Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
pero dos o tres rasguños hechos por la tizona del gascón les habían asustado. Diez minutos habían bastado a su derrota, y D’Artagnan se había hecho dueño del campo de batalla.
Los vecinos, que habían abierto las ventanas con la sagre fría peculiar de los habitantes de Paris en aquellos tiempos de tumultos y de riñas perpetuas, las volvieron a cenrar cuando hubieron visto huir a los cuatro hombres negros: su instinto les decía que por el momento todo estaba acabado.
Además se hacía tarde, y entonces, como hoy, se acostaban temprano en el barrio de Luxemburgo.
D’Artagnan, solo con la señora Bonacieux, se volvió hacia ella: la pobre mujer estaba derribada sobre un butacón y semidesvestida. D’Artagnan la examinó de una ojeada rápida.
Era una encantadora mujer de veinticinco a veintiséis años, morena con ojos azules, con una nariz ligeramente respingona, dientes admirables, un tinte marmóreo de rosa y de ópalo. Hasta ahí llegaban los signos que podían hacerla confundir con una gran dama. Las manos eran blancas, pero sin finura: los pies no anunciaban a la mujer de calidad. Afortunadamente, D’Artagnan no se hallaba preocupado todavía por estos detalles.
Mientras D’Artagnan examinaba a la señora Bonacieux y estaba a sus pies, como hemos dicho, vio en el suelo un fino pañuelo de batista, que recogió según su costumbre, y en una de cuyas esquinas reconoció la misma inicial que había visto en el pañuelo que le había obligado a batirse con Aramis.
Desde aquel momento, D’Artagnan desconfiaba de los pañuelos blasonados; por eso, sin decir nada, volvió a poner el que había recogido en el bolsillo de la señora Bonacieux.
En aquel instante, la señora Bonacieux recobraba el sentido. Abrió los ojos, miró con terror en torno suyo, vio que la habitación estaba vacía y que estaba sola con su liberador. Le tendió al punto las manos sonriendo. La señora Bonacieux tenía la sonrisa más encantadora del mundo.
-¡Ah, señor! - dijo ella-. Sois vos quien me habéis salvado; permitidme que os dé las gracias.
-Señora - dijo D’Artagnan-, no he hecho más que lo que todo gentilhombre hubiera hecho en mi lugar; no me debéis, pues, ningún agradecimiento.
-Claro que sí, señor, claro que sí, y espero probaros que no habéis prestado un servicio a una ingrata. Pero ¿qué querían de mí esos hombres, a los que al principio he tomado por ladrones, y por qué el señor Bonacieux no está aquí?
-Señora, esos hombres eran mucho más peligrosos de lo que pudiera serlo los ladrones, porque son agentes del señor cardenal, y en cuánto a vuestro marido, el - señor Bónacieux no está aquí porque ayer vinieron a prenderlo para conducirlo a la Bastilla.
-¡Mi marido en la Bastilla! - exclamó la señora Bonacieux-. ¡Oh, Dios mío! ¿Qué ha hecho? ¡Pobre querido mío, él, la inocencia misma!
Y alguna cosa como una sonrisa apuntaba sobre el rostro aún todo asustado de la joven.
-¿Qué ha hecho, señora? - dijo D’Artagnan-. Creo que su único crimen es tener a la vez la dicha y la desgracia de ser vuestro marido.
-Pero, señor, sabéis entonces…
-Sé que habéis sido raptada, señora.
-¿Y por quién? ¿Lo sabéis? ¡Oh, si lo sabéis, decídmelo!
-Por un hombre de cuarenta a cuarenta y cinco años, de pelo negro, de tez morena, con una cicatriz en la sien izquierda.
-¡Eso es, eso es! Pero ¿y su nombre?
-¡Ah, su nombre! Es lo que yo ignoro.
-¿Y mi marido sabía que había sido raptada?
-Había sido advertido por una carta que le había escrito el raptor mismo.
-¿Y sospecha - preguntó la señora Bonacieux con apuro - la causa de este suceso?
