Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
vida de ella dependiera del lugar adonde había ido a reunirse, o de la persona que debía acompañarla, D’Artagnan habría vuelto a su casa, puesto que había dicho que volvía. Cinco minutos después estaba en la calle des Fossoyeurs.
-Pobre Athos - decía-, no sabrá lo que esto quiere decir. Se habrá dormido mientras me esperaba, o habrá regresado a su casa, y al volver se habrá enterado de que había ido allí una mujer. ¡Una mujer en casa de Athos! Después de todo - continuó D’Artagnan-, también había una en casa de Aramis. Todo esto es muy extraño y me intriga mucho saber cómo va a terminar.
-Mal, señor, mal - respondió una voz que el joven reconoció como la de Planchet; porque monologando en voz alta, a la manera de las personas muy preocupadas, se había adentrado por el camino al fondo del cual estaba la escalera que conducía a su habitación.
-¿Cómo mal? ¿Qué quieres decir, imbécil? - preguntó D’Artagnan-. ¿Qué ha pasado?
-Toda clase de desgracias.
-¿Cuáles?
-En primer lugar, el señor Athos está arrestado.
-¡Arrestado! ¡Athos! ¡Arrestado! ¿Por qué?
-Lo encontraron en vuestra casa; lo tomaron por vos.
-¿Y quién lo ha arrestado?
-La guardia que fueron a buscar los hombres negros que vos pusisteis en fuga.
-¡Por qué no ha dicho su nombre! ¿Por qué no ha dicho que no tenía nada que ver con este asunto?
-Se ha guardado mucho de hacerlo, señor; al contrario, se ha acercado a mí y me ha dicho: «Es tu amo el que necesita su libertad en este momento, y no yo, porque él sabe todo y yo no sé nada. Le creerán arrestado, y esto le dará tiempo; dentro de tres días diré quién soy, y entonces tendrán que dejarme salir.»
-¡Bravo, Athos! Noble corazón - murmuró D’Artagnan-, en eso le reconozco. ¿Y qué han hecho los esbirros?
-Cuatro se lo han llevado no sé adónde, a la Bastilla o al Fort-l’Evêque; dos se han quedado con los hombres negros, que han registrado por todas partes y que han cogido todos los papeles. Por fin, los dos últimos, durante esta comisión, montaban guardia en la puerta; luego, cuando todo ha acabado, se han marchado dejando la casa vacía y completamente abierta.
-¿Y Porthos y Aramis?
-Yo no los encontré, no han venido.
-Pero pueden venir de un momento a otro, porque tú les dejaste el recado de que los esperaba.
-Sí, señor.
-Bueno, no te muevas de aquí; si vienen, avísales de lo que me ha pasado, que me esperen en la taberna de la Pomme du Pin; aquí habría peligro, la casa puede ser espiada. Corro a casa del señor de Tréville para anunciarle todo esto, y me reúno con ellos.
-Está bien, señor - dijo Planchet.
-Pero tú te quedas, tú no tengas miedo - dijo D’Artagnan volviendo sobre sus pasos para recomendar valor a su lacayo.
-Estad tranquilo, señor - dijo Planchet ; no me conocéis todavía: soy valiente cuando me pongo a ello; la cosa consiste en ponerme; además, soy picardo.
-Entonces, de acuerdo - dijo D’Artagnan ; te haces matar antes que abandonar tu puesto.
-Sí, señor, y no hay nada que no haga para probar al señor que le soy adicto.
-Bueno - se dijo a sí mismo D’Artagnan-, parece que el método que empleé con este muchacho es decididamente bueno; lo usaré en su momento.
Y con toda la rapidez de sus piernas, algo fatigadas ya sin embargo por las carreras de la jornada, D’Artagnan se dirigió hacia la calle du Vieux Colombier.
El señor de Tréville no estaba en su palacio; su compañía se hallaba de guardia en el Louvre; él estaba en el Louvre con su compañía.
