Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas


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Aunque aquel hombre tuviera de treinta y seis a treinta y siete años apenas, pelo, mostacho y perilla iban agrisándose. Aquel hombre, menos la espada, tenía todo el aspecto de un hombre de guerra, y sus botas de búfalo, aún ligeramente cubiertas de polvo, indicaban que había montado a caballo durante el día.

      Aquel hombre era Armand Jean Duplessis, cardenal de Richelieu, no tal como nos lo representaran cascado como un viejo, sufriendo como un mártir, el cuerpo quebrado, la voz apagada, enterrado en un gran sillón como en una tumba anticipada que no viviera más que por la fuerza de un genio ni sostuviera la lucha con Europa más que con la eterna aplicación de su pensamiento sino tal cual era realmente en esa época, es decir, diestro y galante caballero débil de cuerpo ya, pero sostenido por esa potencia moral que hizo de él uno de los hombres más extraordinarios que hayan existido; preparándose, en fin, tras haber sostenido al duque de Nevers en su ducado de Mantua, tras haber tomado Nîmes, Castres y Uzes, a expulsar a los ingleses de la isla de Ré y a sitiar La Rochelle.

      A primera vista, nada denotaba, pues, al cardenal y era imposible a quienes no conocían su rostro adivinar ante quién se encontraban.

      El pobre mercero permaneció de pie a la puerta, mientras los ojos del personaje que acabamos de describir se fijaban en él y parecían penetrar hasta el fondo del pasado.

      -¿Está ahí ese Bonacieux? - pregunto tras un momento de silencio.

      -Sí, monseñor - contestó el oficial.

      -Esta bien, dadme esos papeles y dejadnos.

      El oficial cogió de la mesa los papeles señalados, los entregó a quien se los pedía, se inclinó hasta el suelo y salió.

      Bonacieux reconoció en aquellos papeles sus interrogatorios de la Bastilla. De vez en cuando, el hombre de la chimenea alzaba los ojos por encima de la escritura y los hundía como dos puñales hasta el fondo del corazón del pobre mercero.

      Al cabo de diez minutos de lectura y de diez segundos de examen, el cardenal se había decidido.

      -Esa cabeza no ha conspirado nunca - murmuró ; pero no importa, veamos de todas formas.

      -Estáis acusado de alta traición - dijo lentamente el cardenal.

      -Es lo que ya me han informado, monseñor - exclamó Bonacieux, dando a su interrogador el título que había oído al oficial darle ; pero yo os juro que no sabía nada de ello.

      El cardenal reprimió una sonrisa.

      -Habéis conspirado con vuestra mujer, con la señora de Chevreuse y con milord el duque de Buckingham.

      -En realidad, monseñor - respondió el mercero-, he oído pronunciar todos esos nombres.

      -¿Y en qué ocasión?

      -Ella decía que el cardenal de Richelieu había atraído al duque de Buckingham a París para perderlo y para perder a la reina con él.

      -¿Ella decía eso? - exclamó el cardenal con violencia.

      -Sí, monseñor; pero yo le he dicho que se equivocaba por mantener tales opiniones, y que Su Eminencia era incapaz…

      -Callaos, sois un imbécil - prosiguió el cardenal.

      -Es precisamente eso lo que mi mujer me respondió, monseñor.

      -¿Sabéis quién ha raptado a vuestra mujer?

      -No, monseñor.

      -Sin embargo, ¿tenéis sospechas?

      -Sí, monseñor, pero esas sospechas han parecido contrariar al señor comisario y ya no las tengo.

      -Vuestra mujer se ha escapado, ¿lo sabíais?

      -No, monseñor, lo he sabido después de haber entrado en prisión, y siempre por la mediación del señor comisario, un hombre muy amable.

      El cardenal reprimió una segunda sonrisa.

      -Entonces, ¿ignoráis lo que ha sido de vuestra mujer después de su fuga?

      -Completamente, monseñor; habrá debido volver al Louvre.

      -A la una de la mañana no había vuelto aún.

      -¡Ah Dios mío! Pero entonces ¿qué habrá sido de ella?

      -Ya lo sabremos, estad tranquilo; nada se oculta al cardenal; el cardenal lo sabe todo.

      -En tal caso, monseñor, ¿creéis que el cardenal consentirá en decirme qué ha ocurrido con mi mujer?

      -Quizá; pero es preciso primero que confeséis todo lo que sepáis relativo a las relaciones de vuestra mujer con la señora de Chevreuse.

      -Pero, monseñor, yo no sé nada; no la he visto nunca.

      -Cuando íbais a buscar a vuestra mujer al Louvre, ¿volvía ella directamente a casa?

      -Casi nunca: tenía que ver a vendedores de tela, a cuyas casas yo la llevaba.

      -¿Y cuántos vendedores de telas había?

      -Dos, monseñor.

      -¿Dónde viven?

      -Uno en la calle de Vaugirard; el otro en la calle de La Harpe.

      -¿Entrasteis en sus casas con ella?

      -Nunca, monseñor; la esperaba a la puerta.

      -¿Y qué pretexto os daba para entrar así completamente sola?

      -No me lo daba; me decía que esperase, y yo esperaba.

      -Sois un marido complaciente, mi querido señor Bonacieux - dijo el cardenal.

      «¡Él me llama su querido señor! - dijo para sí mismo el mercero-. ¡Diablos, las cosas van bien!»

      -¿Reconoceríais esas puertas?

      -Sí.

      -Sabéis los números?,¿Cuáles son?

      -Número 25 en la calle de Vaugirard; número 75 en la calle de La Harpe.

      -Está bien - dijo el cardenal.

      A estas palabras, cogió una campanilla de plata y llamó; el official volvió a entrar.

      -Idme a buscar a Rochefort - dijo a media voz-, y que venga inmediatamente si ha vuelto.

      -El conde está ahí - dijo el official-, pide hablar al instante con Vuestra Eminencia.

      -¡Con Vuestra Eminencia! - murmuró Bonacieux, que sabía que tal era el título que ordinariamente se daba al señor cardenal-. ¡Con Vuestra Eminencia!

      -¡Que venga entonces, que venga! - dijo vivamente Richelieu.

      El official se lanzó fuera de la habitación con esa rapidez que ponían de ordinario todos los servidores del cardenal en obedecerle.

      -¡Con Vuestra Eminencia! - murmuraba Bonacieux haciendo girar los ojos extraviados.

      No habían transcurrido cinco segundos desde la desaparición del official, cuando la puerta se abrió y un nuevo personaje entró.

      -¡Es él! - exclamó Bonacieux.

      -¿Quién es él? - preguntó el cardenal.

      -El que ha raptado a mi mujer.

      El cardenal llamó por segunda vez. El official reapareció.

      -Devolved este hombre a manos de sus dos guardias, y que espere a que yo lo llame ante mí.

      -¡No, monseñor! ¡No, no es él! - exclamó Bonacieux-. No, me he equivocado, es otro que se le parece algo. El señor es un hombre honrado.

      -Llevaos a este imbécil - dijo el cardenal.

      El official cogió a Bonacieux por debajo del brazo y volvió a llevarlo a la antecámara donde encontró a sus dos guardias.

      El nuevo personaje al que se acababa de introducir siguió con ojos de impaciencia a Bonacieux hasta que éste hubo salido,


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