Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
cabeza en un mosquetero que salía del gabinete del señor de Tréville por una puerta de excusado; y al golpearle con la frente en el hombro, le hizo lanzar un grito o mejor un aullido.
-Perdonadme - dijo D’Artagnan tratando de reemprender su carrera-, perdonadme, pero tengo prisa.
Apenas había descendido el primer escalón cuando un puño de hierro le cogió por su bandolera y lo detuvo.
-¡Tenéis prisa! - exclamó el mosquetero, pálido como un lienzo-. Con ese pretexto golpeáis, decís: «Perdonadme», y creéis que eso basta. De ningún modo, amiguito. ¿Creéis que porque habéis oído al señor de Tréville hablarnos un poco bruscamente hoy, se nos puede tratar como él nos habla? Desengañaos, compañero; vos no sois el señor de Tréville.
-A fe mía - replicó D’Artagnan al reconocer a Athos, el cual, tras el vendaje realizado por el doctor, volvía a su alojamiento-, a fe mía que no lo he hecho a propósito, ya he dicho «Perdonadme». Me parece, pues, que es bastante. Sin embargo, os lo repito, y esta vez es quizá demasiado, palabra de honor, tengo prisa, mucha prisa. Soltadme, pues, os lo suplico y dejadme ir a donde tengo que hacer.
-Señor - dijo Áthos soltándole-, no sois cortés. Se ve que venís de lejos.
D’Artagnan había ya salvado tres o cuatro escalones, pero a la observación de Athos se detuvo en seco.
-¡Por todos los diablos, señor! - dijo-. Por lejos que venga no sois vos quien me dará una lección de Buenos modales, os lo advierto. -Puede ser - dijo Athos.
-Ah, si no tuviera tanta prisa - exclamó D’Artagnan-, y si no corriese detrás de uno…
-Señor apresurado, a mí me encontraréis sin correr, ¿me oís?
-¿Y dónde, si os place?
-Junto a los Carmelitas Descalzos.
-¿A qué hora?
-A las doce.
-A las doce, de acuerdo, allí estaré.
-Tratad de no hacerme esperar, porque a las doce y cuarto os prevengo que seré yo quien corra tras vos y quien os corte las orejas a la carrera.
-¡Bueno! - le gritó D’Artagnan-. Que sea a las doce menos diez.
Y se puso a correr como si lo llevara el diablo, esperando encontrar todavía a su desconocido, a quien su paso tranquilo no debía haber llevado muy lejos.
Pero a la puerta de la calle hablaba Porthos con un soldado de guardia. Entre los dos que hablaban, había el espacio justo de un hombre. D’Artagnan creyó que aquel espacio le bastaría, y se lanzó para pasar como una flecha entre ellos dos. Pero D’Artagnan no había contado con el viento. Cuando iba a pasar, el viento sacudió en la amplia capa de Porthos, y D’Artagnan vino a dar precisamente en la capa. Sin duda, Porthos tenía razones para no abandonar aquella parte esencial de su vestimenta, porque en lugar de dejar ir el faldón que sostenía, tiró de él, de tal suerte que D’Artagnan se enrolló en el terciopelo con un movimiento de rotación que explica la resistencia del obstinado Porthos.
D’Artagnan, al oír jurar al mosquetero, quiso salir de debajo de la capa que lo cegaba, y buscó su camino por el doblez. Temía sobre todo haber perjudicado el lustre del magnífico tahalí que conocemos; pero, al abrir tímidamente los ojos, se encontró con la nariz pegada entre los dos hombros de Porthos, es decir, encima precisamente del tahalí.
¡Ay!, como la mayoría de las cosas de este mundo que sólo tienen apariencia el tahalí era de oro por delante y de simple búfalo por detrás. Porthos, como verdadero fanfarrón que era, al no poder tener un tahalí de oro, completamente de oro, tenía por lo menos la mitad; se comprende así la necesidad del resfriado y la urgencia de la capa.
-¡Por mil diablos! - gritó Porthos haciendo todo lo posible por desembarazarse de D’Artagnan que le hormigueaba en la espalda-. ¿Tenéis acaso la rabia para lanzaros de ese modo sobre las personas?
