Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
pues, que la joven sacaba de su bolso un objeto blanco que desplegó con viveza y que tomó la forma de un pañuelo. Desplegado aquel objeto, hizo notar una esquina a su interlocutor.
Esto recordó a D’Artagnan aquel pañuelo que había encontrado a los pies de la señora Bonacieux, que le había recordado el que habia encontrado a los pies de Aramis.
¿Qué diablos podía, pues, significar aquel pañuelo?
Situado donde estaba, D’Artagnan no podía ver el rostro de Aramis, y decimos de Aramis porque el joven no tenía ninguna duda de que era su amigo quien dialogaba desde el interior con la dama del exterior; la curiosidad pudo en él más que la prudencia y aprovechando la preocupación en que la vista del pañuelo parecía sumir a los dos personajes que hemos puesto en escena, salió de su escondite, y raudo como una centella, pero ahogando el ruido de sus pasos, fue a pegarse a una esquina del muro, desde el que su mirada podía hundirse perfectamente en el interior de la habitación de Aramis.
Llegado allí, D’Artagnan pensó lanzar un grito de sorpresa: no era Aramis quien hablaba con la visitante nocturna, era una mujer. Sólo que D’Artagnan veía bastante para reconocer la forma de sus vestidos, pero no para distinguir sus rasgos.
En el mismo instante, la mujer de la habitación sacó un segundo pañuelo de su bolsillo y lo cambió por aquel que acababan de mostrarle. Luego entre las dos mujeres fueron pronunciadas algunas palabras. Por fin el postigo se cerró. La mujer que se hallaba en el exterior de la ventana se volvió y vino a pasar a cuatro pasos de D’Artagnan bajando la toca de su manto; pero la precaución había sido tomada demasiado tarde y D’Artagnan había reconocido a la señora Bonacieux.
¡La señora Bonacieux! La sospecha de que era ella le había cruzado por el espíritu cuando había sacado el pañuelo de su bolso; pero ¿por qué motivo la señora Bonacieux, que había enviado a buscar al señor de La Porte para hacerse llevar por él al Louvre, corría las calles de París sola a las once y media de la noche, con riesgo de hacerse raptar por segunda vez?
Era preciso, por tanto, que fuera por un asunto muy importante. ¿Y qué asunto hay importante para una mujer de veinticinco años? El amor.
Pero ¿era por su cuenta o por cuenta de otra persona por lo que se exponía a semejantes azares? Esto era lo que se preguntaba a sí mismo el joven, a quien el demonio de los celos mordía en el corazón ni más ni menos que a un amante titulado.
Había por otra parte un medio muy simple de asegurarse adónde iba la señora Bonacieux: era seguirla. Este medio era tan simple que D’Artagnan lo empleó naturalmente y por instinto.
Pero a la vista del joven que se separaba del muro como una estatua de su nicho, y al ruido de los pasos que oyó resonar tras ella, la señora Bonacieux lanzó un pequeño grito y huyó.
D’Artagnan corrió tras ella. No era una cosa difícil para él alcanzar a una mujer embarazada por su manto. La alcanzó, pues, un tercio más allá de la calle en que se había adentrado. La desgraciada estaba agotada, no de fatiga sino de terror, y cuando D’Artagnan le puso la mano sobre el hombro, ella cayó sobre una rodilla gritando con voz estrangulada:
-Matadme si queréis, pero no sabréis nada.
D’Artagnan la alzó pasándole el brazo en torno al talle; pero como sintió por su peso que estaba a punto de desvanecerse, se apresuró a traquilizarla con protestas de afecto. Tales protestas no significaban nada para la señora Bonacieux, porque semejantes protestas pueden hacerse con las peores intenciones del mundo; pero la voz era todo. La joven creyó reconocer el sonido de aquella voz; volvió a abrir los ojos, lanzó una mirada sobre el hombre que le había causado tan gran miedo y, al reconocer a D’Artagnan, lanzó un grito de alegría.
-¡Oh, sois vos! ¡Sois vos! - dijo-. ¡Gracias, Dios mío!
-Sí, soy yo - dijo D’Artagnan-, yo, a quien Dios ha enviado para velar por vos.
-¿Era con esa intención con la que me seguíais? - preguntó con una sonrisa llena de coquetería la joven cuyo carácter algo burlón la dominaba, y en la que todo temor había desaparecido desde el momento mismo en que había reconocido un amigo en aquel a quien había tomado por un enemigo.
-No - dijo D’Artagnan-, no, lo confieso, es el azar el que me ha puesto en vuestra ruta; he visto una mujer llamar a la ventana de uno de mis amigos…
-¿De uno de vuestros amigos? - interrumpió la señora Bonacieux. - Sin duda; Aramis es uno de mis mejores amigos.
-¡Aramis! ¿Quién es ése?
-Vamos! ¿Vais a decirme que no conocéis a Aramis?
-Es la primera vez que oigo pronunciar ese nombre.
-Entonces, ¿es la primera vez que vais a esa casa?
-Claro.
-¿Y no sabíais que estuviese habitada por un joven?
-No.
-¿Por un mosquetero?
-De ninguna manera.
-¿No es, pues, a él a quien veníais a buscar?
-De ningún modo. Además, ya lo habéis visto, la persona con quien he hablado es una mujer.
-Es cierto; pero esa mujer es de las amigas de Aramis.
-Yo no sé nada de eso.
-Se aloja en su casa.
-Eso no me atañe.
-Pero ¿quién es ella?
-¡Oh! Ese no es secreto mío.
-Querida señora Bonacieux, sois encantadora; pero al mismo tiempo sois la mujer más misteriosa…
-¿Es que pierdo con eso?
-No, al contrario, sois adorable.
-Entonces, dadme el brazo.
-De buena gana. ¿Y ahora?
-Ahora conducidme.
-¿Adónde?
-Adonde voy.
-Pero ¿adónde vais?
-Ya lo veréis, puesto - que me dejaréis en la puerta.
-¿Habrá que esperaros.
-Será inútil.
-Entonces, ¿volveréis sola?
-Quizá sí, quizá no.
-Y la persona que os acompañará luego, ¿será un hombre, será una mujer?
-No sé nada todavía.
-Yo sí, yo sí lo sabré.
-¿Y cómo?
-Os esperaré para veros salir.
-En ese caso, ¡adiós!
-¿Cómo?
-No tengo necesidad de vos.
-Pero habíais reclamado…
-La ayuda de un gentilhombre, y no la vigilancia de un espía.
-La palabra es un poco dura.
-¿Cómo se llama a los que siguen a las personas a pesar suyo?
-Indiscretos.
-La palabra es demasiado suave.
-Vamos, señora, me doy cuenta de que hay que hacer todo lo que vos queráis.
-¿Por qué privaros del mérito de hacerlo en seguida?
-¿No hay alguno que se ha arrepentido de ello?
-Y vos, ¿os arrepentís en realidad?
-Yo no sé nada de mí mismo. Pero lo que sé es que os prometo hacer todo lo que queráis si me dejáis acompañaros hasta donde vayáis.
Y me dejaréis después?
-Sí.
-¿Sin