Había que llegar hasta el señor de Tréville; era importante que fuera prevenido de lo que pasaba. D’Artagnan decidió entrar en el Louvre. Su traje de guardia de la compañía del señor Des Essarts debía servirle de pasaporte.
Descendió, pues, la calle des Petits Augustins y subió el muelle para tomar el Pont Neuf. Por un instante tuvo la idea de pasar en la barca, pero al llegar a la orilla del agua había introducido maquinalmente su mano en el bolsillo y se había dado cuenta de que no tenía con qué pagar al barquero.
Cuando llegaba a la altura de la calle Guénégaud, vio desembocar de la calle Dauphine un grupo compuesto por dos personas cuyo aspecto le sorprendió.
Las dos personas que componían el grupo eran: la una, un hombre; la otra, una mujer.
La mujer tenía el aspecto de la señora Bonacieux, y el hombre se parecía a Aramis hasta el punto de ser tomado por él.
Además, la mujer tenía aquella capa negra que D’Artagnan veía aún recortarse sobre el postigo de la calle de Vaugirard y sobre la puerta de la calle de La Harpe.
Además, el hombre llevaba el uniforme de los mosqueteros.
El capuchón de la mujer estaba vuelto, el hombre tenía su pañuelo sobre su rostro; los dos, esa doble precaución lo indicaba, los dos tenían, pues, interés en no ser reconocidos.
Ellos tomaron el puente; era el camino de D’Artagnan, puesto que D’Artagnan se dirigía al Louvre; D’Artagnan los siguió.
D’Artagnan no había dado veinte pasos cuando quedó convencido de que aquella mujer era la señora Bonacieux y de que aquel hombre era Aramis.
En el mismo instante sintió que todas las sospechas de los celos se agitaban en su corazón.
Era doblemente traicionado por su amigo y por aquella a la que amaba ya como a una amante. La señora Bonacieux le había jurado por todos los dioses que no conocía a Aramis, y un cuarto de hora después de que ella le hubiera hecho este juramento la volvía a encontrar del brazo de Aramis.
D’Artagnan no reflexionó que conocía a la bonita mercera desde hacía tres horas, que no le debía a él nada más que un poco de gratitud por haberla liberado de los hombres perversos que querían raptarla, y que ella no le había prometido nada. Se miró como un amante ultrajado, traicionado, escarnecido; la sangre y la cólera le subieron al rostro, resolvió aclararlo todo.
La joven mujer y el joven hombre se habían dado cuenta de que los seguían, y habían doblado el paso. D’Artagnan tomó carrera, los sobrepasó, luego volvió sobre ellos en el momento en que se encontraban ante la Samaritaine, alumbrada por un reverbero que proyectaba su claridad sobre toda aquella parte del puente.
D’Artagnan se detuvo ante ellos, y ellos se detuvieron ante él.
-¿Qué queréis, señor? - preguntó el mosquetero retrocediendo un paso y con un acento extranjero que probaba a D’Artagnan que se había equivocado en una parte de sus conjeturas.
-¡No es Aramis! - exclamó.
-No, señor, no soy Aramis, y por vuestra exclamación veo que me habéis tomado por otro, y os perdono.
-¡Vos me perdonáis! - exclamó D’Artagnan. -Sí - respondió el desconocido-. Dejadme, pues, pasar, porque nada tenéis conmigo.
-Tenéis razón, señor - dijo D’Artagnan-, nada tengo con vos, sí con la señora.
-¡Con la señora! Vos no la conocéis - dijo el extranjero.
-Os equivocáis, señor, la conozco.
-¡Ah! - dijo la señora Bonacieux con un tono de reproche-. ¡Ah, señor! Tenía yo vuestra palabra de militar y vuestra fe de gentilhombre; esperaba contar con ellas.
-Y yo, señora - dijo D’Artagnan embarazado-. Me habíais prometido.
-Tomad mi brazo, señora - dijo el extranjero-, y continuemos nuestro camino.
Sin