Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas


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su hurañía y su mutismo hacían de él casi un viejo; para no ir contra sus costumbres había habituado a Grimaud a obedecerle a un simple gesto o a un simple movimiento de labios. No le hablaba más que en las circunstancias supremas.

      A veces, Grimaud, que temía a su amo como al fuego, teniendo a la vez por su persona un gran apego y por su genio una gran veneración, creía haber entendido perfectamente lo que deseaba, se apresuraba para ejecutar la orden recibida y hacía precisamente lo contrario. Entonces Athos se encogía de hombros y sin encolerizarse vapuleaba a Grimaud. Esos días hablaba un poco.

      Porthos, como se habrá podido ver, tenía un carácter completamente opuesto al de Athos: no sólo hablaba mucho, sino que hablaba a voz en grito; poco le importaba por otro lado, hay que hacerle justicia, que se le escuchase o no; hablaba por el placer de hablar y por el placer de oírse; hablaba de todo salvo de ciencias, alegando a este respecto el odio inveterado que desde su infancia tenía, segun decía, a los sabios. Tenía menos estilo que Athos, y el sentimiento de su inferioridad a este respecto a menudo le había hecho, desde el comienzo de su relación, injusto con ese gentilhombre, al que se había esforzado por superar con sus espléndidos trajes. Pero con una simple casaca de mosquetero y sólo por su forma de echar atrás la cabeza y dar un paso, Athos ocupaba en el mismo instante el sitio que le era debido y relegaba al fastuoso Porthos a segunda fila. Porthos se consolaba llenando la antecámara del señor de Tréville y los cuerpos de guardia del Louvre con el estruendo de sus aventuras galantes, de las que Athos no hablaba nunca; y por el momento, tras haber pasado de la nobleza de ropa a la nobleza de espada, de la fontanera a la baronesa, no había para Porthos otra cosa que una princesa extranjera que le quería una enormidad.

      Un viejo proverbio dice: «A tal amo, tal criado.» Pasemos, pues, del criado de Athos al criado de Porthos, de Grimaud a Mosquetón.

      Mosquetón era un normando a quien su amo había cambiado el pacífico nombre de Boniface por el infinitamente más sonoro y belicoso de Mosquetón. Había entrado al servicio de Porthos a condición de ser vestido y alojado solamente, pero de modo magnífico; no exigía más que dos horas diarias para consagrarlas a una industria que debía bastarle a satisfacer sus demás necesidades. Porthos había aceptado el trato: la cosa iba de maravilla. Hacía cortar para Mosquetón jubones de sus vestidos viejos y de sus capas de repuesto, y gracias a un sastre muy inteligente que le ponía sus pingajos como nuevos dándoles la vuelta, y de cuya mujer se sospechaba que quería hacer descender a Porthos de sus costumbres aristocráticas, Mosquetón hacía muy buena figura detrás de su amo.

      En cuanto a Aramis, cuyo carácter creemos haber expuesto suficientemente - carácter que, por lo demás, como el de sus compañeros, podremos seguir en su desarrollo-, su lacayo se llamaba Bazin. Debido a la esperanza que su amo tenía de recibir un día las órdenes, iba vestido siempre de negro, como debe estarlo el servidor de un eclesiástico. Era un hombre del Berry, de treinta y cinco a cuarenta años, dulce, apacible, regordete, que ocupaba los ocios que su amo le dejaba leyendo obras pías, haciendo si acaso para dos una cena de pocos platos pero excelente. Por lo demás, era mudo, ciego, sordo y de una fidelidad a toda prueba.

      Ahora que conocemos, aunque no sea más que superficialmente, a amos y criados, pasemos a las viviendas ocupadas por cada uno de ellos.

      Athos vivía en la calle Férou, a dos pasos del Luxemburgo; su alojamiento se componía de dos pequeñas habitaciones, muy decentemente amuebladas, en una casa adornada, cuya hospedera aún joven y realmente todavía bella le ponía inútilmente ojos de cordera. Algunos retazos de un gran esplendor pasado se manifestaba aquí y allá en las paredes de este modesto alojamiento: era, por ejemplo, una espada, ricamente damasquinada, que remontaba por la forma a los tiempos de Francisco I y cuya empuñadura solamente, incrustada de piedras preciosas, podía valer doscientas pistolas y que sin embargo, en sus momentos de mayor penuria, Athos no había consentido nunca en empeñar ni en vender. Aquella espada había sido durante mucho tiempo la ambición de Porthos. Porthos habría dado diez años de su vida por poseer aquella espada.

