Libelo de sangre. Sandra Aza

Libelo de sangre - Sandra Aza


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como si Lucifer le hablase desde el infierno encogió el corazón de Alonso y, por un instante, el joven vaciló. Después miró a Diego y, al verlo macilento y consumido, hubo de claudicar. O lo encomendaba al cuidado de la Inclusa, o el niño moriría de hambre.

      Atragantado, lo besó y lo depositó en la siniestra hornacina.

      —Aguanta, hermano. Te juro que regresaré.

      De pronto, el artefacto giró y Diego desapareció. Al encarar el espaldar de madera, un escalofrío atravesó el espinazo de Alonso.

      —Cuidadle, os lo suplico —murmuró con el rostro contraído de culpa e impotencia.

      —¿Qué rumiáis ahí fuera? —inquirió sor Casilda mientras recogía a Diego—. ¿Acaso estáis trovando a las alondras? Si cuchicheáis, no puedo entenderos. ¡Eh! ¿Hay alguien? ¡Que no os oigo, rediez!

      Demasiado afectado para articular palabra, Alonso echó a correr.

      —¡Pues con vuestro pan os lo comáis, cebollina! —graznó sor Casilda, atrancando el postigo—. ¡Monja mema y sensiblera! ¿Quién te manda atender la hebra de esas enseñaculos que se suben las faldas al primer arrumaco? Y, cuando el arrumaquito fabrica un muchachito, se lavan las manos y que se encargue la Inclusa. ¡Casquivanas y cochinas! ¡En la Galera las enjaulaba a todas! Una buena somanta de palos y aprenderían a gastar una miaja de decencia.

      Con Diego en brazos, se instaló en el escritorio, pasó la página donde había consignado la información de fray Benito sobre Gabriel y se aprestó a diligenciar el ingreso del flamante hospiciano. Sin embargo, tras reparar en la ausencia de Alonso, el flamante hospiciano en cuestión lloraba de tan desconsolada suerte que, compadecida, la religiosa soltó la pluma y lo meció.

      —¡Ea, querubín! Aplaca los balidos o despertarás al gallo y cantará a deshora.

      Al sentirse acunado, Diego se serenó, estiró un brazo y tocó la mejilla de la mujer en lo que parecía una carantoña.

      —¡Valiente zalamero! —exclamó sor Casilda, dándole un achuchón—. Alégrate porque en un rato disfrutarás de un suculento festín. Lactarás de la misma nodriza que Gabriel, otro cachorrillo recién llegado. Se llama Dulce. Aunque de dulce solo tiene el nombre, su leche vale un imperio.

      Cuando cogió la pluma de nuevo, la campanilla repiqueteó.

      —¡Mil demonios caigan sobre los de la Ronda y su mal fario! Ningún menino en toda la noche, asoman ellos y ese condenado cascabel no calla.

      Luego de acomodar a Diego en el banco conventual, se dirigió al torno y lo accionó. Emergió un recién nacido con el cordón umbilical desgajado y todavía sangrante, desnudo, amoratado de frío y yerto.

      Asustada, sor Casilda miró el brasero y, advirtiéndolo más gélido que el rorro, paseó los ojos en derredor hasta posarlos en Diego. Ni corta ni perezosa, le quitó la mantilla roja, envolvió en ella al moribundo y le frotó el cuerpo; pero fue en vano. El bebé no se movió.

      Lo alzó entonces ante la imagen de la Virgen de la Soledad e invocó misericordia.

      —¿Tantos ángeles precisas allí arriba? ¡Apiádate de él! ¡Te lo ruego!

      En ese momento un gemido de Diego captó su atención. Cuando lo miró y vio el rosario que Alonso le había colocado en el cuello, se apresuró a requisárselo también para calzárselo al otro.

      —El contacto de Cristo te reanimará. ¡Vamos, pequeño! ¡Reacciona!

      La campanilla sonó de nuevo.

      —¡Maldito sea el maldito cencerro del maldito torno! —chilló, abrumada.

      —¿Qué ocurre? —preguntó una religiosa, que, alarmada por el escándalo, entró en la sala—. ¿A qué vienen esas voces?

      —¡Hermana Horacia! ¡Gracias a Dios que asomáis! Echadme una mano e inscribid a estos dos. Tengo un tercero en el torno y no doy abasto.

