Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas


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mosquetero dio dos pasos hacia adelante y apartó a D’Artagnan con la mano.

      D’Artagnan dio un salto hacia atrás y sacó su espada.

      Al mismo tiempo y con la rapidez de la centella, el desconocido sacó la suya.

      -¡En nombre del cielo, milord! - exclamó la señora Bonacieux arrojándose entre los combatientes y tomando las espadas con sus manos.

      -¡Milord! - exclamó D’Artagnan iluminado por una idea súbita-. ¡Milord! Perdón señor, es que vois sois…

      -Milord el duque de Buckingham - dijo la señora Bonacieux a media voz ; y ahora podéis perdernos a todos.

      -Milord, madame, perdón, cien veces perdón; pero yo la amaba, milord, y estaba celoso; vos sabéis lo que es amar, milord; perdonadme y decidme cómo puedo hacerme matar por vuestra gracia.

      -Sois un joven valiente - dijo Buckingham tendiendo a D’Artagnan una mano que éste apretó respetuosamente ; me ofrecéis vuestros servicios, los acepto; seguidnos a veinte pasos hasta el Louvre. ¡Y si alguien nos espía, matadlo!

      D’Artagnan puso su espada desnuda bajo su brazo, dejó adelantarse a la señora Bonacieux y al duque veinte pasos y los siguió, dispuesto a ejecutar a la letra las instrucciones del noble y elegante ministro de Carlos I.

      Pero afortunadamente el joven secuaz no tuvo ninguna ocasión de dar al duque aquella prueba de su devoción; y la joven y el hermoso mosquetero entraron en el Louvre por el postigo de L’Echelle sin haber sido inquietados.

      En cuanto a D’Artagnan, se volvió al punto a la taberna de la Pomme du Pin, donde encontró a Porthos y a Aramis que lo esperaban.

      Pero sin darles otra explicación sobre la molestia que les había causado, les dijo que había terminado solo el asunto para el que por un instante había creído necesitar su intervención.

      Y ahora, arrastrados como estamos por nuestro relato, dejemos a nuestros tres amigos volver cada uno a su casa, y sigamos por el laberinto del Louvre al duque de Buckingham y a su guía.

      Capítulo 12 Georges Villiers, duque de Buckingham

      Índice

      La señora Bonacieux y el duque entraron en el Louvre sin dificultad; la señora Bonacieux era conocida por pertenecer a la reina; el duque llevaba el uniforme de los mosqueteros del señor de Tréville que, como hemos dicho, estaba de guardia aquella noche. Además, Germain era adicto a los intereses de la reina, y si algo pasaba, la señora Bonacieux sería acusada de haber introducido a su amante en el Louvre, eso es todo; cargaba con el crimen: su reputación estaba perdida, cierto, pero ¿qué valor tiene en el mundo la reputación de una simple mercera?

      Un vez entrados en el interior del patio, el duque y la joven siguieron el pie de los muros durante un espacio de unos veinticinco pasos; recorrido ese espacio la señora Bonacieux empujó una pequeña puerta de servicio, abierta durante el día, pero cerrada generalmente por la noche; la puerta cedió; los dos entraron y se encontraron en la oscuridad, pero la señora Bonacieux conocía todas las vueltas y revueltas de aquella parte del Louvre, destinada a las personas de la servidumbre. Cerró las puertas tras ella, tomó al duque por la mano, dio algunos pasos a tientas, asió una barandilla, tocó con el pie un escalón y comenzó a subir la escalera; el duque contó dos pisos. Entonces ella torció a la derecha, siguió un largo corredor, volvió a bajar un piso, dio algunos pasos más todavía, introdujo una llave en una cerradura, abrió una puerta y empujó al duque en una habitación iluminada solamente por una lámpara de noche diciendo: «Quedad aquí, milord duque, vendrán». Luego salió por la misma puerta, que cerró con llave, de suerte que el duque se encontró literalmente prisionero.

