Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
volverá; además se le dirá que he traído una mujer, y que esa mujer está en su casa.
-Pero eso me comprometerá mucho, ¿no lo sabéis?
-¡Qué os importa! Nadie os conoce; además, nos hallamos en una situación de pasar por alto algunas conveniencias.
-Entonces vamos a casa de vuestro amigo. ¿Dónde vive?
-En la calle Férou, a dos pasos de aquí.
-Vamos.
Y los dos reemprendieron su carrera. Como había previsto D’Artagnan, Athos no estaba en su casa; tomó la llave, que tenían la costumbre de darle como a un amigo de la casa, subió la escalera a introdujo a la señora Bonacieux en la pequeña habitación cuya descripción ya hemos hecho.
-Estáis en vuestra casa - dijo él-, tened cuidado, cerrad las ventanas por dentro y no abráis a nadie, a menos que oigáis dar tres golpes así, mirad - y golpeó tres veces: dos golpes cercanos uno al otro y bastante fuerte, y un golpe más distante y más ligero.
-Está bien - dijo la señora Bonacieux ; ahora me toca a mí daros mis instrucciones.
-Escucho.
-Presentaros en el portillo del Louvre por el lado de la calle de l’Echelle y preguntad por Germain.
-Está bien. ¿Y después?
-Os preguntará qué queréis, y entonces vos le responderéis con estas dos palabras: Tours y Bruxelles. Al punto se pondrá a vuestras órdenes.
-¿Y qué le ordenaré yo?
-Ir a buscar al señor de La Porte, el ayuda de cámara de la reina.
-¿Y cuando haya ido a buscarle y el señor de La Porte haya venido?
-Me lo enviaréis.
-Está bien, pero ¿cómo os volveré a ver?
-¿Os importa mucho volverme a ver?
-Por supuesto.
-Pues bien, dejadme a mí ese cuidado, y estad tranquilo.
-Cuento con vuestra palabra.
-Contad con ella.
D’Artagnan saludó a la señora Bonacieux lanzándole la mirada más amorosa que le fue posible concentrar sobre su encantadora personita, y. mientras bajaba la escalera, oyó la puerta cerrarse tras él con doble vuelta de llave. En dos saltos estuvo en el Louvre; cuando entraba en el postigo de l’Echelle sonaban las diez. Todos los acontecimientos que acabamos de contar habían sucedido en media hora.
Todo se cumplió como lo había anunciado la señora Bonacieux. A la consigna convenida, Germain se inclinó; diez minutos después, La Porte estaba en la portería; en dos palabras, D’Artagnan le puso al corriente y le indicó dónde estaba la señora Bonacieux. La Porte se aseguró por dos veces la exactitud de las señas, y partió corriendo. Sin embargo, apenas hubo dado diez pasos cuando volvió.
-Joven - le dijo a D’Artagnan-, un consejo.
-¿Cuál?
-Podríais ser molestado por lo que acaba de pasar.
-¿Lo creéis?
-Sí.
-¿Tenéis algún amigo cuya péndola se retrase?
-¿Para… ?
-Id a verle para que pueda testimoniar que estabais en su casa a las nueve y media. En justicia, esto se llama una coartada.
D’Artagnan encontró prudente el consejo; puso pies en polvorosa, llegó a casa del señor de Tréville; pero en lugar de pasar al salón con todo el mundo, pidió entrar en el gabinete. Como D’Artagnan era uno de los habituales del palacio, no hubo ninguna dificultad para acceder a su demanda; y fueron a avisar al señor de Tréville que su joven compatriota, teniendo algo importante que decide, solicitaba una audiencia particular. Cinco minutos después, el señor de Tréville preguntaba a D’Artagnan qué podía hacer por él y cuál era el motivo de su visita a una hora tan avanzada.
-¡Perdón, señor! - dijo D’Artagnan, que había aprovechado el momento en que se había quedado solo para retrasar el reloj tres cuartos de hora-. He pensado que como no eran más que las nueve y veinticinco minutos, aún había tiempo para presentarme en vuestra casa.
-¡Las nueve y veinticinco minutos! - exclamó el señor de Tréville mirando su péndola-. ¡Pero es imposible!
-Ya lo veis, señor - dijo D’Artagnan-, eso lo testimonia.
-Es exacto - dijo el señor de Tréville-, habría creído que era más tarde. Pero veamos, ¿qué queréis?
Entonces D’Artagnan le hizo al señor de Tréville una larga historia sobre la reina. Le expuso los temores que había concebido respecto a Su Majestad; le contó que había oído decir los proyectos del cardenal respecto a Buckingham, y todo ello con una tranquilidad y un aplomo del que el señor de Tréville fue tanto mejor la víctima cuanto que, como ya hemos dicho, él mismo había notado algo nuevo entre el cardenal, el rey y la reina.
Al sonar las diez, D’Artagnan abandonó al señor de Tréville, que le agradeció sus informes, le recomendó tener siempre en el corazón el servicio del rey y de la reina, y se volvió al salón. Pero al pie de la escalera, D’Artagnan se acordó de que había olvidado su bastón; por lo tanto subió precipitadamente, volvió a entrar en el gabinete, con una vuelta de dedo puso de nuevo el péndulo en su hora para que no se pudiese percibir al día siguiente que había sido movido, y seguro desde entonces de que tenía un testigo para probar su coartada, bajó la escalera y pronto se encontró en la calle.
Capítulo 11 La intriga se anuda
Una vez hecha la visita al señor de Tréville, D’Artagnan tomó, todo pensativo, el camino más largo para regresar a su casa.
¿En qué pensaba D’Artagnan, que se apartaba así de su ruta, mirando las estrellas del cielo, tan pronto suspirando como sonriendo?
Pensaba en la señora Bonacieux. Para un aprendiz de mosquetero, la joven era casi una idealidad amorosa. Bonita, misteriosa, iniciada en casi todos los secretos de la corte, que reflejaban tanta encantadora gravedad sobre sus trazos graciosos, era sospechosa de no ser insensible, lo cual es un atractivo irresistible para los amantes novicios; además, D’Artagnan la había liberado de manos de aquellos demonios que querían registrarla y maltratarla, y este importante servicio había establecido entre ella y él uno de esos sentimientos de gratitud que fácilmente adoptan un carácter más tierno.
D’Artagnan se veía ya, ¡tan deprisa caminan los sueños en alas de la imaginación!, abordado por un mensajero de la joven que le daba algún billete de cita, una cadena de oro o un diamante. Ya hemos dicho que los jóvenes caballeros recibían sin vergüenza de su rey: añadamos que, en aquel tiempo de moral fácil, no tenían tampoco vergüenza con sus amantes, ni de que éstas les dejaran casi siempre preciosos y duraderos recuerdos, como si ellas hubieran tratado de conquistar la fragilidad de sus sentimientos con la solidez de sus dones.
Se hacía entonces carrera por medio de las mujeres, sin ruborizarse. Las que no eran más que bellas, daban su belleza, y de ahí viene sin duda el proverbio según el cual la joven más bella del mundo no puede dar más que lo que tiene. Las que eran ricas daban además una parte de su dinero, y se podría citar un buen número de héroes de esa galante época que no hubieran ganado ni sus espuelas primero, ni sus batallas luego, sin la bolsa más o menos provista que su amante ataba al arzón de su silla.
D’Artagnan no poseía nada: la indecisión del provinciano, barniz ligero, flor efímera, vello de melocotón, se había evaporado al viento de los consejos poco ortodoxos que los tres mosqueteros daban a su amigo. D’Artagnan, siguiendo la extraña costumbre de la época, miraba a Paris como