-Perdonadme - dijo D’Artagnan reapareciendo bajo el hombro del gigante-, pero tengo mucha prisa, como detrás de uno, y…
-¿Es que acaso olvidáis vuestros ojos cuando corréis? - preguntó Porthos.
-No - respondió D’Artagnan picado-, no, y gracias a mis ojos veo incluso lo que no ven los demás.
Porthos comprendió o no comprendió; lo cierto es que dejándose llevar por su cólera dijo:
-Señor, os desollaréis, os lo aviso, si os restregáis así en los mosqueteros.
-¿Desollar, señor? - dijo D’Artagnan-. La palabra es dura.
-Es la que conviene a un hombre acostumbrado a mirar de frente a sus enemigos.
-¡Pardiez! De sobra sé que no enseñáis la espalda a los vuestros.
Y el joven, encantado de su travesura, se alejó riendo a mandíbula batiente.
Porthos echó espuma de rabia a hizo un movimiento para precipitarse sobre D’Artagnan.
-Más tarde, más tarde - le gritó éste-, cuando no tengáis vuestra capa.
-A la una, pues, detrás del Luxemburgo.
-Muy bien, a la una - respondió D’Artagnan volviendo la esquina de la calle.
Pero ni en la calle que acababa de recorrer, ni en la que abarcaba ahora con la vista vio a nadie. Por despacio que hubiera andado el desconocido, había hecho camino; quizá también había entrado en alguna casa. D’Artagnan preguntó por él a todos los que encontró, bajó luego hasta la barcaza, subió por la calle de Seine y la Croix Rouge; pero nada, absolutamente nada. Sin embargo, aquella carrera le resultó beneficiosa en el sentido de que a medida que el sudor inundaba su frente su corazón se enfriaba.
Se puso entonces a reflexionar sobre los acontecimientos que acababan de ocurrir; eran abundantes y nefastos: eran las once de la mañana apenas, y la mañana le había traído ya el disfavor del señor de Tréville, que no podría dejar de encontrar algo brusca la forma en que D’Artagnan lo había abandonado.
Además, había pescado dos buenos duelos con dos hombres capaces de matar, cada uno, tres D’Artagnan; en fin, con dos mosqueteros, es decir, con dos de esos seres que él estimaba tanto que los ponía, en su pensamiento y en su corazón, por encima de todos los demás hombres.
La coyuntura era triste. Seguro de ser matado por Athos, se comprende que el joven no se inquietara mucho de Porthos. Sin embargo, como la esperanza es lo último que se apaga en el corazón del hombre, llegó a esperar que podría sobrevivir, con heridas terribles, por supuesto, a aquellos dos duelos, y, en caso de supervivencia, se hizo para el futuro las reprimendas siguientes:
-¡Qué atolondrado y ganso soy! Ese valiente y desgraciado Athos estaba herido justamente en el hombro contra el que yo voy a dar con la cabeza como si fuera un morueco. Lo único que me extraña es que no me haya matado en el sitio; estaba en su derecho y el dolor que le he causado ha debido de ser atroz. En cuanto a Porthos… , ¡oh, en cuanto a Porthos, a fe que es más divertido!
Y a pesar suyo, el joven se echó a reír, mirando no obstante si aquella risa aislada, y sin motivo a ojos de quienes le viesen reír, iba a herir a algún viandante.
-En cuanto a Porthos, es más divertido; pero no por ello dejo de ser un miserable atolondrado. No se lanza uno así sobre las personas sin decir cuidado, no, y no se va a mirarlos debajo de la capa para ver lo que no hay. Me habría perdonado de buena gana, seguro; me habría perdonado si no le hubiera hablado de ese maldito tahalí, con palabras encubiertas, cierto; sí, bellamente encubiertas. ¡Ah, soy un maldito gascón, sería ingenioso hasta en la sartén de freír! ¡Vamos, D’Artagnan, amigo mío - continuó, hablándole a sí mismo con toda la confianza que creía deberse - si escapas a ésta, cosa que no es probable, se trata de ser en el futuro de una cortesía perfecta. En adelante es preciso que te admiren, que te citen como modelo. Ser atento y cortés no es ser cobarde. Mira mejor a Aramis: Aramis es la dulzura, es la gracia en persona. ¡Y bien!, ¿a quién se le ha ocurrido