Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
Tréville, estoy descontento de vos.
El señor de Tréville esperaba al rey en este esguince. Conocía al rey de mucho tiempo atrás; había comprendido que todas sus lamentaciones no eran más que un prefacio, una especie de excitación para alentarse a sí mismo, y que era a donde había llegado por fin a donde quería venir.
-¿Y en qué he sido yo tan desafortunado para desagradar a Vuestra Majestad? - preguntó el señor de Tréville fingiendo el más profundo asombro.
-¿Así es como hacéis vuestra tarea señor? - prosiguió el rey sin responder directamente a la pregunta del señor de Tréville-. ¿Para eso es para lo que os he nombrado capitán de mis mosqueteros, para que asesinen a un hombre, amotinen todo un barrio y quieran incendiar Paris sin que vos digáis una palabra? Pero por lo demás –continuó el rey-, sin duda me apresuro a acusaros, sin duda los perturbadores están en prisión y vos venís a anunciarme que se ha hecho justicia.
-Sire - respondió tranquilamente el señor de Tréville-, vengo por el contrario a pedirla.
-¿Y contra quién? - exclamó el rey.
-Contra los calumniadores - dijo el señor de Tréville.
-¡Vaya, eso sí que es nuevo! - prosiguió el rey-. ¿No iréis a decirme que esos tres malditos mosqueteros, Athos, Porthos y Aramis y vuestro cadete de Béarn no se han arrojado como furias sobre el pobre Bernajoux y no lo han maltratado de tal forma que es probable que esté a punto de fallecer? ¿No iréis a decir luego que no han asediado el palacio del duque de La Trémouille, ni que no han querido quemarlo? Cosa que no habría sido gran desgracia en tiempo de guerra, dado que es un nido de hugonotes, pero que en tiempo de paz es un ejemplo molesto. Decid, ¿vais a negar todo esto?
-¿Y quién os ha hecho ese hermoso relato, Sire? - preguntó tranquilamente el señor de Tréville.
-¿Quién me ha hecho ese hermoso relato, señor? ¿Y quién queréis que sea, si no aquel que vela cuando yo duermo, que trabaja cuando yo me divierto, que lleva todo dentro y fuera del reino, tanto en Francia como en Europa?
-Su majestad quiere hablar de Dios, sin duda - dijo el señor de Tréville-, porque no conozco más que a Dios que esté por encima de Su Majestad.
-No, señor; me refiero al sostén del Estado, a mi único servidor, a mi único amigo, al señor cardenal.
-Su eminencia no es Su Santidad, Sire.
-¿Qué queréis decir con eso, señor?
-Que no hay nadie más que el papa que sea infalible, y que esa infalibilidad no se extiende a los cardenales.
-¿Queréis decir que me engaña, queréis decir que me traiciona? Entonces le acusáis. Veamos, decid, confesad francamente de qué le acusáis.
-No, Sire, pero digo que se equivoca; digo que ha sido mal informado; digo que se ha apresurado a acusar a los mosqueteros de Vuestra Majestad, para con los que es injusto, y que no ha ido a sacar sus informes de buena fuente.
-La acusación viene del señor de La Trémouille, del duque mismo. ¿Qué respondéis a eso?
-Podría responder, Sire, que está demasiado interesado en la cuestión para ser un testigo imparcial; pero lejos de eso, Sire, tengo al duque por un gentilhombre, y me remito a él, pero con una condición, Sire.
-¿Cuál?
-Que Vuestra Majestad le haga venir, le interrogue pero por sí misma, frente a frente, sin testigos, y que yo vea a Vuestra Majestad tan pronto como haya recibido al duque.
-¡Claro que sí! - dijo el rey-. ¿Y vos os remitís a lo que diga el señor de La Trémouille? -Sí, Sire.
-¿Aceptáis su juicio?
-Indudablemente.
-¿Y os someteréis a las reparaciones que exija?
-Totalmente.
-¡La Chesnaye! - gritó el rey-. ¡La Chesnaye!
El ayuda de cámara de confianza de Luis XIII, que permanecía siempre a la puerta, entró.
