Las misiones de indios chiquitos que en el Paraguay tienen los padres de la Compañía de Jesús. Juan Patricio Fernández
Tataberiy se aficionó increíblemente á los misioneros, y por medio de ellos á la Santa ley de Cristo; pidióles que se quedasen allí para enseñarles los Divinos Preceptos, prometiendo alistarse cuanto antes en el número de los fieles; y en prendas de eso le dió para que bautizase un hijo único que tenía. Pero los Padres, antes de hacer pie firme en algún lugar, querían correr toda la provincia; por lo cual, dándoles buenas esperanzas, se partieron, asistidos siempre del hijo de aquel buen caballero, que jamás quiso apartarse de su lado en aquella peregrinación; y pasando luego á las riberas del río Parapití y, pobladas de muchas rancherías, fueron recibidos de todos con señas de grande afecto y tratados lo mejor que la pobreza y penuria del país permitían.
De aquí tiraron hacia las montañas del Charaguay á cuyas faldas viven la mayor parte de los Chanés y muchos Chiriguanás. Tuvieron aquí no poco que hacer en componer á los paisanos con los vasallos de Taquiremboti; pero puestos éstos en acuerdo, prosiguieron su viaje, no encontrando otra cosa que rancherías destruídas, habiéndose retirado á otras partes la gente, por no padecer los infortunios y desventuras que trae consigo la guerra.
Finalmente, padecidos no pocos ni ligeros peligros de perecer, llegaron al río Guapay, donde fueron recibidos de sus moradores con increíbles finezas, y los Caciques Manguta y Fayo les suplicaron vivamente se quedasen en aquel paraje para instruirlos en los misterios de nuestra Santa Fe y enseñarles el camino del cielo.
El P. Arce, que por entonces tenía otros designios, les prometió que en otra ocasión les cumpliría sus deseos, con que administrando el Santo bautismo á cuatro que estaban en peligro de muerte, se prevenía ya para la partida.
A este tiempo vino una india, hermana del cacique Tambacurá, y se echó á sus piés muy afligida y desconsolada porque el gobernador de Santa Cruz de la Sierra enviaba á prender á su hermano para castigarle; y manifestando su dolor le dijo tantas razones y le enseñó tales ruegos y súplicas el amor á la sangre, para que le librasen de aquel golpe que, como decía, le habían maquinado por rencor y envidia sus enemigos, que hubieron de condescender los Padres á sus peticiones para que tocasen con las manos y viesen aquellas gentes que ellos no miraban sino á su utilidad y que en las ocasiones eran su escudo y refugio, para aficionarlos por este camino á nuestra santa ley. Este fué su designio é intento, pero no el de Dios, que muchas veces se vale de los intereses humanos para llevar á su fin las disposiciones de su eterna providencia. Y tal fué la ida de estos misioneros á Santa Cruz de la Sierra, porque yendo solamente á impetrar la vida temporal de un indio, los llevaba Dios para que fuera de toda esperanza rescatasen á innumerables pueblos de la esclavitud del demonio. Partieron, pues, del Guapay con Tambacurá á Santa Cruz, donde recibidos con mucha cortesanía del gobernador don Agustín de Arce piísimo caballero, alcanzaron por merced y gracia la vida de aquel pobre hombre, que de otra manera lo hubiera pasado muy mal.
Estas demostraciones de estima y afecto obligaron á nuestros Padres á que con confianza le manifestasen su designio de convertir á la fé á los Chiriguanás y á que se dignase interponer su autoridad contra cualquiera que osase oponerse á esta empresa. Parecióle al sabio gobernador que era gastar inútilmente el tiempo y el trabajo con aquellos indios, por lo cual les empezó á persuadir con sólidas razones enderezasen á otra parte sus pensamientos y apostólico celo, porque eran gente obstinada en la idolatría, salvaje en las costumbres, y sobremanera adversos á las leyes y pureza de la vida cristiana, é inconstantes en lo que emprenden; que ya en otras ocasiones habían probado á reducirles fervorosísimos Misioneros, y después de grandes trabajos y fatigas no habían sacado otro fruto de sus sudores sino escarnios, oprobios y malos tratamientos.
Vivía entonces muy fresca la memoria del fervorosísimo P. Martín del Campo, de la provincia del Perú, que después de haber gastado con ellos algunos meses, vista su obstinación, se vió precisado á irse á otra parte á emplear sus fervores. Por tanto les aconsejaba pusiesen la mira en otros países donde no se perdiesen á sí mismos, y ganasen felizmente á los otros.
