Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
cogió a un tal Cahusac, favorito del cardenal; Porthos tuvo a Biscarat y Aramis se vio frente a dos adversarios.
En cuanto a D’Artagnan, se encontró lanzado contra el mismo Jussac.
El corazón del joven gascón batía hasta romperle el pecho, no de miedo, a Dios gracias, del que no conocía siquiera la sombra, sino de emulación; se batía como un tigre furioso, dando vueltas diez veces en torno a su adversario, cambiando veinte veces sus guardias y su terreno. Jussac era, como se decía entonces, un enamorado de la espada, y la había practicado mucho; sin embargo, pasaba todos los apuros del mundo defendiéndose contra un adversario que, ágil y saltarín, se alejaba a cada momento de las reglas recibidas, atacando por todos los lados a la vez, y precaviéndose además como hombre que tiene el mayor respeto por su epidermis.
Por fin la lucha terminó por hacer perder la paciencia a Jussac. Furioso de ser tenido en jaque por aquel al que había mirado como a un niño, se calentó y comenzó a cometer errores. D’Artagnan que, a pesar de la práctica, poseía una profunda teoría, redobló la agilidad. Jussac, queriendo terminar, lanzó una terrible estocada a su adversario tirándose a fondo; pero éste paró primero, y mientras Jussac se ponía en pie, deslizándose como una serpiente bajo su acero, le pasó su espada a través del cuerpo. Jussac cayó como una mole.
D’Artagnan lanzó entonces una mirada inquieta y rápida sobre el campo de batalla.
Aramis había matado ya a uno de sus adversarios; pero el otro le acosaba vivamente. Sin embargo, Aramis estaba en buena situación y aún podía defenderse.
Biscarat y Porthos acababan de hacer un golpe doble: Porthos había recibido una estocada atravesándole el brazo, y Biscarat atravesándole el muslo. Pero como ninguna de las dos heridas era grave, no se batían sino con más encarnizamiento.
Athos, herido de nuevo por Cahusac, palidecía a ojos vistas, pero no retrocedía un ápice: se había limitado a cambiar de mano su espada, y se batía con la izquierda.
Según las leyes del duelo de esa época, D’Artagnan podía socorrer a uno; mientras buscaba con los ojos qué compañero tenía necesidad de su ayuda sorprendió una mirada de Athos. Aquella mirada era de una elocuencia sublime. Athos moriría antes que pedir socorro; pero podía mirar, y con la mirada pedir apoyo. D’Artagnan lo adivinó, dio un salto terrible y cayó sobre el flanco de Cahusac gritando:
-¡A mí, señor guardia, que yo os mato!
Cahusac se volvió, justo a tiempo. Athos, a quien sólo su extremado valor sostenía, cayó sobre una rodilla.
-¡Maldita sea! - gritó a D’Artagnan-. ¡No lo matéis, joven, os lo suplico; tengo un viejo asunto que terminar con él cuando esté curado y con buena salud! Desarmadle solamente, quitadle la espada. ¡Eso es, bien, muy bien!
Esta exclamación le había sido arrancada a Athos por la espada de Cahusac, que saltaba a veinte pasos de él. D’Artagnan y Cahusac se lanzaron a la vez, uno para recuperarla, el otro para apoderarse de ella; pero D’Artagnan, más rápido llegó el primero y puso el pie encima.
Cahusac corrió hacia aquel de los guardias que había matado Aramis, se apoderó de su acero y quiso volver a D’Artagnan; pero en su camino se encontró con Athos, que durante aquella pausa de un instante que le había procurado D’Artagnan había recuperado el aliento y que, por temor a que D’Artagnan le matase a su enemigo, quería volver a empezar el combate.
D’Artagnan comprendió que sería contrariar a Athos no dejarle actuar. En efecto, algunos segundos después, Cahusac cayó con la garganta atravesada por una estocada.
En ese mismo instante, Aramis apoyaba su espada contra el pecho de su adversario derribado, y le forzaba a pedir merced.
Quedaban Porthos y Biscarat: Porthos hacía mil fanfarronadas preguntando a Bicarat qué hora podía ser, y le felicitaba por la compañía que acababa de obtener su hermano en el regimiento de Navarra; pero, mientras bromeaba, nada ganaba. Biscarat era uno de esos hombres de hierro que no caen más que muertos.
