Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas


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le veía en aquel lugar, vinieron a preguntarle lo que deseaba. A esta pregunta, D’Artagnan se presentó con mucha humildad, se apoyó en el título de compatriota, y rogó al ayuda de cámara que había venido a hacerle aquella pregunta pedir por él al señor de Tréville un momento de audiencia, petición que éste prometió en tono protector transmitir en tiempo y lugar.

      D’Artagnan, algo recuperado de su primera sorpresa, tuvo entonces la oportunidad de estudiar un poco las costumbres y las fisonomías.

      En el centro del grupo más animado había un mosquetero de gran estatura, de rostro altanero y una extravagancia de vestimenta que atraía sobre él la atención general. No llevaba, por de pronto, la casaca de uniforme, que, por lo demás, no era totalmente obligatoria en aquella época de libertad menor pero de mayor independencia, sino una casaca azul celeste, un tanto ajada y raída, y sobre ese vestido un tahalí magnífico, con bordados de oro, que relucía como las escamas de que el agua se cubre a plena luz del día. Una capa larga de terciopelo carmesí caía con gracia sobre sus hombros, descubriendo solamente por delante el espléndido tahalí, del que colgaba un gigantesco estoque.

      Este mosquetero acababa de dejar la guardia en aquel mismo instante, se quejaba de estar constipado y tosía de vez en cuando con afectación. Por eso se había puesto la capa, según decía a los que le rodeaban, y mientras hablaba desde lo alto de su estatura retorciéndose desdeñosamente su mostacho, admiraban con entusiasmo el tahalí bordado, y D’Artagnan más que ningún otro.

      -¿Qué queréis? - decía el mosquetero-. La moda lo pide; es una locura, lo sé de sobra, pero es la moda. Por otro lado, en algo tiene que emplear uno el dinero de su legítima.

      -¡Ah, Porthos! - exclamó uno de los asistentes-. No trates de hacernos creer que ese tahalí te viene de la generosidad paterna; te lo habrá dado la dama velada con la que te encontré el otro domingo en la puerta Saint Honoré.

      -No, por mi honor y fe de gentilhombre: lo he comprado yo mismo, y con mis propios dineros - respondió aquel al que acababan de designar con el nombre de Porthos.

      -Sí, como yo he comprado - dijo otro mosquetero - esta bolsa nueva con lo que mi amante puso en la vieja.

      -Es cierto - dijo Porthos-, y la prueba es que he pagado por él doce pistolas.

      La admiración acreció, aunque la duda continuaba existiendo.

      -¿No es así, Aramis? - dijo Porthos volviéndose hacia otro mosquetero.

      Este otro mosquetero hacía contraste perfecto con el que le interrogaba y que acababa de designarle con el nombre de Aramis: era éste un joven de veintidós o veintitrés años apenas, de rostro ingenuo y dulzarrón, de ojos negros y dulces y mejillas rosas y aterciopeladas como un melocotón en otoño; su mostacho fino dibujaba sobre su labio superior una línea perfectamente recta; sus manos parecían temer bajarse, por miedo a que sus venas se hinchasen, y de vez en cuando se pellizcaba el lóbulo de las orejas para mantenerlas de un encarnado tierno y transparente. Por hábito, hablaba poco y lentamente, saludaba mucho, reía sin estrépito mostrando sus dientes, que tenía hermosos y de los que, como del resto de su persona, parecía tener el mayor cuidado. Respondió con un gesto de cabeza afirmativo a la interpelación de su amigo.

      Esta afirmación pareció haberle disipado todas las dudas respecto al tahalí; continuaron, pues, admirándolo, pero ya no volvieron a hablar de él; y por uno de esos virajes rápidos del pensamiento, la conversación pasó de golpe a otro tema.

      -¿Qué pensáis de lo que cuenta el escudero de Chalais? - preguntó otro mosquetero sin interpelar directamente a nadie y dirigiéndose por el contrario a todo el mundo.

      -¿Y qué es lo que cuenta? - preguntó Porthos en tono de suficiencia.

      -Cuenta que ha encontrado en Bruselas a Rochefort, el instrumento ciego del cardenal, disfrazado de capuchino; ese maldito Rochefort, gracias a ese disfraz, engañó al señor de Laigues como a necio que es.

      -Como a un verdadero necio - dijo Porthos ; pero ¿es seguro?

