y amado, lo cual constituye el apogeo de las fortunas humanas.
Luis XIV absorbió a todos los pequeños astros de su corte en su vasta irradiación; pero su padre, sol pluribus impar, dejó su esplendor personal a cada uno de sus favoritos, su valor individual a cada uno de sus cortesanos. Además de los resplandores del rey y del cardenal, se contaban entonces en París más de doscientos pequeños resplandores algo solicitados. Entre los doscientos pequeños resplandores, el de Tréville era uno de los más buscados.
El patio de su palacio, situado en la calle del Vieux Colombier, se parecía a un campamento, y esto desde las seis de la mañana en verano y desde las ocho en invierno. De cincuenta a sesenta mosqueteros, que parecían turnarse para presentar un número siempre imponente, se paseaban sin cesar armados en plan de guerra y dispuestos a todo. A lo largo de aquellas grandes escalinatas, sobre cuyo emplazamiento nuestra civilización construiría una casa entera, subían y bajaban solicitantes de París que corrían tras un favor cualquiera, gentilhombres de provincia ávidos para ser enrolados, y lacayos engalanados con todos los colores que venían a traer al señor de Tréville los mensajes de sus amos. En la antecámara, sobre altas banquetas circulares, descansaban los elegidos, es decir, aquellos que estaban convocados. Allí había murmullo desde la mañana a la noche, mientras el señor de Tréville, en su gabinete contiguo a esta antecámara, recibía las visitas, escuchaba las quejas, daba sus órdenes y, como el rey en su balcón del Louvre, no tenía más que asomarse a la ventana para pasar revista de hombres y de armas.
El día en que D’Artagnan se presentó, la asamblea era imponente, sobre todo para un provinciano que llegaba de su provincia: es cierto que el provinciano era gascón, y que sobre todo en esa época los compatriotas de D’Artagnan tenían fama de no dejarse intimidar fácilmente. En efecto, una vez que se había franqueado la puerta maciza, enclavijada por largos clavos de cabeza cuadrangular, se caía en medio de una tropa de gentes de espada que se cruzaban en el patio interpelándose, peleándose y jugando entre sí. Para abrirse paso en medio de todas aquellas olas impetuosas habría sido preciso ser oficial, gran señor o bella mujer.
Fue, pues, por entre ese tropel y ese desorden por donde nuestro joven avanzó con el corazón palpitante, ajustando su largo estoque a lo largo de sus magras piernas, y poniendo una mano en el borde de sus sombrero de fieltro con esa media sonrisa del provinciano apurado que quiere mostrar aplomo. Cuando había pasado un grupo, entonces respiraba con más libertad; pero comprendía que se volvían para mirarlo y, por primera vez en su vida, D’Artagnan, que hasta aquel día había tenido una buena opinión de sí mismo, se sintió ridículo.
Llegado a la escalinata, fue peor aún; en los primeros escalones había cuatro mosqueteros que se divertían en el ejercicio siguiente, mientras diez o doce camaradas suyos esperaban en el rellano a que les tocara la vez para ocupar plaza en la partida.
Uno de ellos, situado en el escalón superior, con la espada desnuda en la mano, impedía o al menos se esforzaba por impedir que los otros tres subieran.
Estos tres esgrimían contra él sus espadas agilísimas. D’Artagnan tomó al principio aquellos aceros por floretes de esgrima, los creyó botonados; pero pronto advirtió por ciertos rasguños que todas las armas estaban, por el contrario, afiladas y aguzadas a placer, y con cada uno de aquellos rasguños no sólo los espectadores sino incluso los actores reían como locos.
El que ocupaba el escalón en aquel momento mantenía a raya maravillosamente a sus adversarios. Se hacía círculo en torno a ellos; la condición consistía en que a cada golpe el tocado abandonara la partida, perdiendo su turno de audiencia en beneficio del tocador. En cinco minutos, tres fueron rozados, uno en el puño, otro en el mentón, otro en la oreja, por el defensor del escalón, que no fue tocado - destreza que le valió, según las condiciones pactadas, tres turnos de favor.
Aunque no fuera difícil, dado que quería ser asombrado, este pasatiempo asombró a nuestro joven viajero; en su provincia, esa tierra donde sin embargo se calientan tan rápidamente los cascos, había visto algunos preliminares de duelos, y la gasconada de aquellos cuatro jugadores le pareció la más rara de todas las que hasta entonces había oído, incluso en Gascuña. Se creyó transportado a ese país de gigantes al que Gulliver fue más tarde y donde pasó tanto miedo, y sin embargo no había llegado al final: quedaban el rellano y la antecámara.
En el rellano no se batían, contaban aventuras con mujeres, y en la antecámara historias de la corte. En el rellano, D’Artagnan se ruborizó; en la antecámara, tembló. Su imaginación despierta y vagabunda, que en Gascuña le hacía temible a las criadas a incluso alguna vez a las dueñas, no había soñado nunca, ni siquiera en esos momentos de delirio, la mitad de aquellas maravillas amorosas ni la cuarta parte de aquellas proezas galantes, realzadas por los nombres más conocidos y los detalles menos velados. Pero si su amor por las buenas costumbres fue sorprendido en el rellano, su respeto por el cardenal fue escandalizado en la antecámara. Allí, para gran sorpresa suya, D’Artagnan oía criticar en voz alta la política que hacía temblar a Europa, y la vida privada del cardenal, que a tantos altos y poderosos personajes había llevado al castigo por haber tratado de profundizar en ella: aquel gran hombre, reverenciado por el señor D’Artagnan padre, servía de hazmerreír a los mosqueteros del señor de Tréville, que se metían con sus piernas zambas y con su espalda encorvada; unos cantaban villancicos sobre la señora D’Aiguillon, su amante, y sobre la señora de Combalet, su nieta, mientras otros preparaban partidas contra los pajes y los guardias del cardenal duque, cosas todas que parecían a D’Artagnan monstruosas imposibilidades.
Sin embargo, cuando el nombre del rey intervenía a veces de improviso en medio de todas aquellas rechiflas cardenalescas, una especie de mordaza calafateaba por un momento todas aquellas bocas burlonas; miraban con vacilación en torno, y parecían temer la indiscreción del tabique del gabinete del señor de Tréville; pero pronto una alusión volvía a llevar la conversación a Su Eminencia, y entonces las risotadas iban en aumento, y no se escatimaba luz sobre todas sus acciones.
-Desde luego, éstas son gentes que van a ser encarceladas y colgadas - pensó D’Artagnan con terror-, y yo, sin ninguna duda, con ellos porque desde el momento en que los he escuchado y oído seré tenido por cómplice suyo. ¿Qué diría mi señor padre, que tanto me ha recomendado respetar al cardenal, si me supiera en compañía de semejantes paganos?
Por eso, como puede suponerse sin que yo lo diga, D’Artagnan no osaba entregarse a la conversación; sólo miraba con todos sus ojos, escuchando con todos sus oídos, tendiendo ávidamente sus cinco sentidos para no perderse nada, y, pese a su confianza en las recomendaciones paternas, se sentía llevado por sus gustos y arrastrado por sus instintos a celebrar más