Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

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son culpables; por eso me veis, sire, dispuesto a devolveros mi espada; porque, después de haber acusado a mis soldados, no dudo que el señor cardenal terminará por acusarme a mí mismo; así, pues, es mejor que me constituya prisionero con el señor Athos, que ya está detenido, y con el señor d’Artagnan, a quien se arrestará sin duda.

      -Cabezota gascón - ¿terminaréis? - dijo el rey.

      -Sire - respondió Tréville sin bajar ni por asomo la voz-, ordenad que se me devuelva mi mosquetero o que sea juzgado.

      -Se le juzgará - dijo el cardenal.

      -¡Pues bien tanto mejor! Porque en tal caso pediré a Su Majestad permiso para abogar por él.

      El rey temió un estallido.

      -Si Su Eminencia - dijo - no tiene personalmente motivos…

      El cardenal vio venir al rey y se le adelantó.

      -Perdón - dijo-, pero desde el momento en que Vuestra Majestad ve en mí un juez predispuesto, me retiro.

      -Veamos - dijo el rey-. ¿Me juráis vos, por mi padre, que el señor Athos estaba con vos durante el suceso y que no ha tomado parte en él?

      -Por vuestro glorioso padre y por vos mismo, que sois lo que yo amo y venero más en el mundo, ¡lo juro!

      -¿Queréis reflexionar, sire? - dijo el cardenal-. Si soltamos de este modo al prisionero, no podremos conocer nunca la verdad.

      -El señor Athos seguirá estando ahí - prosigió el señor de Tréville-, dispuesto a responder cuando plazca a las gentes de toga interrogarlo. No escapará, señor cardenal, estad tranquilo, yo mismo respondo de él.

      -Claro que no desertará - dijo el rey-. Se le encontrará siempre, como dice el señor de Tréville. Además - añadió, bajando la voz y mirando con aire suplicante a Su Eminencia-, démosle seguridad: eso es política.

      Esta política de Luis XIII hizo sonreír a Richelieu.

      -Ordenad, sire - dijo-. Tenéis el derecho de gracia.

      -El derecho de gracia no se aplica más que a los culpables - dijo Tréville, que quería tener la última palabra - y mi mosquetero es inocente. No es, pues, gracia lo que vais a conceder, sire, es justicia.

      -¿Y está en Fort l’Evêque? - dijo el rey.

      -Sí, sire, y en secreto, en un calabozo, como el último de los criminales.

      -¡Diablos! ¡Diablos! - murmuró el rey-. ¿Qué hay que hacer?

      -Firmar la orden de puesta en libertad y todo estará dicho - añadió el cardenal-. Yo creo, como Vuestra Majestad, que la garantía del señor de Tréville es más que suficiente.

      Tréville se inclinó respetuosamente con una alegría que no estaba exenta de temor; hubiera preferido una resistencia porfiada del cardenal a aquella repentina facilidad.

      El rey firmó la orden de excarcelación y Tréville se la llevó sin demora.

      En el momento en que iba a salir, el cardenal le dirigió una sonrisa amistosa y dijo al rey:

      -Una buena armonía reina entre los jefes y los soldados de vuestros mosqueteros, sire; eso es muy beneficioso para el servicio y muy honorable para todos.

      -Me jugará alguna mala pasada de un momento a otro - decía Tréville-. Nunca se tiene la última palabra con un hombre semejante. Pero démonos prisa porque el rey puede cambiar de opinión en seguridad, y á fin de cuentas es más difícil volver a meter en la Bastilla o en Fort l’Evêque a un hombre que ha salido de ahí que guardar un prisionero que ya se tiene.

      El señor de Tréville hizo triunfalmente su entrada en el Fort l’Évêque, donde liberó al mosquetero, a quien su apacible indiferencia no había abandonado.

      Luego, la primera vez que volvió a ver a D’Artagnan, le dijo:

      -Escapáis de una buena, vuestra estocada a Jussac está pagada. Queda todavía la de Bernajoux, y no debéis fiaros demasiado.

