Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
¿Tendríamos los mismos presentimientos si nuestras dos existencias no estuvieran en contacto por el corazón? Vos me amáis, oh, reina, y ¿me lloraréis?
-¡Oh, Dios mío, Dios mío! - exclamó Ana de Austria-. Es más de lo que puedo soportar. Mirad, duque, en el nombre del cielo, partid, retiraos; no sé si os amo o si no os amo, pero lo que sé es que no seré perjura. Tened, pues, piedad de mí y partid. ¡Oh! Si fuerais herido en Francia, si murieseis en Francia, si pudiera suponer que vuestro amor por mí fue causa de vuestra muerte, no me consolaría jamás, me volvería loca por ello. Partid, pues, partid, os lo suplico.
-¡Oh, qué bella estáis así! ¡Cuánto os amo! - dijo Buckingham.
-¡Partid, partid! Os lo suplico, y volved más tarde; volved como embajador, volved como ministro, volved rodeado de guardias que os defiendan, de servidores que vigilen por vos, y entonces no temeré más por vuestra vida y sentiré dicha en volveros a ver.
-¡Oh! ¿Es cierto lo que me decís?
-Sí…
-Pues entonces, una prenda de vuestra indulgencia, un objeto que venga de vos y que me recuerde que no he tenido un sueño; algo que vos hayáis llevado y que yo pueda llevar a mi vez, un anillo, un collar, una cadena.
-¿Y os iréis, os iréis si os doy lo que me pedís?
-Sí.
-¿En el mismo momento?
-Sí.
-¿Abandonaréis Francia, volveréis a Inglaterra?
-Sí, os lo juro.
-Esperad, entonces, esperad.
Y Ana de Austria regresó a sus habitaciones y salió casi al momento, llevando en la mano un pequeño cofre de palo de rosa con sus iniciales, incrustado de oro.
-Tomad, milord duque - dijo-, guardad esto en recuerdo mío.
Buckingham tomó el cofre y cayó por segunda vez de rodillas.
-Me habíais prometido iros - dijo la reina.
-Y mantengo mi palabra. Vuestra mano, vuestra mano, señora, y me voy.
Ana de Austria tendió su mano cerrando los ojos y apoyándose con la otra en Estefanía, porque sentía que las fuerzas iban a faltarle.
Buckingham apoyó con pasión sus labios sobre aquella bella mano; luego, al alzarse, dijo:
-Si antes de seis meses no estoy muerto, os habré visto, señora, aunque tenga que desquiciar el mundo para ello.
Y, fiel a la promesa hecha, se lanzó fuera de la habitación.
En el corredor encontró a la señora Bonacieux que lo esperaba y que, con las mismas precauciones y la misma fortuna, volvió a conducirlo fuera del Louvre.
Capítulo 13 El señor Bonacieux
Como se ha podido observar, en todo esto había un personaje que, pese a su posición, no había parecido inquietarse más que a medias; este personaje era el señor Bonacieux, respetable mártir de las intrigas políticas y amorosas que tan bien se encadenaban unas a otras, en aquella época a la vez tan caballeresca y tan galante.
Afortunadamente - lo recuerde el lector o no lo recuerde-, afortunadamente hemos prometido no perderlo de vista.
Los esbirros que lo habían detenido lo condujeron directamente a la Bastilla, donde, todo tembloroso, se le hizo pasar por delante de un pelotón de soldados que cargaban sus mosquetes.
Allí, introducido en una galería semisubtenánea, fue objeto, por parte de quienes lo habían llevado, de las más groseras injurias y del más feroz trato. Los esbirros veían que no se las habían con un gentilhombre, y lo trataban como a verdadero patán.
Al cabo de media hora aproximadamente, un escribano vino a poner fin a sus torturas, pero no a sus inquietudes, dando la orden de conducir al señor Bonacieux a la cámara de interrogatorios. Generalmente se interrogaba a los prisioneros en sus casas, pero con el señor Bonacieux no se guardaban tantas formas.
