Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas


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      D’Artagnan no conocía a nadie en París. Fue por tanto a la cita de Athos sin llevar segundo, resuelto a contentarse con los que hubiera escogido su adversario. Por otra parte tenía la intención formal de dar al valiente mosquetero todas las excusas pertinentes, pero sin debilidad, por temor a que resultara de aquel duelo algo que siempre resulta molesto en un asunto de este género, cuando un hombre joven y vigoroso se bate contra un adversario herido y debilitado: vencido, duplica el triunfo de su antagonista; vencedor, es acusado de felonía y de fácil audacia.

      Por lo demás, o hemos expuesto mal el carácter de nuestro buscador de aventuras, o nuestro lector ha debido observar ya que D’Artagnan no era un hombre ordinario. Por eso, aun repitiéndose a sí mismo que su muerte era inevitable, no se resignó a morir suavemente, como cualquier otro menos valiente y menos moderado que él hubiera hecho en su lugar. Reflexionó sobre los distintos caracteres de aquellos con quienes iba a batirse, y empezó a ver más claro en su situación. Gracias a las leales excusas que le preparaba, esperaba hacer un amigo de Athos, cuyos aires de gran señor y cuya actitud austera le agradaron mucho. Se prometía meter miedo a Porthos con la aventura del tahalí, que, si no quedaba muerto en el acto, podía contar a todo el mundo, relato que, hábilmente manejado para ese efecto, debía cubrir a Porthos de ridículo; por último, en cuanto al socarrón de Aramis, no le tenía demasiado miedo, y suponiendo que llegase hasta él, se encargaba de despacharlo aunque parezca imposible, o al menos señalarle el rostro, como César había recomendado hacer a los soldados de Pompeyo, dañar para siempre aquella belleza de la que estaba tan orgulloso.

      Además había en D’Artagnan ese fondo inquebrantable de resolución que habían depositado en su corazón los consejos de su padre, consejos cuya sustancia era: «No aguantar nada de nadie salvo del rey, del cardenal y del señor de Tréville.» Voló, pues, más que caminó, hacia el convento de los Carmelitas Descalzados, o mejor Descalzos, como se decía en aquella época, especie de construcción sin ventanas, rodeada de prados áridos, sucursal del Pré aux Clers, y que de ordinario servía para encuentros de personas que no tenían tiempo que perder.

      Cuando D’Artagnan llegó a la vista del pequeño terreno baldío que se extendía al pie de aquel monasterio, Athos hacía sólo cinco minutos que esperaba, y daban las doce. Era por tanto puntual como la Samaritana y el más riguroso casuista en duelos no podría decir nada.

      Athos, que seguía sufriendo cruelmente por su herida, aunque hubiera sido vendada a las nueve por el cirujano del señor de Tréville, estaba sentado sobre un mojón y esperaba a su adversario con aquella compostura apacible y aquel aire digno que no le abandonaban nunca. Al ver a D’Artagnan, se levantó y dio cortésmente algunos pasos a su encuentro. Este, por su parte, no abordó a su adversario más que con sombrero en mano y su pluma colgando hasta el suelo.

      -Señor - dijo Athos-, he hecho avisar a dos amigos míos que me servirán de padrinos, pero esos dos amigos aún no han llegado. Me extraña que tarden: no es lo habitual en ellos.

      -Yo no tengo padrinos, señor - dijo D’Artagnan-, porque, llegado ayer mismo a Paris, no conozco aún a nadie, salvo al señor de Tréville, al que he sido recomendado por mi padre, que tiene el honor de ser uno de sus pocos amigos.

      Athos reflexionó un instante.

      -¿No conocéis más que al señor de Tréville? - preguntó.

      -No, señor, no conozco a nadie más que a él…

      -¡Vaya… , pero… - prosiguió Athos hablando a medias para sí mismo, a medias para D’Artagnan-, vaya, pero si os mato daré la impresión de un traganiños!

      -No demasiado, señor - respondió D’Artagnan con un saludo que no carecía de dignidad ; no demasiado, pues que me hacéis el honor de sacar la espada contra mí con una herida que debe molestaros mucho.

