Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
mármol se calentaría; mas, ¿qué queréis? Cuando se ama se cree fácilmente en el amor; además, no he perdido todo en este viaje, puesto que os veo.
-Sí - respondió Ana-, pero debéis saber por qué y cómo os veo, milord. Os veo por piedad hacia vos mismo; os veo porque, insensible a todas mis penas, os habéis obstinado en permanecer en una ciudad en la que, permaneciendo, corréis riesgo de la vida y me hacéis a mí correr el riesgo de mi honor; os veo para deciros que todo nos separa, las profundidades del mar, la enemistad de los reinos, la santidad de los juramentos. Es sacrilegio luchar contra tantas cosas, milord. Os veo, en fin para deciros que no tenemos que vernos más.
-Hablad, señora; hablad, reina - dijo Buckingham ; la dulzura de vuestra voz cubre la dureza de vuestras palabras. ¡Vos habláis de sacrilegio! Pero el sacrilegio está en la separación de corazones que Dios había formado el uno para el otro.
-Milord - exclamó la reina-, olvidáis que nunca os he dicho que os amaba.
-Pero jamás me habéis dicho que no me amarais; y, realmente, decirme semejantes palabras, sería por parte de vuestra majestad una ingratitud demasiado grande. Porque, decidme, ¿dónde encontráis un amor semejante al mío, un amor que ni el tiempo, ni la ausencia, ni la desesperación pueden apagar, un amor que se contenta con una cinta extraviada, con una mirada perdida, con una palabra escapada? Hace tres años, señora, que os vi por primera vez, y desde hace tres años os amo así. ¿Queréis que os diga cómo estabais vestida la primera vez que os vi? ¿Queréis que detalle cada uno de los adornos de vuestro tocado? Mirad, aún lo veo; estabais sentada en un cojín cuadrado, a la moda de España; teníais un vestido de satén verde con brocados de oro y de plata; las mangas colgantes y anudadas sobre vuestros hellos brazos, sobre esos brazos admirables, con gruesos diamantes; teníais una gorguera cerrada, un pequeño bonete sobre vuestra cabeza del color de vuestro vestido, y sobre ese bonete una pluma de garza. ¡Oh! Mirad, mirad, cierro los ojos y os veo tal cual erais entonces; los abro y os veo cual sois ahora, es decir, ¡cien veces más bella aún!
-¡Qué locura! - murmuró Ana de Austria, que no tenía el valor de admitirle al duque haber conservado tan bien su retrato en su corazón-. ¡Qué locura alimentar una pasión inútil con semejantes recuerdos!
-¿Y con qué queréis entonces que yo viva? Yo no tengo más que recuerdos. Es mi felicidad, es mi tesoro, es mi esperanza. Cada vez que os veo, es un diamante más que guardo en el escriño de mi corazón. Este es el cuarto que vos dejáis caer y que yo recojo; porque en tres años, señora, no os he visto más que cuatro veces: esa primera de que acabo de hablaros, la segunda en casa de la señora de Chevreuse, la tercera en los jardines de Amiens.
-Duque - dijo la reina ruborizándose - no habléis de esa noche.
-¡Oh! Al contrario, hablemos, señora, hablemos de ella; es la noche feliz y resplandeciente de mi vida. ¿Os acordáis de la bella noche que hacía? ¡Cuán dulce y perfumado era el aire, cuán azul el cielo todo esmaltado de estrellas! ¡Ah! Aquella vez, señora, pude estar un instante a solas con vos; aquella vez vos estabais dispuesta a decirme todo: el aislamiento de vuestra vida, las penas de vuestro corazón. Vos estabais apoyada en mi brazo, mirad, en éste. Al inclinar mi cabeza a vuestro lado, yo sentía vuestros hermosos cabellos rozar mi rostro, y cada vez que me rozaban yo temblaba de la cabeza a los pies. ¡Oh, reina, reina! ¡Oh! No sabéis cuánta felicidad del cielo, cuánta alegría del paraíso hay encerradas en un momento semejante. Mirad, mis bienes, mi fortuna, mi gloria, ¡todos los días que me quedan por vivir a cambio de un momento semejante y de una noche parecida! Porque esa noche, señora, esa noche vos me amabais, os lo juro.
-Milord, es posible, sí, que la influencia del lugar, que el encanto de aquella hermosa noche, que la fascinación de vuestra mirada, que esas mil circunstancias, en fin, que se juntan a veces para perder a una mujer, se hayan agrupado en torno mío en aquella noche fatal; pero ya lo visteis, milord; la reina vino en ayuda de la mujer que flaqueaba: a la primera palabra que osasteis decir, a la primera osadía a la que tuve que responder, pedí ayuda.