Sin embargo, había que terminar. La ronda podía llegar y prender a todos los combatientes, heridos o no, realistas o cardenalistas. Athos, Aramis y D’Artagnan rodearon a Biscarat y le conminaron a rendirse. Aunque solo contra todos y con una estocada que le atravesaba el muslo, Biscarat quería seguir; pero Jussac, que se había levantado sobre el codo, le gritó que se rindiera. Biscarat era gascón como D’Artagnan; hizo oídos sordos y se contentó con reír, y entre dos quites, encontrando tiempo para dibujar con la punta de su espada un lugar en el suelo, dijo parodiando un versículo de la Biblia:
-Aquí morirá Biscarat, el único de los que están con él!
-Pero están cuatro contra ti; acaba, te lo ordeno.
-¡Ah! Si lo ordenas, es distinto - dijo Biscarat ; como eres mi brigadier, debo obedecer.
Y dando un salto hacia atrás, rompió la espada sobre su rodilla para no entregarla, arrojó los trozos por encima de la tapia del convento y se cruzó de brazos silbando un motivo cardenalista.
La bravura siempre es respetada, incluso en un enemigo. Los mosqueteros saludaron a Biscarat con sus espadas y las devolvieron a la vaina. D’Artagnan hizo otro tanto, y luego, ayudado por Biscarat, el único que había quedado en pie, llevó bajo el soportal del convento a Jussac, Cahusac y a aquel de los adversarios de Aramis que sólo había sido herido. El cuarto, como ya hemos dicho, estaba muerto. Luego hicieron sonar la campana y llevando cuatro de las cinco espadas se encaminaron ebrios de alegría hacia el palacio del señor de Tréville.
Se les veía con los brazos entrelazados, ocupando todo lo ancho de la calle, y agrupando tras sí a todos los mosqueteros que encontraban, por lo que, al fin, aquello fue una marcha triunfal. El corazón de D’Artagnan nadaba en la ebriedad, caminaba entre Athos y Porthos apretándolos con ternura. -Si todavía no soy mosquetero - dijo a sus nuevos amigos al franquear la puerta del palacio del señor de Tréville-, al menos ya soy aprendiz, ¿no es verdad?
Capítulo 6 Su majestad el rey Luis XIII
El suceso hizo mucho ruido. El señor de Tréville bramó en voz alta contra sus mosqueteros, y los felicitó en voz baja; pero como no había tiempo que perder para prevenir al rey el señor de Tréville se apresuró a dirigirse al Louvre. Era demasiado tarde, el rey se hallaba encerrado con el cardenal, y dijeron al señor de Tréville que el rey trabajaba y que no podía recibir en aquel momento. Por la noche, el señor de Tréville acudió al juego del rey. El rey ganaba, y como su majestad era muy avaro, estaba de excelente humor; por ello, cuando el rey vio de lejos a Tréville, dijo:
-Venid aquí, señor capitán, venid que os riña; ¿sabéis que Su Eminencia ha venido a quejárseme de vuestros mosqueteros, y ello con tal emoción que esta noche Su Eminencia está enfermo? ¡Pero, bueno, vuestros mosqueteros son incorregibles, son gentes de horca!
-No, Sire respondió Tréville, que vio a la primera ojeada cómo iban a desarrollarse las cosas ; no, todo lo contrario, son buenas criaturas, dulces como corderos, y que no tienen más que un deseo, de eso me hago responsable: y es que su espada no salga de la vaina más que para el servicio de Vuestra Majestad. Pero, qué queréis, los guardias del señor cardenal están buscándoles pelea sin cesar, y por el honor mismo del cuerpo los pobres jóvenes se ven obligados a defenderse.
-¡Escuchad al señor de Tréville! - dijo el rey-. ¡Escuchadle! ¡Se diría que habla de una comunidad religiosa! En verdad, mi querido capitán, me dan ganas de quitaros vuestro despacho y dárselo a la señorita de Chemerault, a quien he prometido una abadía. Pero no penséis que os creeré sólo por vuestra palabra. Me llaman Luis el Justo, señor de Tréville, y ahora mismo lo veremos.
-Porque me fío de esa justicia, Sire, esperaré paciente y tranquilo el capricho de Vuestra Majestad.
-Esperad pues, señor, esperad - dijo el rey-, no