Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas


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esta expresión de jugador, cuyo origen, lo confesamos, lo desconocemos - para hacer el carlomagno. El rey se levantó, pues, al cabo de un instante y, metiendo en su bolsillo el dinero que tenía ante sí y cuya mayor parte procedía de su ganancia, dijo:

      -La Vieuville, tomad mi puesto, tengo que hablar con el señor de Tréville por un asunto de importancia… ¡Ah!… , yo tenía ochenta luises ante mí; poned la misma suma, para que quienes han perdido no tengan motivos de queja. La justicia ante todo.

      Luego, volviéndose hacia el señor de Tréville y caminando con él hacia el vano de una ventana, continuó:

      -Y bien, señor, vos decís que son los guardias de la Eminentísima los que han buscado pelea a vuestros mosqueteros.

      -Sí, Sire, como siempre.

      -Y ¿cómo ha ocurrido la cosa? Porque como sabéis, mi querido capitán, es preciso que un juez escuche a las dos partes.

      -Dios mío, de la forma más simple y más natural. Tres de mis mejores soldados, a quienes Vuestra Majestad conoce de nombre y cuya devoción ha apreciado más de una vez, y que tienen, puedo afirmarlo al rey, su servicio muy en el corazón; tres de mis mejores soldados, digo, los señores Athos, Porthos y Aramis, habían hecho una excursión con un joven cadete de Gascuña que yo les había recomendado aquella misma mañana. La excursión iba a tener lugar en SaintGermain, según creo, y se habían citado en los Carmelitas Descalzos, cuando fue perturbada por el señor de Jussac y los señores Cahusac, Biscarat y otros dos guardias que ciertamente no venían allí en tan numerosa compañía sin mala intención contra los edictos.

      -¡Ah, ah!, me dais que pensar - dijo el rey ; sin duda iban para batirse ellos mismos.

      -No los acuso, Sire, pero dejo a Vuestra Majestad apreciar qué pueden ir a hacer cuatro hombres armados a un lugar tan desierto como lo están los alrededores del convento de los Carmelitas.

      -Sí, tenéis razón, Tréville, tenéis razón.

      -Entonces, cuando vieron a mis mosqueteros, cambiaron de idea y olvidaron su odio particular por el odio de cuerpo; porque Vuestra Majestad no ignora que los mosqueteros, que son del rey y nada más que para el rey, son los enemigos de los guardias, que son del señor cardenal.

      -Sí, Tréville, sí - dijo el rey melancólicamente-, y es muy triste, creedme, ver de este modo dos partidos en Francia, dos cabezas en la realeza; pero todo esto acabará, Tréville, todo esto acabará. Decís, pues, que los guardias han buscado pelea a los mosqueteros.

      -Digo que es probable que las cosas hayan ocurrido de este modo, pero no lo juro, Sire. Ya sabéis cuán difícil de conocer es la verdad, y a menos de estar dotado de ese instinto admirable que ha hecho llamar a Luis XIII el Justo…

      -Y tenéis razón, Tréville, pero no estaban solos vuestros mosqueteros, ¿no había con ellos un niño?

      -Sí, Sire, y un hombre herido, de suerte que tres mosqueteros del rey, uno de ellos herido, y un niño no solamente se han enfrentado a cinco de los más terribles guardias del cardenal, sino que aun han derribado a cuatro por tierra.

      -Pero ¡eso es una victoria! - exclamó el rey radiante-. ¡Una victoria completa!

      -Sí, Sire, tan completa como la del puente de Cé.

      -¿Cuatro hombres, uno de ellos herido y otro un niño decís?

      -Un joven apenas hombre, que se ha portado tan perfectamente en esta ocasión que me tomaré la libertad de recomendarlo a Vuestra Majestad.

      -¿Cómo se llama?

      -D’Artagnan, Sire. Es hijo de uno de mis más viejos amigos; el hijo de un hombre que hizo con el rey vuestro padre, de gloriosa memoria, la guerra partidaria.

      -¿Y decís que se ha portado bien ese joven? Contadme eso, Tréville; ya sabéis que me gustan los relatos de guerra y combate.

      Y el rey Luis XIII se atusó orgullosamente su mostacho poniéndose en jarras.