      Sin embargo, por más solo que se encontraba, hay que decirlo, el duque de Buckingham no experimentó por un instante siquiera temor; uno de los rasgos salientes de su carácter era la búsqueda de la aventura y el amor por lo novelesco. Valiente, osado, emprendedor, no era la primera vez que arriesgaba su vida en semejantes tentativas; había sabido que aquel presunto mensaje de Ana de Austria, fiado en el cual había venido a París, era una trampa, y en lugar de regresar a Inglaterra, abusando de la posición en que se le había puesto, había declarado a la reina que no partiría sin haberla visto. La reina se había negado rotundamente al principio, luego había temido que el duque, exasperado, cometiese alguna locura. Ya estaba decidida a recibirlo y a suplicarle que partiese al punto cuando, la tarde misma de aquella decisión, la señora Bonacieux, que estaba encargada de ir a buscar al duque y conducirle al Louvre, fue raptada. Durante dos días se ignoró completamente lo que había sido de ella, y todo quedó en suspenso. Pero una vez libre, una vez puesta de nuevo en contacto con La Porte, las cosas habían recuperado su curso, y ella acababa de realizar la peligrosa empresa que, sin su arresto, habría ejecutado tres días antes.

      Buckingham, que se había quedado solo, se acercó a un espejo. Aquel vestido de mosquetero le iba de maravilla.

      A los treinta y cinco años que entonces tenía, pasaba, y con razón, por el gentilhombre más hermoso y por el caballero más elegante de Francia y de Inglaterra.

      Favorito de dos reyes, rico en millones, todopoderoso en el reino que agitaba según su fantasía y calmaba a su capricho, Georges Villiers, duque de Buckingham, había emprendido una de esas existencias fabulosas que quedan en el curso de los siglos como asombro para la posteridad.

      Por eso, seguro de sí mismo, convencido de su poder, cierto de que las leyes que rigen a los demás hombres no podían alcanzarlo, iba erecho al fin que se había fijado, por más que ese fin fuera tan elevado y tan deslumbrante que para cualquier otro sólo mirarlo habría sido locura. Así es como había conseguido acercarse varias veces a la bella y orgullosa Ana de Austria y hacerse amar a fuerza de deslumbramiento.

      Georges Villiers se situó, pues, ante un espejo, como hemos dicho, devolvió a su bella cabellera rubia las ondulaciones que el peso del sombrero le había hecho perder, se atusó su mostacho, y con el corazón todo henchido de alegría, feliz y orgulloso de alcanzar el momento que durante tanto tiempo había deseado, se sonrió a sí mismo de orgullo y de esperanza.

      En aquel momento, un puerta oculta en la tapicería se abrió y apareció una mujer. Buckingham vio aquella aparición en el cristal; lanzó un grito, ¡era la reina!

      Ana de Austria tenía entonces veintiséis o veintisiete años, es decir, se encontraba en todo el esplendor de su belleza.

      Su caminar era el de una reina o de una diosa; sus ojos, que despedían reflejos de esmeralda, eran perfectamente bellos, y al mismo tiempo llenos de dulzura y de majestad.

      Su boca era pequeña y bermeja y aunque su labio inferior, como el de los príncipes de la Casa de Austria, sobresalía ligeramente del otro, era eminentemente graciosa en la sonrisa, pero también profundamente desdeñosa en el desprecio.

      Su piel era citada por su suavidad y su aterciopelado, su mano y sus brazos eran de una belleza sorprendente y todos los poetas de la época los cantaban como incomparables.

      Finalmente, sus cabellos, que de rubios que eran en su juventud se habían vuelto castaños, y que llevaba rizados, muy claros y con mucho polvo, enmarcaban admirablemente su rostro, en el que el censor más rígido no hubiera podido desear más que un poco menos de rouge, y el escultor más exigente sólo un poco más de finura en la nariz.

      Buckingham permaneció un instante deslumbrado; jamás Ana de Austria le había parecido tan bella en medio de los bailes, de las fiestas, de los carruseles como le pareció en aquel momento, vestida con un simple vestido de satén blanco y acompañada de doña Estefanía, la única de sus mujeres españolas que no había sido expulsada por los celos del rey y por las persecuciones de Richelieu.

      Ana de Austria dio dos pasos hacia adelante; Buckingham se precipitó a sus rodillas y, antes de que la reina hubiera podido impedírselo, besó los bajos de su vestido.

      -Duque, ya sabéis


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