-¡Oh! Sí, sí, eso es cierto, y cualquier otro amor distinto al mío habría sucumbido a esa prueba; pero mi amor, en mi caso, ha salido de ella ardiente y más eterno. Creisteis huir de mí volviendo a París, creisteis que no osaría abandonar el tesoro que mi amo me había encargado vigilar. ¡Ah, qué me importan a mí todos los tesoros del mundo ni todos los reyes de la tierra! Ocho días después, yo estaba de regreso, señora. Y esa vez, nada tuvisteis que decirme: yo había arriesgado mi favor, mi vida, por veros un segundo, no toqué siquiera vuestra mano, y vos me perdonasteis al verme tan sometido y arrepentido.
-Sí, pero la calumnia se ha apoderado de todas esas locuras en las que yo no contaba para nada, y vos lo sabéis bien, milord. El rey, excitado por el señor cardenal, organizó un escándalo terrible: la señora de Vernet ha sido echada, Putange exiliado, la señora de Chevreuse ha caído en desgracia, y cuando vos quisisteis volver como embajador de Francia, recordad, milord, que el rey mismo se opuso.
-Sí, y Francia va a pagar con una guerra el rechazo de su rey. Yo no puedo veros, señora; pues bien, quiero que cada día oigáis hablar de mí. ¿Qué otro objetivo pensáis que han tenido esa expedición de Ré y esa liga con los protestantes de la Rochelle que proyecto? ¡El placer de veros!. No tengo la esperanza de penetrar a mano armada hasta Paris, lo sé de sobra; pero esta guerra podrá llevar a una paz, esa paz necesitará un negociador, ese negociador seré yo. Entonces no se atreverán a rechazarme, y volveré a Paris, y os veré, y seré feliz un instante. Cierto que miles de hombres habrán pagado mi dicha con su vida; pero ¿qué me importaría a mí, dado que os vuelvo a ver? Todo esto es quizá muy loco, quizá muy insensato; pero decidme, ¿qué mujer tiene un amante más enamorado? ¿Qué reina ha tenido un servidor más ardiente?
-Milord, milord, invocáis para vuestra defensa cosas que os acusan incluso; milord, todas esas pruebas de amor que queréis darme son casi crímenes.
-Porque vos no me amáis, señora; si me amaseis, todo esto lo veríais de otro modo; si me amaseis, ¡oh!, si vos me amaseis sería demasiada felicidad y me volvería loco. ¡Ah! La señora de Chevreuse, de la que hace un momento hablabais, la señora de Chevreuse ha sido menos cruel que vos; Holland - la amó y ella respondió a su amor.
-La señora de Chevreuse no era reina - murmuró Ana de Austria, vencida a pesar suyo por la expresión de un amor tan profundo.
-¿Me amaríais entonces si no lo fuerais, señora, decid, me amaríais entonces? ¿Puedo, pues, creer que es la dignidad sola de vuestro rango la que os hace cruel para mí? ¿Puedo, pues, creer que si vos hubierais sido la señora de Chevreuse, el pobre Buckingham habría podido esperar? Gracias por esas dulces palabras, mi bella Majestad, cien veces gracias.
-¡Ah! Milord, habéis entendido mal, habéis interpretado mal; yo no he querido decir…
-¡Silencio! ¡Silencio! - dijo el duque-. Si yo soy feliz por un error, no tengáis la crueldad de quitármelo. Lo habéis dicho vos misma, se me ha atraído a una trampa, tal vez deje mi vida en ella porque, mirad, es extraño, pero desde hace algún tiempo tengo presentimientos de que voy a morir - y el duque sonrió con una sonrisa triste y encantadora a la vez.
-¡Oh, Dios mío! - exclamó Ana de Austria con un acento de terror que probaba que sentía por el duque un interés mayor del que quería confesar.
-No os digo esto para asustaros, señora, no; es incluso ridículo lo que os digo, y creedme que no me preocupo nada por semejantes sueños. Pero esa palabra que acabáis de decirme, esa esperanza que casi me habéis dado, lo habrá pagado todo, incluso mi vida.
-¡Y bien! - dijo Ana de Austria-. Yo también, duque, tengo presentimientos, también yo tengo sueños. He soñado que os veía tendido, sangrando, víctima de una herida.
-¿En el lado izquierdo, no es verdad, con un cuchillo? - interrumpió Buckingham.
-Sí, eso es, milord, eso es, en el lado izquierdo, con un cuchillo. ¿Quién ha podido deciros que yo había tenido ese sueño? No lo he confiado más que a Dios, a incluso en mis plegarias.
-No quiero más, y vos me amáis, señora, está claro.