Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas


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llegado a unos pocos pasos del palacio D’Aiguillon y ante este palacio había visto a Aramis hablando alegremente con tres gentileshombres de la guardia del rey. Por su parte, Aramis vio a D’Artagnan; pero como no olvidaba que había sido delante de aquel joven ante el que el señor de Tréville se había irritado tanto por la mañana, y como un testigo de los reproches que los mosqueteros habían recibido no le resultaba en modo alguno agradable, fingía no verlo. D’Artagnan, entregado por entero a sus planes de conciliación y de cortesía, se acercó a los cuatro jóvenes haciéndoles un gran saludo acompañado de la más graciosa sonrisa. Aramis inclinó ligeramente la cabeza, pero no sonrió. Por lo demás, los cuatro interrumpieron en aquel mismo instante su conversación.

      D’Artagnan no era tan necio como para no darse cuenta de que estaba de más; pero no era todavía lo suficiente ducho en las formas de la alta sociedad para salir gentilmente de una situación falsa como lo es, por regla general, la de un hombre que ha venido a mezclarse con personas que apenas conoce y en una conversación que no le afecta. Buscaba por tanto en su interior un medio de retirarse lo menos torpemente posible, cuando notó que Aramis había dejado caer su pañuelo y, por descuido sin duda, había puesto el pie encima; le pareció llegado el momento de reparar su inconveniencia: se agachó, y con el gesto más gracioso que pudo encontrar, sacó el pañuelo de debajo del pie del mosquetero, por más esfuerzos que hizo éste por retenerlo, y le dijo devolviéndoselo:

      -Señor, aquí tenéis un pañuelo que en mi opinión os molestaría mucho perder.

      En efecto, el pañuelo estaba ricamente bordado y llevaba una corona y armas en una de sus esquinas. Aramis se ruborizó excesivamente y arrancó más que cogió el pañuelo de manos del gascón.

      -¡Ah, ah! - exclamó uno de los guardias-. Encima dirás, discreto Aramis, que estás a mal con la señora de Bois Tracy, cuando esa graciosa dama tiene la cortesía de prestarte sus pañuelos.

      Aramis lanzó a D’Artagnan una de esas miradas que hacen comprender a un hombre que acaba de ganarse un enemigo mortal; luego, volviendo a tomar su tono dulzarrón, dijo:

      -Os equivocáis, señores, este pañuelo no es mío, y no sé por qué el señor ha tenido la fantasía de devolvérmelo a mí en vez de a uno de vosotros, y prueba de lo que digo es que aquí está el mío, en mi bolsillo.

      A estas palabras, sacó su propio pañuelo, pañuelo muy elegante también, y de fina batista, aunque la batista fuera cara en aquella época, pero pañuelo bordado, sin armas, y adornado con una sola inicial, la de su propietario.

      Esta vez, D’Artagnan no dijo ni pío, había reconocido su error, pero los amigos de Aramis no se dejaron convencer por sus negativas, y uno de ellos, dirigiéndose al joven mosquetero con seriedad afectada, dijo:

      -Si fuera como pretendes, me vería obligado, mi querido Aramis, a pedírtelo; porque, como sabes, Bois Tracy es uno de mis íntimos, y no quiero que se haga trofeo de las prendas de su mujer.

      -Lo pides mal - respondió Aramis ; y aun reconociendo la justeza de tu reclamación en cuanto al fondo, me negaré debido a la forma.

      -El hecho es - aventuró tímidamente D’Artagnan-, que yo no he visto salir el pañuelo del bolsillo del señor Aramis. Tenía el pie encima, eso es todo, y he pensado que, dado que tenía el pie, el pañuelo era suyo.

      -Y os habéis equivocado, querido señor - respondió fríamente Aramis, poco sensible a la reparación.

      Luego, volviéndose hacia aquel de los guardias que se había declarado amigo de Bois Tracy, continuó:

      -Además, pienso, mi querido íntimo de Bois Tracy, que yo soy amigo suyo no menos cariñoso que puedas serlo tú; de suerte que, en rigor, este pañuelo puede haber salido tanto de tu bolsillo como del mío.

      -¡No, por mi honor! - exclamó el guardia de Su Majestad.