Dos guardias se apoderaron del mercero, le hicieron atravesar un patio, le hicieron adentrarse por un corredor en el que había tres centinelas, abrieron una puerta y lo empujaron en una habitación baja, donde por todo mueble no había más que una mesa, una silla y un comisario.
El comisario estaba sentado en la silla y se hallaba ocupado escribiendo algo sobre la mesa. Los dos guardias condujeron al prisionero ante la mesa y, a una señal del comisario, se alejaron fuera del alcance de la voz.
El comisario, que hasta entonces había mantenido la cabeza inclinada sobre sus papeles, la alzó para ver con quién tenía que habérselas. Aquel comisario era un hombre de facha repelente, la nariz puntiaguda, las mejillas amarillas y salientes, los ojos pequeños pero investigadores y vivos, y la fisonomía tenía al mismo tiempo algo de garduña y de zorro. Su cabeza sostenida por un cuello largo y móvil, salía de su amplio traje negro balanceándose con un movimiento casi parecido al de la tortuga cuando saca su cabeza fuera de su caparazón.
Comenzó por preguntar al señor Bonacieux sus apellidos y su nombre, su edad, su estado y su domicilio.
El acusado respondió que se llamaba Jacques Michel Bonacieux, que tenía cincuenta y un años, mercero retirado, y que vivía en la calle des Fossoyeurs, número 11.
Entonces el comisario, en lugar de continuar interrogándole, le soltó un largo discurso sobre el peligro que corre un burgués oscuro mezclándose en asuntos públicos.
Complicó este exordio con una exposición en la que contó el poder y los actos del señor cardenal, aquel ministro incomparable, aquel triunfador de los ministros pasados, aquel ejemplo de los ministros futuros: actos y poder a los que nadie se oponía impunemente.
Después de esta segunda parte de su discurso, fijando su mirada de gavilán sobre el pobre Bonacieux, lo invitó a reflexionar sobre la gravedad de la situación.
Las reflexiones del mercero estaban ya hechas; lanzaba pestes contra el momento en que el señor de La Porte había tenido la idea de casarlo con su ahijada, y sobre todo contra el momento en que esta ahijada había sido admitida como costurera de la reina.
El fondo del carácter de maese Bonacieux era un profundo egoísmo mezclado a una avaricia sórdida todo ello sazonado con una cobardía extrema. El amor que le había inspirado su joven mujer, por ser un sentimiento totalmente secundario, no podía luchar con los sentimientos primitivos que acabamos de enumerar.
Bonacieux reflexionó, en efecto, sobre lo que acababan de decirle.
-Pero, señor comisario - dijo tímidamente-, estad seguro de que conozco y aprecio más que nadie el mérito de la incomparable Eminencia por la que tenemos el honor de ser gobernados.
-¿De verdad? - preguntó el comisario con aire de duda-. Si realmente fuera así, ¿cómo es que estáis en la Bastilla?
-Cómo estoy, o mejor, por qué estoy - replicó el señor Bonacieux-, eso es lo que me es completamente imposible deciros, dado que yo mismo lo ignoro; pero a buen seguro no es por haber contrariado, conscientemente al menos, al señor cardenal.
-Sin embargo, es preciso que hayáis cometido un crimen, puesto que estáis aquí acusado de alta traición.
-¡De alta traición! - exclamó Bonacieux-. ¡De alta traición! ¿Y cómo queréis vos que un pobre mercero que detesta a los hugonotes y que aborrece a los españoles esté acusado de alta traición? Reflexionad, señor, es materialmente imposible.
-Señor Bonacieux - dijo el comisario mirando al acusado como si sus pequeños ojos tuvieran la facultad de leer hasta lo más profundo de los corazones-, señor Bonacieux, ¿tenéis mujer?
-Sí, señor - respondió el mercero todo temblando,