      —Al punto me ocupo. ¿Traen pergamino?

      —Ninguno lo trae —señaló sor Casilda, olvidando mencionar el canje de posesiones efectuado entre Diego y el agonizante—. Inventariad sus pertrechos y asignadles folio en el libro de entradas. No lo confundáis con el de salidas. No hay pérdida. El de entradas está abarrotado y el de salidas, desoladoramente vacío.

      Los libros de la Inclusa constaban de folios numerados y cada folio aludía a un expósito. El de entradas mostraba la fecha de ingreso, hora, nombre y cualquier detalle relevante; el de salidas listaba los infantes encomendados a nodrizas externas a cambio de un jornal.

      Como resultaba muy complicado procurar sustento a la avalancha de niños abandonados, las monjas intentaban conseguirles crianza allende el hospicio. Sin embargo, las ínfimas soldadas que ofrecían gestaban tan escasas candidatas que, mientras el libro de entradas soportaba un trajín frenético, el de salidas apenas se utilizaba.

      Sor Horacia estudió al bebé moribundo y, atendiendo a la mantilla roja que lo envolvía y al «Diego» grabado en el rosario que le colgaba del cuello, lo bautizó.

      —«Folio 1255. Diego de la Mantilla. Impedimenta: rosario» —escribió, meneando la cabeza con pesimismo—. A este infeliz no lo salva ni la paz ni la caridad.

      Luego tomó a Diego y se fijó en la luna menguante de su antebrazo.

      —Uno de febrero —murmuró en ademán reflexivo—. Santos de Cecilio, Pionio, Sigeberto, Trifón y Raúl. De acuerdo, muchachito. Te haré un favor y elegiré el nombre menos estridente. «Folio 1256. Raúl de la Luna. Sin impedimenta».

      Después abrió una gaveta y extrajo una arquilla llena de medallas de cobre. El anverso exhibía la estampa de la Virgen de la Soledad y, debajo de esta, una leyenda: «Inclusa de Madrid»; el reverso tenía el número de folio adjudicado en el libro de entradas.

      Sor Horacia localizó las correspondientes al 1255 y 1256, las enhebró en una cinta de cuero negro y se las puso a los recién matriculados.

      —Diligenciados, hermana Casilda —anunció al terminar—. Me los llevo al lazareto. Si el galeno dictamina buena salud, se los endosaré a Dulce.

      —Cuidaos de sus querellas —advirtió sor Casilda, atareada en abrigar al cuarto tornero de la noche—. Le picará en gordo despabilarse de madrugada para activar las ubres.

      —Pues si le pica, que se rasque —replicó sor Horacia, reprimiendo un bostezo—. Aquí se duerme cuando se puede. ¡Que nos lo digan a nosotras!

      Con un rorro en cada brazo, partió rumbo al lazareto, una estancia aislada donde, amén de ubicar a los enfermos infecciosos, se realizaba una primera exploración a los nuevos.

      Su aspecto ensombrecía el ánimo del más jovial.

      Las baldosas presentaban múltiples grietas, en las paredes abundaban las humedades, del techo colgaban telarañas, el suelo estaba embarrado y no había ventanas.

      Velas de sebo casi consumidas proporcionaban parca luz, goteaban grasa, apestaban a puerco finado y creaban una densa niebla de humo a través de la cual se distinguían varios camastros.

      Algunos rebosaban paños apilados con forma de volcán en cuyo cráter yacía un bebé. A falta de cunas, así se evitaban las caídas. Debido a la saturación de inquilinos que padecía la institución, ciertos bienes esenciales se consideraban lujos solo asumibles en tiempos prósperos, tiempos que, huelga decir, eran a la Inclusa como las piernas al pez: insólitos.

      —Don Federico, os traigo otros dos desgraciados —comunicó sor Horacia, depositando a los aludidos en un catre y levantando el correspondiente volcán de trapos alrededor.

      Un hombre de edad madura y larga barba se giró. Lucía el anillo típico de los galenos en el pulgar; la tristeza del lugar, en la mirada, y la fatiga crónica de quien dedica demasiado sueño al prójimo, en el semblante.

      —¡Virgen


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