      Por lo demás, el señor de Tréville tenía razón en desconfiar del cardenal y en pensar que no todo estaba terminado, porque apenas hubo cerrado el capitán de los mosqueteros la puerta tras él cuando Su Eminencia dijo al rey:

      -Ahora que no estamos más que nosotros dos, vamos a hablar seriamente, si place a Vuestra Majestad. Sire, el señor de Buckingham estaba en París desde hace cinco días y hasta esta mañana no ha partido.

      Capítulo 16 Donde el señor guardasellos Séguier buscó más de una vez la campana para tocarla como lo hacía antaño

      Índice

      Es imposible hacerse una idea de la impresión que estas pocas palabras produjeron en Luis XIII. Enrojeció y palideció sucesivamente; y el cardenal vio en seguida que acababa de conquistar de un solo golpe todo el terreno que había perdido.

      -¡El señor de Buckingham en Paris! - exclamó - ¿Y qué viene a hacer?

      -Sin duda, a conspirar con vuestros enemigos los hugonotes y los españoles.

      -¡No, pardiez, no! ¡A conspirar contra mi honor con la señora de Chevreuse, la señora de Longueville y los Condé!

      -¡Oh sire, qué idea! La reina es demasiado prudente y, sobre todo, ama demasiado a Vuestra Majestad.

      -La mujer es débil, señor cardenal - dijo el rey ; y en cuanto a amarme mucho, tengo hecha mi opinión sobre ese amor.

      -No por ello dejo de mantener - dijo el cardenal - que el duque de Buckingham ha venido a Paris por un plan completamente politico.

      -Y yo estoy seguro de que ha venido por otra cosa, señor cardenal; pero si la reina es culpable, ¡que tiemble!

      -Por cierto - dijo el cardenal-, por más que me repugne detener mi espíritu en una traición semejante, Vuestra Majestad me da que pensar: la señora de Lannoy, a quien por orden de Vuestra Majestad he interrogado varias veces, me ha dicho esta mañana que la noche pasada Su Majestad había estado en vela hasta muy tarde, que esta mañana había llorado mucho y que durante todo el día había estado escribiendo.

      -A él indudablemente - dijo el rey-. Cardenal, necesito los papeles de la reina.

      -Pero ¿cómo cogerlos, sire? Me parece que no es Vuestra Majestad ni yo quienes podemos encargarnos de una misión semejante.

      -¿Cómo se cogieron cuando la mariscala D’Ancre? - exclamó el rey en el más alto grado de cólera-. Se registraron sus armarios y por último se la registró a ella misma.

      -La mariscala D’Ancre no era más que la mariscala D’Ancre, una aventurera florentina, sire, eso es todo, mientras que la augusta esposa de Vuestra Majestad es Ana de Austria, reina de Francia, es decir, una de las mayores princesas del mundo.

      -Por eso es más culpable, señor duque. Cuanto más ha olvidado la alta posición en que estaba situada, tanto más bajo ha descendido. Además, hace tiempo que estoy decidido a terminar con todas sus pequeñas intrigas de política y de amor. A su lado tiene también a un tal La Porte…

      -A quien yo creo la clave de todo esto, lo confieso - dijo el cardenal.

      -Entonces, ¿vos pensáis, como yo, que ella me engaña? - dijo el rey.

      -Yo creo, y lo repito a Vuestra Majestad, que la reina conspira contra el poder de su rey, pero nunca he dicho contra su honor.

      -Y yo os digo que contra los dos; yo os digo que la reina no me ama; yo os digo que ama a otro; ¡os digo que ama a ese infame duque de Buckingham! ¿Por qué no lo habéis hecho arrestar mientras estaba en París?

      -¡Arrestar al duque! ¡Arrestar al primer ministro del rey Carlos I! Pensad en ello, sire. ¡Qué escándalo! Y si las sospechas de Vuestra Majestad, de las que yo sigo dudando, tuvieran


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