Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas


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la reina, y se la quiere alejar de su ama, o intimidarla por estar al tanto de los secretos de Su Majestad, o seducirla para servirse de ella como espía.

      -Es probable - dijo D’Artagnan ; pero al hombre que la ha raptado, ¿lo conocéis?

      -Os he dicho que creía conocerle.

      -¿Su nombre?

      -No lo sé; lo que únicamente sé es que es una criatura del cardenal, su instrumento ciego.

      -Pero ¿lo habéis visto?

      -Sí, mi mujer me lo ha mostrado un día.

      -¿Tiene algunas señas por las que se le pueda reconocer?

      -Por supuesto, es un señor de gran estatura, pelo negro, tez morena, mirada penetrante, dientes blancos y una cicatriz en la sien.

      -¡Una cicatriz en la sien! - exclamó D’Artagnan-. Y además dientes blancos, mirada penetrante, tez morena, pelo negro y gran estatura. ¡Es mi hombre de Meung!

      -¿Es vuestro hombre, decís?

      -Sí, sí; pero esto no importa. No, me equivoco, esto simplifica mucho las cosas por el contrario; si vuestro hombre es el mío, ejecutaré dos venganzas de un golpe; eso es todo; pero ¿dónde coger a ese hombre?

      -No lo sé.

      -¿No tenéis ninguna información sobre su domicilio?

      -Ninguna; un día que yo llevaba a mi mujer al Louvre, él salía al tiempo que ella iba a entrar, y me lo señaló.

      -¡Diablo! ¡Diablo! - murmuró D’Artagnan-. Todo esto es muy vago. ¿Por quién habéis sabido el rapto de vuestra mujer?

      -Por el señor de La Porte.

      -¿Os ha dado algún detalle?

      -El no tenía ninguno.

      -¿Y vos no habéis sabido nada por otro lado?

      -Sí, he recibido…

      -¿Qué?

      -Pero no sé si no cometo una gran imprudencia.

      -¿Volvéis otra vez a las andadas? Sin embargo, os haré observar que esta vez es algo tarde para retrocedes.

      -Yo no retrocedo, voto a bríos - exclamó el burgués jurando para hacerse ilusiones-. Además, palabra de Bonacieux…

      -Os llamáis Bonacieux? - le interrumpió D’Artagnan.

      -Sí, ése es mi nombre.

      -Decíais, pues, ¡palabra de Bonacieux! Perdón si os he interrumpido; pero me parecía que ese nombre no me era desconocido.

      -Es posible, señor. Yo soy vuestro casero.

      -¡Ah, ah! - dijo D’Artagnan semincorporándose y saludando-. ¿Sois mi casero?

      -Sí, señor, sí. Y como desde hace tres meses estáis en mi casa, y como, distraído sin duda por vuestras importantes ocupaciones, os habéis olvidado de pagar mi alquiler, como, digo yo, no os he atormentado un solo instante, he pensado que tendríais en cuenta mi delicadeza.

      -¡Cómo no, mi querido señor Bonacieux! - prosiguió D’Artagnan-. Creed que estoy plenamente agradecido por semejante proceder y que, como os he dicho, si puedo serviros en algo…

      -Os creo, señor, os creo, y como iba diciéndoos, palabra de Bonacieux, tengo confianza en vos.

      -Acabad, pues, lo que habéis comenzado a decirme.

      El burgués sacó un papel de su bolsillo y lo presentó a D’Artagnan.

      -¡Una carta! - dijo el joven.

      -Que he recibido esta mañana.

      D’Artagnan la abrió, y como el día empezaba a declinar, se acercó a la ventana. El burgués le siguió.

      «No busquéis a vuestra mujer - leyó D’Artagnan ; os será devuelta cuando ya no haya necesidad de ella. Si dais un solo paso para encontrarla estáis perdido.»

      -Desde luego es positivo - continuó D’Artagnan ; pero, después de todo, no es más que una amenaza.

      -Sí, peso esa amenaza me espanta; yo, señor, no soy un hombre de espada en absoluto; y le tengo miedo a la Bastilla.

      -¡Hum! - hizo D’Artagnan-. Pero es que yo temo la Bastilla tanto como vos. Si no se tratase más que de una estocada, pase todavía.

      -Sin embargo, señor, había contado con vos para esta ocasión.

      ¿Sí?

      -Al veros rodeado sin cesar de mosqueteros de aspecto magnífico y reconocer que esos mosqueteros eran los del señor de Tréville, y por consiguiente enemigos del cardenal, había pensado que vos y vuestros amigos, además de hacer justicia a nuestra pobre reina, estaríais encantados de jugarle una mala pasada a Su Eminencia.

      -Sin duda.

      -Y además había pensado que, debiéndome tres meses de alquiler de los que nunca os he hablado…

      -Sí, sí, ya me habéis dado ese motivo, y lo encuentro excelente.

      -Contando además con que, mientras me hagáis el honor de permanecer en mi casa, no os hablaré nunca de vuestro alquiler futuro…

      -Muy bien.

      -Y añadid a eso, si fuera necesario, que cuento con ofreceros una cincuentena de pistolas si, contra toda probabilidad, os hallarais en apuros en este momento.

      -De maravilla; pero entonces, ¿sois rico, mi querido señor Bonacieux?

      -Vivo con desahogo, señor, esa es la palabra; he amontonado algo así como dos o tres mil escudos de renta en el comercio de la mercería, y sobre todo colocado al unos fondos en el último viaje del célebre navegante Jean Mocquet de suerte que, como comprenderéis, señor… ¡Ah! Pero… - exclamó el burgués.

      -¿Qué? - preguntó D’Artagnan.

      -¿Qué veo ahî?

      -¿Dónde?

      -En la calle, frente a vuestras ventanas, en el hueco de aquella puerta: un hombre embozado en una capa.

      -¡Es él! - gritaron a la vez D’Artagnan y el burgués, reconociendo los dos al mismo tiempo a su hombre.

      -¡Ah! Esta vez - exclamó D’Artagnan saltando sobre su espada-, esta vez no se me escapará.

      Y sacando su espada de la vaina, se precipitó fuera del alojamiento.

      En la escalera encontró a Athos y Porthos que venían a verle. Se apartaron. D’Artagnan pasó entre ellos como una saeta.

      -¡Vaya! ¿Adónde comes de ese modo? - le gritaron al mismo tiempo los dos mosqueteros.

      -¡El hombre de Meung! - respondió D’Artagnan, y desapareció.

      D’Artagnan había contado más de una vez a sus amigos su aventura con el desconocido, así como la aparición de la bella viajera a la que aquel hombre había parecido confiar una misiva tan importante.

      La opinión de Athos había sido que D’Artagnan había perdido su carta en la pelea. Un gentilhombre, según él - y, por la descripción que D’Artagnan había hecho del desconocido, no podía ser más que un gentilhombre-, un gentilhombre debía ser incapaz de aquella bajeza, de robar una carta.

      Porthos no había visto en todo aquello más que una cita amorosa dada por una dama a un caballero o por un caballero a una dama, y que había venido a turbar la presencia de D’Artagnan y de su caballo amarillo.

      Aramis había dicho que esta clase de cosas, por ser misteriosas, más valía no profundizarlas.

      Comprendieron, pues por algunas palabras escapadas a D’Artagnan, de qué asunto se trataba, y como pensaron que después de haber cogido a su hombre o haberlo perdido de vista, D’Artagnan terminaría por volver a subir a su casa, prosiguieron su camino.


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