Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas


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muy respetable - dijo Aramis.

      Los tres amigos se pusieron a reír.

      -¡Ah, si os reís o si dudáis - prosiguió Aramis-, no sabréis nada!

      -Somos creyentes como mahometanos y mudos como catafalcos-. - dijo Athos.

      -Entonces continúo - prosiguió Aramis-. Esa nieta viene a veces a ver a su tío; y ayer ella, por casualidad, se encontraba allí al mismo tiempo que yo, y tuve que ofrecerme para conducirla a su carroza.

      -¡Ah! ¿Tiene una carroza la nieta del doctor? - interrumpió Porthos, uno de cuyos defectos era una gran incontinencia de lengua-. Buen conocimiento, amigo mío.

      -Porthos - prosiguió Aramis-, ya os he hecho notar más de una vez que sois muy indiscreto, y que eso os perjudica con las mujeres.

      -Señores, señores - exclamó D’Artagnan, que entreveía el fondo de la aventura-, la cosa es seria; tratemos, pues, de no bromear si podemos. Seguid, Aramis, seguid.

      -De pronto, un hombre alto, moreno, con ademanes de gentilhombre… , vaya, de la clase del vuestro, D’Artagnan.

      -El mismo quizá - dijo éste.

      -Es posible… - continuó Aramis - se acercó a mí, acompañado por cinco o seis hombres que le seguían diez pasos atrás, y con el tono más cortés me dijo: «Señor duque, y vos madame», continuó dirigiéndose a la dama a la que yo llevaba del brazo…

      -¿A la nieta del doctor?

      -¡Silencio, Porthos! - dijo Athos-. Sois insoportable.

      «Haced el favor de subir en esa carroza, y eso sin tratar de poner la menor resistencia, sin hacer el menor ruido.»

      -Os había tomado por Buckingham! - exclamó D’Artagnan.

      -Eso creo - respondió Aramis.

      -Pero ¿y la dama? - preguntó Porthos.

      -¡La había tomado por la reina! - dijo D’Artagnan.

      -Exactamente - respondió Aramis.

      -¡El gascón es el diablo! - exclamó Athos-. Nada se le escapa.

      -El hecho es - dijo Porthos - que Aramis es de la estatura y tiene algo de porte del hermoso duque; pero, sin embargo, me parece que el traje de mosquetero…

      -Yo tenía una capa enorme - dijo Aramis.

      -En el mes de julio, ¡diablos! - dijo Porthos-. ¿Es que el doctor teme que seas reconocido?

      -Me cabe en la cabeza incluso - dijo Athos - que el espía se haya dejado engañar por el porte; pero el rostro…

      -Yo llevaba un gran sombrero - dijo Aramis.

      -¡Dios mío, cuántas precauciones para estudiar teología!

      -Señores, señores - dijo D’Artagnan-, no perdamos nuestro tiempo bromeando; dividámonos y busquemos a la mujer del mercero, es la llave de la intriga.

      -¡Una mujer de condición tan inferior! ¿Lo creéis, D’Artagnan? - preguntó Porthos estirando los labios con desprecio.

      -Es la ahijada de La Porte, el ayuda de cámara de confianza de la reina. ¿No os lo he dicho, señores. Y además, quizá sea un cálculo de Su Majestad haber ido, en esta ocasión, a buscar sus apoyos tan bajo. Las altas cabezas se ven de lejos, y el cardenal tiene buena vista.

      -¡Y bien! - dijo Porthos-. Arreglad primero precio con el mercero, y buen precio.

      -Es inútil - dijo D’Artagnan - porque creo que, si no nos paga, quedaremos suficientemente pagados por otro lado.

      En aquel momento, un ruido precipitado resonó en la escalera, la puerta se abrió con estrépito y el malhadado mercero se abalanzó en la habitación donde se celebraba el consejo.

      -¡Ah, señores! - exclamó - ¡Salvadme, en nombre del cielo, salvadme! Hay cuatro hombres que vienen para detenerme! ¡Salvadme, salvadme!