-Lo atribuía, según creo, a una causa política.
-Yo al principio dudé, y ahora pienso como él. ¿Así es que mi querido Bonacieux no ha sospechado ni un solo instante de mí… ?
-¡Lejos de ello, señora, estaba muy orgulloso de vuestra sabiduría y sobre todo de vuestro amor!
Una segunda sonrisa casi imperceptible afloró a los labios rosados de la hermosa joven.
-Pero - prosiguió D’Artagnan - ¿cómo habéis huido?
-He aprovechado un momento en que me han dejado sola, y como desde esta mañana sabía a qué atenerme sobre mi rapto, con la ayuda de mis sábanas he bajado por la ventana; entonces, como creía aquí a mi marido, he acudido corriendo.
-¿Para poneros bajo su protección?
-¡Oh! No, pobre hombre, yo sabía de sobra que él era incapaz de defenderme; pero como podía servirnos para otra cosa, quería prevenirle.
-¿De qué?
-¡Oh! Ese no es mi secreto, no puedo por tanto decíroslo.
-Y además - dijo D’Artagnan - (perdón, señora, si, como guardia que soy, os llamo a la prudencia), además creo que no estamos aquí en lugar oportuno para hacer confidencias. Los hombres que he puesto en fuga van a volver con ayuda; si nos encuentran aquí, estamos perdidos. Yo he hecho avisar a tres de mis amigos, pero ¡quién sabe si los habrán encontrado en sus casas!
-Sí, sí, tenéis razón - exclamó la señora Bonacieux asustada ; huyamos, corramos.
Tras estas palabras, pasó su brazo bajo el de D’Artagnan y lo apretó vivamente.
-Pero ¿adónde huir? - dijo D’Artagnan-. ¿Adónde correr?
-Lo primero, alejémonos de esta casa, después ya veremos.
Y la joven y el joven, sin molestarse en cerrar la puerta, descendieron rápidamente por la calle des Fossoyeurs, se adentraron por la calle des Fossés Monsieur le Prince y no se detuvieron hasta la plaza Saint-Sulpice.
-¿Y ahora qué vamos a hacer - preguntó D’Artagnan - y adónde queréis que os conduzca?
-Me resulta muy difícil responderos, os lo confieso - dijo la señora Bonacieux ; mi intención era hacer avisar al señor de La Porte por medio de mi marido, a fin de que el señor de La Porte pudiera decirnos precisamente lo que había pasado en el Louvre desde hacía tres días, y si había peligro para mí en presentarme.
-Pero yo - dijo D’Artagnan - puedo avisar al señor de La Porte.
-Sin duda; sólo que hay un obstáculo, y es que al señor Bonacieux lo conocen en el Louvre y le dejarían pasar, mientras que a vos no os conocen y os cerrarán la puerta.
-¡Ah, bah! - dijo D’Artagnan-. Vos tenéis en algún postigo del Louvre un conserje que os es adicto, y que gracias a una contraseña…
La señora Bonacieux miró fijamente al joven.
-¿Y si os diera esa contraseña - dijo ella - la olvidaríais tan pronto como la hubierais utilizado?
-¡Palabra de honor, a fe de gentilhombre! - dijo D’Artagnan con un acento en cuya verdad nadie podía equivocarse.
-Bueno, os creo: tenéis aspecto de joven valiente y por otra parte vuestra fortuna está quizá al cabo de vuestra dedicación.
-Haré sin promesa y por conciencia todo cuanto pueda para servir al rey y ser agradable a la reina - dijo D’Artagnan ; disponed, pues, de mí como de un amigo.
-¿Y a mí dónde me meteréis durante ese tiempo?
-¿No tenéis una persona a cuya casa pueda el señor de La Porte venir a buscaros?
-No, no quiero fiarme de nadie.
-Esperad - dijo D’Artagnan-, estamos a la puerta de Athos. Sí, ésta es.
-¿Quién es Athos?
-Uno de mis amigos.
-¿Y