      Cierto día que tenía una cita con una duquesa, trató incluso de pedirla en préstamo a Athos. Athos, sin decir nada, vació sus bolsillos, amontonó todas sus joyas: bolsas, cordones y cadenas de oro, y ofreció todo a Porthos; pero en cuanto a la espada, le dijo, estaba empotrada en su sitio y sólo debía dejarlo cuando su amo abandonara su alojamiento. Además de su espada, había también un retrato que representaba a un señor de los tiempos de Enrique III, vestido con la mayor elegancia, y que llevaba la encomienda del Santo Espíritu, y este retrato tenía con Athos ciertos parecidos de líneas, ciertas similitudes de familia que indicaban que aquel gran señor, caballero de órdenes del rey, era su antepasado.

      Finalmente, un cofre de magnífica orfebrería, con las mismas armas que la espada y el retrato, hacía un juego de chimenea que se daba de patadas espantosamente con el resto de los adornos. Athos llevaba siempre consigo la llave de aquel cofre. Pero cierto día lo había abierto delante de Porthos, y Porthos había podido asegurarse de que el cofre no contenía más que cartas y papeles: cartas de amor y papeles de familia sin duda.

      Porthos vivía en un piso muy amplio y de aparencia suntuosa, en la calle del Vieux Colombier. Cada vez que pasaba con un amigo por delante de sus ventanas, en una de las cuales Mosquetón estaba siempre vestido con gran librea, Porthos alzaba la cabeza y la mano y decía: ¡He ahí mi mansión! Pero jamás se le encontraba en casa, jamás invitaba a nadie a subir, y nadie podía hacerse una idea de lo que aquella suntuosa apariencia encerraba de riquezas reales.

      En cuanto a Aramis, habitaba un pequeño piso compuesto por un gabinete un comedor y un dormitorio, dormitorio que, situado como el resto del alojamiento en la planta baja, daba a un pequeño jardín lozano, verde, umbroso a impenetrable a los ojos del vecindario.

      En cuanto a D’Artagnan, ya sabemos cómo se había alojado y ya hemos trabado conocimientos con su lacayo, maese Planchet.

      D’Artagnan, que era muy curioso por naturaleza, como lo son por lo demás las personas que tienen el genio de la intriga, hizo cuantos esfuerzos pudo por saber lo que eran realmente Athos, Porthos y Aramis; porque bajo esos nombres de guerra, cada uno de los jóvenes ocultaba sus nombres de gentilhombre, Athos sobre todo, que olía a gran señor a la legua. Se dirigió, pues, a Porthos para informarse sobre Athos y Aramis, y a Aramis para conocer a Porthos.

      Por desgracia, el propio Porthos no sabía de la vida de su silencioso camarada más de lo que había dejado traslucir. Se decía que había tenido grandes fracasos en sus aventuras amorosas, y que una horrible traición había envenenado para siempre la vida de aquel hombre galante. ¿Cuál era esa traición? Todos lo ignoraban.

      En cuanto a Porthos, a excepción de su verdadero nombre, que sólo el señor de Tréville sabía, así como el de sus dos camaradas, su vida era fácil de conocer. Vanidoso a indiscreto, se veía a su través como a través de un cristal. Lo único que hubiera podido despistar al investigador habría sido creerse todo lo bueno que él mismo decía de sí.

      En cuanto a Aramis, pese a su aire de no tener ningún secreto, era - muchacho todo adobado en misterios, que respondía poco a las preguntas que se le hacían sobre los otros, y eludía aquellas que se le hacían sobre él. Un día, D’Artagnan, después de haberle interrogado largo tiempo sobre Porthos y haberse enterado del rumor que corría sobre las aventuras galantes del mosquetero con una princesa, quiso saber a qué atenerse sobre las aventuras de su interlocutor.

      -Y vos, querido compañero - le dijo-, ¿vos qué habláis de las baronesas, de las condesas y de las princesas de los demás?

      -Perdón - interrumpió Aramis-, he hablado porque el propio Porthos habla de ellas, porque ha gritado todas esas hermosas cosas delante de mí. Pero, mi querido señor D’Artagnan, creed que, si las hubiera recibido de otra fuente, o si me hubieran sido confiadas, no habría habido confesor más discreto que yo.

      -No lo dudo - prosiguió D’Artagnan ; pero, en fin, me parece que vos mismo tenéis bastante familiaridad con los escudos de armas: testigo, cierto pañuelo bordado al que debo el honor de vuestro conocimiento.

      Aramis aquella vez no se enfadó, sino que adoptó su aire más modesto y respondió afectuosamente:


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