      Porthos y Aramis se levantaron.

      -Un momento - exclamó D’Artagnan haciéndoles señas de que devolviesen a la vaina sus espadas medio sacadas ; un momento, no es valor lo que aquí se necesita, es prudencia.

      -Sin embargo - exclamó Porthos-, no dejaremos…

      -Vos dejaréis hacer a D’Artagnan - dijo Athos ; es, lo repito, la cabeza fuerte de todos nosotros, y por lo que a mí se refiere, declaro que yo le obedezco. Haz lo que quieras, D’Artagnan.

      En aquel momento, los cuatro guardias aparecieron a la puerta de la antecámara, y al ver a cuatro mosqueteros en pie y con la espada en el costado, dudaron seguir adelante.

      -Entrad, señores, entrad - gritó D’Artagnan-, aquí estáis en mi casa, y todos nosotros somos fieles servidores del rey y del señor cardenal.

      -¿Entonces, señores, no os opondréis a que ejecutemos las órdenes que hemos recibido? - preguntó aquel que parecía el jefe de la cuadrilla.

      -Al contrario, señores, y os echaríamos una mano si fuera necesario.

      -Pero ¿qué dice? - masculló Porthos.

      -Eres un necio - dijo Athos-. ¡Silencio!

      -Pero me habéis prometido… - dijo en voz baja el pobre mercero.

      -No podemos salvaros más que estando libres - respondió rápidamente y en voz baja D’Artagnan-, y si hiciéramos ademán de defenderos, se nos detendría con vos.

      -Me parece, sin embargo…

      -Adelante, señores, adelante - dijo en voz alta D’Artagnan-, no tengo ningún motivo para defender al señor. Le he visto hoy por primera vez, y ¡en qué ocasión! El mismo os la dirá: para venir a reclamarme el precio de mi alquiler. ¿Es cierto, señor Bonacieux? ¡Responded!

      -Es la verdad pura - exclamó el mercero-, pero el señor no os dice…

      -Silencio sobre mí, silencio sobre mis amigos, silencio sobre la reina sobre todo, o perderéis a todo el mundo sin salvaros. ¡Vamos, vamos, señores, llevaos a este hombre!

      Y D Artagnan empujó al mercero todo aturdido a las manos de los guardias, diciéndole:

      -Sois un tunante querido. ¡Venir a pedirme dinero a mí, a un mosquetero! ¡A prisión, señores, una vez más, llevadle a prisión, y guardadle bajo llave el mayor tiempo posible, eso me dará tiempo para pagar!

      Los esbirros se confundieron en agradecimientos y se llevaron su presa.

      En el momento en que bajaban, D’Artagnan palmoteó sobre el hombro del jefe:

      -¿Y no beberé yo a vuestra salud y vos a la mía? - dijo llenando dos vasos de vino de Béaugency que tenía gracias a la liberalidad del señor Bonacieux.

      -Será para mí un gran honor - dijo el jefe de los esbirros-, y acepto con gratitud.

      -Entonces, a la vuestra, señor… ¿cómo os llamáis?

      -Boisrenad.

      -¡Señor Boisrenard!

      -¡A la vuestra, mi gentilhombre! ¿A vuestra vez, cómo os llamáis, si os place?

      -D’Artagnan.

      -¡A la vuestra, señor D’Artagnan!

      -¡Y por encima de todas éstas - exclamó D’Artagnan como arrebatado por su entusiasmo-, a la del rey y del cardenal!

      Quizá el jefe de los esbirros hubiera dudado de la sinceridad de D’Artagnan si el vino hubiera sido malo, pero al ser bueno el vino, se quedó convencido.

      -Pero ¿qué diablo de villanía habéis hecho? - dijo Porthos cuando el aguacil en jefe se hubo reunido con sus compañeros y los cuatro amigos se encontraron solos-. ¡Vaya! ¡Cuatro mosqueteros dejan arrestar en medio de ellos a un desgraciado que pide ayuda! ¡Un gentilhombre brindar con un corchete!

      -Porthos


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