Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas


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también yo me bato con este señor - dijo Aramis llegando a su vez al lugar.

      -Pero a las dos - dijo D’Artagnan con la misma calma.

      -Pero ¿por qué te bates tú, Athos? - preguntó Aramis.

      -A fe que no lo sé demasiado; me ha hecho daño en el hombro. ¿Y tú, Porthos?

      -A fe que me bato porque me bato - respondió Porthos enrojeciendo.

      Athos, que no se perdía una, vio pasar una fina sonrisa por los labios del gascón.

      -Hemos tenido una discusión sobre indumentaria - dijo el joven.

      -¿Y tú, Aramis? - preguntó Athos.

      -Yo me bato por causa de teología - respondió Aramis haciendo al mismo tiempo una señal a D’Artagnan con la que le rogaba tener en secreto la causa del duelo.

      Athos vio pasar una segunda sonrisa por los labios de D’Artagnan.

      -¿De verdad? - dijo Athos.

      -Sí, un punto de San Agustín sobre el que no estamos de acuerdo - dijo el gascón.

      -Decididamente es un hombre de ingenio - murmuró Athos.

      -Y ahora que estáis juntos, señores - dijo D’Artagnan-, permitidme que os presente mis excusas.

      A la palabra «excusas», una nube pasó por la frente de Athos, una sonrisa altanera se deslizó por los labios de Porthos, y una señal negativa fue la respuesta de Aramis.

      -No me comprendéis, señores - dijo D’Artagnan alzando la cabeza, en la que en aquel momento jugaba un rayo de sol que doraba las facciones finas y osadas : os pido excusas en caso de que no pueda pagaros mi deuda a los tres, porque el señor Athos tiene derecho a matarme primero, lo cual quita mucho valor a vuestra deuda, señor Porthos, y hace casi nula la vuestra, señor Aramis. Y ahora, señores, os lo repito, excusadme, pero sólo de eso, ¡y en guardia!

      A estas palabras, con el gesto más desenvuelto que verse pueda, D’Artagnan sacó su espada.

      La sangre había subido a la cabeza de D’Artagnan, y en aquel momento habría sacado su espada contra todos los mosqueteros del reino, como acababa de hacerlo contra Athos, Porthos y Aramis.

      Eran las doce y cuarto. El sol estaba en su cenit y el emplazamiento escogido para ser teatro del duelo estaba expuesto a todos sus ardores.

      -Hace mucho calor - dijo Athos sacando a su vez la espada-, y sin embargo no podría quitarme mi jubón, porque todavía hace un momento he sentido que mi herida sangraba, y temo molestar al señor mostrándole sangre que no me haya sacado él mismo.

      -Cierto, señor - dijo D’Artagnan-, y sacada por otro o por mí, os aseguro que siempre veré con pesar la sangre de un caballero tan valiente; por eso me batiré yo también con jubón como vos.

      -Vamos, vamos - dijo Porthos-, basta de cumplidos, y pensad que nosotros esperamos nuestro turno.

      -Hablad por vos solo, Porthos, cuando digáis semejantes incongruencias - interrumpió Aramis-. Por lo que a mí se refiere, encuentro las cosas que esos señores se dicen muy bien dichas y a todas luces dignas de dos gentileshombres.

      -Cuando queráis, señor - dijo Athos poniéndose en guardia.

      -Esperaba vuestras órdenes - dijo D’Artagnan cruzando el hierro.

      Pero apenas habían resonado los dos aceros al tocarse cuando una cuadrilla de guardias de Su Eminencia, mandada por el señor de Jussac, apareció por la esquina del convento.

      -¡Los guardias del cardenal! - gritaron a la vez Porthos y Aramis-. ¡Envainad las espadas, señores, envainad las espadas!

      Pero era demasiado tarde. Los dos combatientes habían sido vistos en una postura que no permitía dudar de sus intenciones.

      -¡Hola! - gritó Jussac avanzando hacia ellos y haciendo una señal a sus hombres de hacer otro tanto-. ¡Hola, mosqueteros! ¿Nos estamos batiendo? ¿Para qué queremos entonces los edictos?