      -Lo sé por Aramis - respondió el mosquetero.

      -¿De veras?

      -Lo sabéis bien, Porthos - dijo Aramis ; os lo conté a vos mismo ayer, no hablemos pues más.

      -No hablemos más, esa es vuestra opinión - prosiguió Porthos-. ¡No hablemos más! ¡Maldita sea! ¡Qué rápido concluís! ¡Cómo! El cardenal hace espiar a un gentilhombre, hace robar su correspondencia por un traidor, un bergante, un granuja; con la ayuda de ese espía y gracias a esta correspondencia, hace cortar el cuello de Chalais, con el estúpido pretexto de que ha querido matar al rey y casar a Monsieur con la reina. Nadie sabía una palabra de este enigma, vos nos lo comunicasteis ayer, con gran satisfacción de todos, y cuando estamos aún todos pasmados por la noticia, venís hoy a decirnos: ¡No hablemos más!

      -Hablemos entonces, pues que lo deseáis - prosiguió Aramis con paciencia.

      -Ese Rochefort - dijo Porthos-, si yo fuera el escudero del pobre Chalais, pasaría conmigo un mal rato.

      -Y vos pasaríais un triste cuarto de hora con el duque Rojo - prosiguió Aramis.

      -¡Ah! ¡El duque Rojo! ¡Bravo bravo el duque Rojo! - respondió Porthos aplaudiendo y aprobando con - la cabeza-. El «duque Rojo» tiene gracia. Haré correr el mote, querido, estad tranquilo. ¡Tiene ingenio este Aramis! ¡Qué pena que no hayáis podido seguir vuestra vocación, querido, qué delicioso abad habríais hecho!

      -¡Bah!, no es más que un retraso momentáneo - prosiguió Aramis : un día lo seré. Sabéis bien, Porthos, que sigo estudiando teología para ello.

      -Hará lo que dice - prosiguió Porthos-, lo hará tarde o temprano.

      -Temprano - dijo Aramis.

      -Sólo espera una cosa para decidirse del todo y volver a ponerse su sotana, que está colgada debajo del uniforme, prosiguió un mosquetero.

      -¿Y a qué espera? - preguntó otro.

      -Espera a que la reina haya dado un heredero a la corona de Francia.

      -No bromeemos sobre esto, señores - dijo Porthos ; gracias a Dios, la reina está todavía en edad de darlo.

      -Dicen que el señor de Buckingham está en Francia - prosiguió Aramis con una risa burlona que daba a aquella frase, tan simple en apariencia, una significación bastante escandalosa.

      -Aramis, amigo mío, por esta vez os equivocáis - interrumpió Porthos-, y vuestra manía de ser ingenioso os lleva siempre más allá de los límites; si el señor de Tréville os oyese, os arrepentiríais de hablar así.

      -¿Vais a soltarme la lección, Porthos? - exclamó Aramis, con ojos dulces en los que se vio pasar como un relámpago.

      -Querido, sed mosquetero o abad. Sed lo uno o lo otro, pero no lo uno y lo otro - prosiguió Porthos-. Mirad, Athos os lo acaba de decir el otro día: coméis en todos los pesebres. ¡Ah!, no nos enfademos, os lo suplico, sería inútil, sabéis de sobra lo que hemos convenido entre vos, Athos y yo. Vais a la casa de la señora D’Aiguillon, y le hacéis la corte; vais a la casa de la señora de Bois Tracy, la prima de la señora de Chevreuse, y se dice que vais muy adelantado en los favores de la dama. ¡Dios mío!, no confeséis vuestra felicidad, no se os pide vuestro secreto, es conocida vuestra discreción. Pero dado que poseéis esa virtud, ¡qué diablos!, usadla para con Su Majestad. Que se ocupe quien quiera y como se quiera del rey y del cardenal; pero la reina es sagrada, y si se habla de ella, que sea para bien.

      Porthos, sois pretencioso como Narciso, os lo aviso - respondió Aramis-, sabéis que odio la moral, salvo cuando la hace Athos. En cuanto a vos, querido, tenéis un tahalí demasiado magnífico para estar fuerte en la materia. Seré abad si me conviene; mientras tanto, soy mosquetero: y en calidad de tal digo lo que me place, y en este momento me place deciros que me irritáis.

      -¡Aramis!

      -¡Porthos!

      -¡Eh, señores, señores! - gritaron a su alrededor.


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