Confinaban con aquella ciudad los indios Chiquitos que poco antes habían hecho paces con los españoles y pedían predicadores del Evangelio, que les enseñasen la ley divina. No podía el buen gobernador darles gusto, enviando misioneros de la provincia del Perú por estar estos empleados en cultivar las naciones de los Moxos, por lo cual ofreció á nuestros misioneros la copiosa mies de esta gentilidad, donde su fervor hallaría en qué satisfacerse á su gusto, y su celo campo donde acrecentar la gloria divina, que aquí no serían mayores los trabajos que el fruto, ni derramarían gota de sudor en esta tierra, que no fuese semilla de que cogiesen la conversión de muchas almas. Y que para que emprendiesen con más calor esta misión, escribiría de su mano cartas muy eficaces al Provincial de esta provincia, á nuestro Padre general Tirso González, su íntimo amigo.
Este razonamiento del buen gobernador despertó en el corazón de aquellos varones apostólicos un júbilo incomparable, viendo se les descubría otro campo en que padecer otro tanto en servicio de Dios: por lo cual, en cuanto á ellos tocaba, se ofrecieron al bien de aquella nación, sin hacer caso de su vida ni temer á los trabajos y fatigas que les pudiese costar aquella nueva empresa, sólo con que la insinuación de los superiores les destinase á ella; y así dijeron, que obtenida licencia de sus superiores, correrían allá gustosos para domesticar aquellos bárbaros y reducirlos al conocimiento del verdadero Dios y á la obediencia de la Majestad Católica. Y con esto, despedidos del gobernador dieron la vuelta.
Al pasar el río Guapay, de vuelta para Tarija, les cercaron una gran multitud de infieles, rogándoles fundasen una Reducción en aquel paraje para cuidar y atender al bien de sus almas, que les daban palabra que en breve abrazarían todos la ley de Cristo.
No les pareció bien á los Misioneros dejarlos descontentos, por lo cual, levantando en aquel sitio un Rancho, celebraron, á vista del pueblo, el Santo sacrificio de la Misa; y por ser aquel día consagrado á la Presentación en el templo de la Virgen Nuestra Señora la pusieron debajo de su patrocinio; y esto con tanto aplauso y contento de los naturales, que corriendo la voz de lo sucedido por las otras Rancherías, se ofrecieron muchos caciques á fundar allí Ranchos con todos sus vasallos.
Partiéronse de aquí los Padres para disponer en Tarija lo necesario para llevar adelante aquella empresa, y Dios Nuestro Señor, para premiar los trabajos pasados en su servicio y animarlos en las fatigas que habían de padecer en adelante, les concedió luego un fruto de bendición, que apenas nació cuando se trasplantó en los jardines celestiales, este fué un niño que apenas fué lavado de mancha de la culpa original con las aguas del Santo Bautismo, cuando incontinenti voló á gozar eternamente de Dios.
Incomparable fué el consuelo de estos santos varones con tan noble ganancia, pero no menor la rabia del demonio que de tan buenos principios adivinaba el gran menoscabo que se había de seguir á sus intereses, y que si la fé cristiana fuese ganando crédito y seguidores, perdería en poco tiempo el dominio del país; y como su mal y daño estaba á los principios y le podía reparar, procuró, con todo su esfuerzo arrancar de raíz aquellos buenos principios, para lo cual tenía allí de su bando ciertos apóstatas muy poderosos, tanto peores que los otros en su vida, cuanto es ordinario que sea más perdido en sus costumbres quien abandona la fé que quien jamás la profesó en su vida.
Entre estos había dos caciques llamados Urbano Garnica y Pedro de Santa María, que teniendo para su placer muchas concubinas, llevaban muy mal tomase campo en aquella tierra Cristo Nuestro Señor y su ley santísima, con lo cual ellos se habían de ver precisados á desamparar el país ó á salir del cieno de la deshonestidad. Por tanto, conmovidos estos del enemigo infernal, y mucho más del amor á la carne, empezaron á esparcir por el vulgo mil calumnias contra los misioneros, y mucho más aquellas que mejor les estaba creyese el pueblo; decían que eran espías de los enemigos, que no pretendían otra cosa que sujetarlos á los españoles, y con pretexto de reducirlos á la fé católica, privarlos de su antigua libertad, que en breve se verían hambrientos y deseosos de aquellos placeres de que ahora á su gusto se saciaban; verían sus carnes flacas, sus espaldas acardenaladas de los golpes de los nuevos señores, cuyo yugo cargaban sobre sus cuellos, junto con el de Cristo; y en prueba de eso, tenían ellos aún en el cuerpo las cicatrices de los cruelísimos azotes que llevaron cuando cristianos,