      -Sois muy generosos, señores guardias - dijo Athos lleno de rencor, porque Jussac era uno de los agresores de la antevíspera-. Si os viésemos batiros, os respondo de que nos guardaríamos mucho de impedíroslo. Dejadnos pues hacerlo, y podréis tener un rato de placer sin ningún gasto.

      -Señores - dijo Jussac-, con gran pesar os declaro que es imposible. Nuestro deber ante todo. Envainad, pues, por favor, y seguidnos.

      -Señor - dijo Aramis parodiando a Jussac-, con gran placer obedeceríamos vuestra graciosa invitación, si ello dependiese de nosotros; pero desgraciadamente es imposible: el señor de Tréville nos lo ha prohibido. Pasad, pues, de largo, es lo mejor que podéis hacer.

      Aquella broma exasperó a Jussac.

      -Cargaremos contra vosotros si desobedecéis.

      -Son cinco - dijo Athos a media voz-, y nosotros sólo somos tres; seremos batidos y tendremos que morir aquí, porque juro que no volveré a aparecer vencido ante el capitán.

      Entonces Porthos y Aramis se acercaron inmediatamente uno a otro, mientras Jussac alineaba a sus hombres.

      Este solo momento bastó a D’Artagnan para tomar una decisión: era uno de esos momentos que deciden la vida de un hombre, había que elegir entre el rey y el cardenal; hecha la elección, había que perseverar en ella. Batirse, es decir, desobedecer la ley, es decir, arriesgar la cabeza, es decir, hacerse de un solo golpe enemigo de un ministro más poderoso que el rey mismo, eso es lo que vislumbró el joven y, digámoslo en alabanza suya, no dudó un segundo. Voviéndose, pues, hacia Athos y sus amigos dijo:

      -Señores, añadiré, si os place, algo a vuestras palabras. Habéis dicho que no sois más que tres, pero a mí me parece que somos cuatro. -Pero vos no sois de los nuestros - dijo Porthos.

      -Es cierto - respondió D’Artagnan ; no tengo el hábito, pero sí el alma. Mi corazón es mosquetero, lo siento de sobra, señor, y eso me entusiasma.

      -Apartaos, joven - gritó Jussac, que sin duda por sus gestos y la expresión de su rostro había adivinado el designio de D’Artagnan-. Podéis retiraros, os lo permitimos. Salvad vuestra piel, de prisa.

      D’Artagnan no se movió.

      -Decididamente sois un valiente - dijo Athos apretando la mano del joven.

      -¡Vamos, vamos, tomemos una decisión! - prosiguió Jussac.

      -Veamos - dijeron Porthos y Aramis-, hagamos algo.

      -El señor está lleno de generosidad - dijo Athos.

      Pero los tres pensaban en la juventud de D’Artagnan y temían su inexperiencia.

      -No seremos más que tres, uno de ellos herido, además de un niño - prosiguió Athos-, y no por eso dejarán de decir que éramos cuatro hombres.

      -¡Sí, pero retroceder… ! - dijo Porthos.

      -Es difícil - añadió Athos.

      D’Artagnan comprendió su falta de resolución.

      -Señores, ponedme a prueba - dijo-, y os juro por mi honor que no quiero marcharme de aquí si somos vencidos.

      -¿Cómo os llamáis, valiente? - dijo Athos.

      -D’Artagnan, señor.

      -¡Pues bien, Athos, Porthos, Aramis y D’Artagnan, adelante! - gritó Athos.

      -¿Y bien? Veamos, señores, ¿os decidís a decidiros? - gritó por tercera vez Jussac.

      -Está resuelto, señores - dijo Athos.

      -¿Y qué decisión habéis tomado? - preguntó Jussac.

      -Vamos a tener el honor de cargar contra vos - respondió Aramis, alzando con una mano su sombrero y sacando su espada con la otra.

      -¡Ah! ¿Os resistís? - exclamó Jussac.

      -¡Por


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