-La Chesnaya - dijo el rey-, que vayan inmediatamente a buscarme al señor de La Trémouille; quiero hablar con él esta noche.
-¿Vuestra Majestad me da su palabra de que no verá a nadie entre el señor de Trémouille y yo?
-A nadie, palabra de gentilhombre.
-Hasta mañana entonces, Sire.
-Hasta mañana, señor.
-¿A qué hora, si le place a Vuestra Majestad?
-A la hora que queráis. -Pero si vengo demasiado de madrugada temo despertar a Vuestra Majestad.
-¿Despertarme? ¿Acaso duermo? Yo no duermo ya, señor; sueño algunas cosas, eso es todo. Venid, pues, tan pronto como queráis, a las siete; pero ¡ay de vos si vuestros mosqueteros son culpables!
-Si mis mosqueteros son culpables, Sire, los culpables serán puestos en manos de Vuestra Majestad, que ordenará de ellos lo que le plazca. ¿Vuestra Majestad exige alguna cosa más? Que hable, estoy dispuesto a obedecerla.
-No, señor, no, y no sin motivo se me ha llamado Luis el Justo. Hasta mañana pues, señor, hasta mañana.
-Dios guarde hasta entonces a Vuestra Majestad.
Aunque poco durmió el rey, menos durmió aún el señor de Tréville; había hecho avisar aquella misma noche a sus tres mosqueteros y a su compañero para que se encontrasen en su casa a las seis y media de la mañana. Los llevó con él sin afirmarles nada, sin prometerles nada, y sin ocultarles que el favor de ellos y el suyo propio estaba en manos del azar.
Llegado al pie de la pequeña escalera, les hizo esperar. Si el rey seguía irritado contra ellos, se alejarían sin ser vistos; si el rey consentía en recibirlos, no habría más que hacerlos llamar.
Al llegar a la antecámara particular del rey, el señor de Tréville encontró a La Chesnaye, quien le informó de que no habían encontrado al duque de La Trémouille la noche de la víspera en su palacio, que había regresado demasiado tarde para presentarse en el Louvre, que acababa de llegar y que estaba en aquel momento con el rey.
Esta circunstancia plugo mucho al señor de Tréville, que así estuvo seguro de que ninguna sugerencia extraña se deslizaría entre la deposición de La Trémouille y él.
En efecto, apenas habían transcurrido diez minutos cuando la puerta del gabinete se abrió y el señor de Tréville vio salir al duque de La Trémouille, el cual vino a él y le dijo:
-Señor de Tréville, Su Majestad acaba de enviarme a buscar para saber cómo sucedieron las cosas ayer por la mañana en mi palacio. Le he dicho la verdad, es decir, que la culpa era de mis gentes, y que yo estaba dispuesto a presentaros mis excusas. Puesto que os encuentro, dignaos recibirlas y tenerme siempre por uno de vuestros amigos.
-Señor duque - dijo el señor de Tréville-, estaba tan lleno de confianza en vuestra lealtad que no quise junto a Su Majestad otro defensor que vos mismo. Veo que no me había equivocado, y os agradezco que haya todavía en Francia un hombre de quien se puede decir sin engañarse lo que yo he dicho de vos.
-¡Está bien, está bien! - dijo el rey, que había escuchado todos estos cumplidos entre las dos puertas-. Sólo que decidle, Tréville, puesto que se quiere uno de vuestros amigos, que yo también quisiera ser uno de los suyos, pero que me descuida; que hace ya tres años que no le he visto, y que sólo lo veo cuando le mando buscar. Decidle todo eso de mi parte, porque son cosas que un rey no puede decir por sí mismo.
-Gracias, Sire, gracias - dijo el duque ; pero que Vuestra Majestad esté seguro de que no suelen ser los más adictos, y no lo digo por el señor de Tréville, aquellos que ve a todas horas del día.
-¡Ah! Habéis oído lo que he dicho; tanto mejor, duque, tanto mejor - dijo el rey adelantándose hasta la puerta-. ¡Ay sois vos, Tréville! ¿Dónde están vuestros mosqueteros?