      -Tú vas a jurar por tu honor y yo por mi palabra, y entonces evidentemente uno de nosotros dos mentirá. Mira, hagámosio mejor, Montaran, cojamos cada uno la mitad.

      -¿Del pañuelo?

      -Sí.

      -De acuerdo - exclamaron lo otros dos guardias - el juicio del rey Salomón. Decididamente, Aramis, estás lleno de sabiduría.

      Los jóvenes estallaron en risas, y como es lógico, el asunto no tuvo más continuación. Al cabo de un instante la conversación cesó, y los tres guardias y el mosquetero, después de haberse estrechado cordialmente las manos, tiraron los tres guardias por su lado y Aramis por el suyo.

      -Este es el momento de hacer las paces con ese hombre galante - se dijo para sí D’Artagnan, que se había mantenido algo al margen durante toda la última parte de aquella conversación. Y con estas buenas intenciones, acercándose a Aramis, que se alejaba sin prestarle más atención, le dijo:

      -Señor, espero que me perdonéis.

      -¡Ah, señor! - le interrumpió Aramis-. Permitidme haceros observar que no habéis obrado en esta circunstancia como un hombre galante debe hacerlo.

      -¡Cómo, señor! - exclamó D’Artagnan-. Suponéis…

      -Supongo, señor, que no sois un imbécil, y que sabéis bien, aunque lleguéis de Gascuña, que no se pisan sin motivo los pañuelos de bolsillo. ¡Qué diablos! Paris no está empedrado de batista.

      -Señor, os equivocáis tratando de humillarme - dijo D’Artagnan, en quien el carácter peleón comenzaba a hablar más alto que las resoluciones pacíficas-. Soy de Gascuña, cierto, y puesto que lo sabéis, no tendré necesidad de deciros que los gascones son poco sufridos; de suerte que cuando se han excusado una vez, aunque sea por una tontería, están convencidos de que ya han hecho más de la mitad de lo que debían hacer.

      -Señor, lo que os digo - respondió Aramis-, no es para buscar pelea. A Dios gracias no soy un espadachín, y siendo sólo mosquetero por ínterin, sólo me bato cuando me veo obligado, y siempre con gran repugnancia; pero esta vez el asunto es grave, porque tenemos a una dama comprometida por vos. -Por nosotros querréis decir - exclamó D’Artagnan.

      -¿Por qué habéis tenido la torpeza de devolverme el pañuelo?

      -¿Por qué habéis tenido vos la de dejarlo caer?

      -He dicho y repito, señor, que ese pañuelo no ha salido de mi bolsillo.

      -¡Pues bien, mentís dos veces, señor, porque yo lo he visto salir de él!

      -¡Ah, con que lo tomáis en ese tono, señor gascón! ¡Pues bien, yo os enseñaré a vivir!

      -Y yo os enviaré a vuestra misa, señor abate. Desenvainad, si os place, y ahora mismo.

      -No, por favor, querido amigo; no aquí, al menos. ¿No veis que estamos frente al palacio D’Aiguillon, que está lleno de criaturas del cardenal? ¿Quién me dice que no es Su Eminencia quien os ha encargado procurarle mi cabeza? Pero yo aprecio mucho mi cabeza, dado que creo que va bastante correctamente sobre mis hombros. Quiero mataros, estad tranquilo, pero mataros dulcemente, en un lugar cerrado y cubierto, allí donde no podáis jactaros de vuestra muerte ante nadie.

      -Me parece bien, pero no os fiéis, y llevad vuestro pañuelo, os pertenezca o no; quizá tengáis ocasión de serviros de él.

      -¿El señor es gascón? - preguntó Aramis.

      -Sí. El señor no pospone una cita por prudencia.

      -La prudencia, señor, es una virtud bastante inútil para los mosqueteros, lo sé, pero indispensable a las gentes de Iglesia; y como sólo soy mosquetero provisionalmente, tengo que ser prudente. A las dos tendré el honor de esperaros en el palacio del señor de Tréville. Allí os indicaré los buenos lugares.

      Los dos jóvenes se saludaron, luego Aramis se alejó remontando la calle que subía al Luxemburgo, mientras D’Artagnan, viendo que la hora avanzaba, tomaba el camino de los Carmelitas Descalzos, diciendo para sí: -Decididamente, no puedo librarme; pero por lo menos, si soy muerto, seré muerto por un mosquetero.


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