      -Sire - prosiguió Tréville-, como os he dicho, el señor D’Artagnan es casi un niño, y como no tiene el honor de ser mosquetero, estaba vestido de paisano; los guardias del señor cardenal, reconociendo su gran juventud, y que además era extraño al cuerpo, le invitaron a retirarse antes de atacar.

      -¡Ah! Ya veis, Tréville - interrumpió el rey-, que son ellos los que han atacado.

      -Exactamente, Sire; sin ninguna duda; le conminaron, pues, a retirarse, pero él respondió que era mosquetero de corazón y todo él de Su Majestad, y que por eso se quedaría con los señores mosqueteros.

      -¡Bravo joven! - murmuró el rey.

      -Y en efecto, permanció a su lado; y Vuestra Majestad tiene a un campeón tan firme que fue él quien dio a Jussac esa terrible estocada que encoleriza tanto al señor cardenal.

      -¿Fue él quien hirió a Jussac? - exclamó el rey - ¡El, un niño! Eso es imposible, Tréville.

      -Ocurrió como tengo el honor de decir a Vuestra Majestad.

      -¡Jussac, uno de los primeros aceros del reino!

      -¡Pues bien, Sire, ha encontrado su maestro!

      -Quiero ver a ese joven, Tréville, quiero verlo, y si se puede hacer algo, pues bien, nosotros nos ocuparemos.

      -¿Cuándo se dignará recibirlo Vuestra Majestad?

      -Mañana a las doce, Tréville.

      -¿Lo traigo solo?

      -No, traedme a los cuatro juntos. Quiero darles las gracias a todos a la vez; los hombres adictos son raros, Tréville, y hay que recompensar la adhesión.

      -A las doce, Sire, estaremos en el Louvre.

      -¡Ah! Por la escalera pequeña, Tréville, por la escalera pequeña. Es inútil que el cardenal sepa…

      -Sí, Sire.

      -¿Comprendéis, Tréville? Un edicto es siempre un edicto; está prohibido batirse a fin de cuentas.

      -Pero ese encuentro, Sire, se sale a todas luces de las condiciones ordinarias de un duelo: es una riña, y la prueba es que eran cinco guardias del cardenal contra mis tres mosqueteros y el señor D’Artagnan.

      -Exacto - dijo el rey ; pero no importa, Tréville; de todas formas, venid por la escalera pequeña.

      Tréville sonrió. Pero como era ya mucho para él haber obtenido que aquel niño se revolviese contra su maestro, saludó respetuosamen al rey, y con su licencia se despidió de él.

      Aquella misma tarde los tres mosqueteros fueron advertidos del honor que se les había concedido. Como conocían desde hacia tiempo al rey, no se enardecieron demasiado; pero D’Artagnan, con su imaginación gascona, vio venir su fortuna y pasó la noche haciendo sueños dorados. Por eso, a las ocho de la mañana estaba en casa de Athos.

      D’Artagnan encontró al mosquetero completamente vestido y dispuesto a salir. Como la cita con el rey no era hasta las doce, había proyectado con Porthos y Aramis ir a jugar a la pelota a un garito situado al lado de las caballerizas del Luxemburgo. Athos invitó a D’Artagn a seguirlos, y pese a su ignorancia de aquel juego, al que nunca ha jugado, éste aceptó, sin saber qué hacer de su tiempo desde las nueve de la mañana que apenas eran hasta las doce.

      Los dos mosqueteros hablan llegado ya y peloteaban juntos. Athos, que era muy aficionado a todos los ejercicios corporales, pasó con D’Artagnan al lado opuesto, y los desafió. Pero al primer movimiento que intentó, aunque jugaba con la mano derecha, comprendió que su herida era demasiado reciente aún para permitirle semejante ejercicio. D’Artagnan se quedó, pues, solo, y como declaró que era demasiado torpe para sostener un partido en regla, continuaron enviando solamente pelotas sin contar los tantos. Pero una de aquellas pelotas, lanzada por el puño hercúleo de Porthos, pasó tan cerca del rostro de D’Artagnan que pensó que, si en lugar de pasarle de lado, le hubiera dado, su audiencia se habría probablemente perdido, dado que le hubiera sido del todo imposible presentarse


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