Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas


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Aramis, en la prosperidad había que sembrar comidas a diestro y siniestro para recoger algunas en la desgracia.

      Athos fue invitado cuatro veces y llevó cada vez a sus amigos con sus criados. Porthos tuvo seis ocasiones a hizo lo propio con sus camaradas; Aramis tuvo ocho. Era un hombre que, como se habrá podido comprender, hacía poco ruido y mucha tarea.

      En cuanto a D’Artagnan, que no conocía aún a nadie en la capital, no halló más que un desayuno de chocolate en casa de un cura de su región, y una cena en casa de un corneta de los guardias. Llevó su ejército a casa del cura, a quien devoraron sus provisiones de dos meses, y a casa del corneta, que hizo maravillas; pero, como decía Planchet, sólo se come una vez, aunque se coma mucho.

      D’Artagnan se encontró, pues, bastante humillado por no tener mas que una comida y media - porque el desayuno en casa del cura no podía contar más que por media comida - que ofrecer a sus compañeros a cambio de los festines que se habían procurado Athos, Porthos y Aramis. Se creía en deuda con la sociedad, olvidando, en su buena fe completamente juvenil, que él había alimentado a aquella compañía durante un mes, y su espíritu inquieto se puso a trabajar activamente. Reflexionó que aquella coalición de cuatro hombres jóvenes, valientes, emprendedores y activos debía tener otra meta que paseos contoneándose, lecciones de esgrima y bromas más o menos ingeniosas.

      En efecto, cuatro hombres como ellos, cuatro hombres consagrados unos a otros desde la bolsa hasta la vida, cuatro hombres apoyándose siempre, sin retroceder nunca, ejecutando aisladamente o juntos las resoluciones adoptadas en común: cuatro brazos amenazando los cuatro puntos cardinales o volviéndose hacia un solo punto debían inevitablemente, bien de modo subterráneo, bien a la luz, bien a cara descubierta, bien mediante labor de zapa, bien por la astucia, bien por la fuerza, abrirse camino hacia la meta que quisieran alcanzar, por más prohibida o alejada que estuviese. Lo único que asombraba a D’Artagnan es que sus compañeros no hubieran pensado esto.

      El sí, él lo pensaba, y seriamente incluso, estrujándose el cerebro para encontrar dirección a aquella fuerza única multiplicada por cuatro, con la que no dudaba que, como con la palanca que buscaba Arquímedes, se podía levantar el mundo, cuando llamaron suavemente a la puerta. D’Artagnan despertó a Planchet y le ordenó ir a abrir.

      Que de la frase, «D’Artagnan despertó a Planchet», el lector no vaya a suponer que era de noche o que aún no había llegado el día. ¡No! Acababan de sonar las cuatro. Planchet, dos horas antes, había venido a pedir de cenar a su amo, que le respondió con el refrán: «Quien duerme come». Y Planchet comía durmiendo.

      Fue introducido un hombre de cara bastante simple y que tenía aspecto de burgués.

      De buena gana hubiera querido Planchet, para postre, oír la conversación; pero el burgués declaró a D’Artagnan que por ser importante y confidencial lo que tenía que decirle deseaba permanecer a solas con él.

      D’Artagnan despidió a Planchet e hizo sentarse a su visitante.

      Hubo un momento de silencio durante el cual los dos hombres se miraron para establecer un conocimiento previo, tras lo cual D’Artagnan se inclinó en señal de que escuchaba.

      -He oído hablar del señor D’Artagnan como de un joven muy valiente - dijo el burgués-, y esa reputación de que goza con motivo me ha decidido a confiarle un secreto.

      -Hablad, señor, hablad - dijo D’Artagnan, que por instinto olfateó algo ventajoso.

      El burgués hizo una nueva pausa y continuó:

      -Mi mujer es costurera de la reina, señor, y no carece ni de prudencia ni de belleza. Hace casi tres años que me hicieron desposarla, aunque no tenía más que una pequeña dote, porque el señor de La Porte el portamantas de la reina, es su padrino y la protege…

      -¿Y bien, señor? - preguntó D’Artagnan.

      -¡Pues bien! - prosiguió el burgués-. Pues bien - señor, mi mujer ha sido raptada ayer por la mañana cuando salía de su cuarto de trabajo.

      -¿Y quién ha raptado a vuestra mujer?

      -Con seguridad no sé nada, señor, pero sospecho de alguien.

      -¿Y quién es esa persona de la que sospecháis?

      -Un hombre que la perseguía desde hace tiempo.

      -¡Diablos!

      -Pero permitid que os diga, señor - prosiguió el burgués-, que estoy convencido de que en todo esto hay menos amor que política.

      -Menos amor que política - dijo D’Artagnan con un gesto pensativo-. ¿Y qué sospecháis?

      -No sé si debería deciros lo que sospecho…

      -Señor, os haré observar que yo no os pido absolutamente nada. Sois vos quien habéis venido. Sois vos quien me habéis dicho que tenéis un secreto que confiarme. Obrad, pues, a vuestro gusto, aún estáis a tiempo de retiraros.

      -No, señor, no; me parecéis un joven honesto, y tendré confianza en vos. Creo, pues, que mi mujer no ha sido detenida por sus amores, sino por los de una dama más importante que ella.

      -¡Ah ah! ¿No será por los amores de la señora de Bois Tracy? - dijo D Artagnan, que quiso aparentar ante su burgués que estaba al corriente de los asuntos de la corte.

      -Más importante, señor más importante.

      -¿De la señora D’Aiguillon?

      -Más importante todavía.

      -¿De la señora de Chevreuse?

      -¡Más alto, mucho más alto!

      -De la… - D’Artagnan se detuvo.

      -Sí, señor - respondió tan bajo que apenas se pudo oír al espantado burgués.

      -¿Y con quién?

      -¿Con quién puede ser si no es con el duque de…

      -El duque de…

      -¡Sí, señor! - respondió el burgués dando a su voz una entonación más sorda todavía.

      -Pero ¿cómo sabéis vos todo eso?

      -¡Ah! ¿Que cómo lo sé?

      -Sí, ¿cómo lo sabéis? Nada de confidencias a medias o… ¿Comprendéis?

      -Lo sé por mi mujer, señor por mi propia mujer.

      -Que lo sabe… , ¿por quién?

      -Por el señor de La Porte. ¿No os he dicho que era la ahijada del señor de La Porte el hombre de confianza de la reina? Pues bien, el señor de La Porte la puso junto a Su Majestad para que nuestra pobre reina tuviera al menos alguien de quien fiarse, abandonada como está por el rey, espiada como está por el cardenal, traicionada como es por todos.

      -¡Ah, ah! Ya se van concretando las cosas - dijo D’Artagnan.

      -Mi mujer vino hace cuatro días, señor; una de sus condiciones era que vendría a verme dos veces por semana; porque, como tengo el honor de deciros, mi mujer me quiere mucho; mi mujer, pues vino y me confió que la reina, en aquel momento, tenía grandes temores.

      -¿De verdad?

      -Sí, el señor cardenal, a lo que parece, la persigue y acosa más que nunca. No puede perdonarle la historia de la zarabanda. ¿Sabéis vos la historia de la zarabanda?

      -Pardiez, claro que la sé - respondió D’Artagnan, que no sabía nada en absoluto, pero que quería aparentar estar al corriente.

      -De suerte que ahora ya no es odio; es venganza.

      -¿De veras?

      -Y la reina cree…

      -Y bien, ¿qué cree la reina?

      -Cree que han escrito al señor duque de Buckingham en su nombre.

      -¿En nombre de la reina?

      -Sí, para hacerle venir a Paris, y una vez


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