      -Mucho me molesta, palabra, y me habéis hecho un daño de todos los diablos, debo decirlo; pero lucharé con la izquierda, es mi costumbre en semejantes circunstancias. No creáis por ello que os hago gracia, manejo limpiamente la espada con las dos manos; será incluso desventaja para vos: un zurdo es muy molesto para las personas que no están prevenidas. Lamento no haberos participado antes esta circunstancia.

      -Señor - dijo D’Artagnan inclinándose de nuevo-, sois realmente de una cortesía por la que no os puedo quedar más reconocido.

      -Me dejáis confuso - respondió Athos con su aire de gentilhombre ; hablemos pues de otra cosa, os lo suplico, a menos que esto os resulte desagradable. ¡Por todos los diablos! ¡Qué daño me habéis hecho! El hombro me arde…

      -Si permitierais… - dijo D’Artagnan con timidez.

      -¿Qué, señor?

      -Tengo un bálsamo milagroso para las heridas, un bálsamo que me viene de mi madre, y que yo mismo he probado.

      -¿Y?

      -Pues que estoy seguro de que en menos de tres días este bálsamo os curará y al cabo de los tres días, cuando estéis curado, señor, sera para mí siempre un gran honor ser vuestro hombre.

      D’Artagnan dijo estas palabras con una simplicidad que hacía honor a su cortesía, sin atentar en modo alguno contra su valor.

      -¡Pardiez, señor! - dijo Athos-. Es esa una propuesta que me place, no que la acepte, pero huele a gentilhombre a una legua. Así es como hablaban y obraban aquellos valientes del tiempo de Carlomagno, en quienes todo caballero debe buscar su modelo. Desgraciadamente, no estamos ya en los tiempos del gran emperador. Estamos en la época del señor cardenal, y de aquí a tres días se sabría, por muy guardado que esté el secreto se sabría, digo, que debemos batirnos, y se opondrían a nuestro combate… Vaya, esos trotacalles ¿no acabarán de venir?

      -Si tenéis prisa, señor - dijo D’Artagnan a Athos con la misma simplicidad con que un instante antes le había propuesto posponer el duelo tres días-, si tenéis prisa y os place despacharme en seguida, no os preocupéis, os lo ruego.

      -Es esa una frase que me agrada - dijo Athos haciendo un gracioso gesto de cabeza a D’Artagnan-, no es propia de un hombre sin cabeza, y a todas luces lo es de un hombre valiente. Señor, me gustan los hombres de vuestro temple y veo que si no nos matamos el uno al otro, tendré más tarde verdadero placer en vuestra conversación. Esperemos a esos señores, os lo ruego, tengo tiempo, y será más correcto. ¡Ah, ahí está uno según creo!

      En efecto, por la esquina de la calle de Vaugirard comenzaba a aparecer el gigantesco Porthos.

      -¡Cómo! - exclamó D’Artagnan-. ¿Vuestro primer testigo es el señor Porthos? -Sí. ¿Os contraría?

      -No, de ningún modo.

      -Y ahí está el segundo.

      D’Artagnan se volvió hacia el lado indicado por Athos y reconoció a Aramis.

      -¡Qué! - exclamó con un acento más asombrado que la primera vez-. ¿Vuestro segundo testigo es el señor Aramis?

      -Claro, ¿no sabéis que no se nos ve jamás a uno sin los otros, y que entre los mosqueteros y entre los guardias, en la corte y en la ciudad, se nos llama Athos, Porthos y Aramis o los tres inseparables? Bueno como vos llegáis de Dax o de Pau…

      -De Tarbes - dijo D’Artagnan.

      -… os está permitido ignorar este detalle - dijo Athos.

      -A fe mía - dijo D’Artagnan-, que estáis bien llamados, señores, y mi aventura, si tiene alguna resonancia, probará al menos que vuestra unión no está fundada en el contraste.

      Entre tanto Porthos se había acercado, había saludado a Athos con la mano; luego, al volverse hacia D’Artagnan, había quedado estupefacto.

      Digamos de pasada que había cambiado de tahalí, y dejado su capa.

      -¡Ah, ah! - exclamó-. ¿Qué es esto?

      -Este es el señor con quien me bato - dijo Athos señalando con la mano a D’Artagnan, y saludándole con el mismo gesto.


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