Libelo de sangre. Sandra Aza

Libelo de sangre - Sandra Aza


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gracioso, padre —masculló Luisa, malhumorada—. Pero insisto: mi hijo no se llama ni Cecilio ni Pionio ni nada similar. Se llama Gabriel. Gabriel… González.

      Aunque se planteó utilizar el apellido familiar, desestimó la idea de inmediato. Dionisio se quejaba de haber asumido las deudas de los Castillejo a cambio de un taller de menor valor y juraba que tarde o temprano se cobraría el fraude. De localizar a Gabriel en la Inclusa, no vacilaría en demandar su custodia para esclavizarlo y de ninguna manera permitiría que el niño cayera en manos de aquel salvaje.

      —Y no lo he hermanado con el torno sin avío ni referencia —agregó—. Porta una medalla de la Virgen del Carmen. Ella le protegerá ya que yo no puedo hacerlo.

      —Os equivocáis —objetó fray Benito—. Sí podéis hacerlo. La Inclusa siempre anda falta de nodrizas. Cierto que las monjas exigen algunos requisitos, como, por ejemplo, haber alumbrado dentro del matrimonio, dicha de la que no os intuyo dueña; no obstante, os aceptarían encantadas. Amamantaríais a Gabriel y a cuantos os asignasen y, en compensación, recibiríais techo y pitanza. No os engañaré. El techo es humilde y la pitanza, escasa, pero se me antoja allende lo que atesoráis ahora.

      Luisa frunció el ceño en actitud reticente, pues, si bien le seducía la posibilidad de criar a su bebé, recelaba demasiado de las religiosas. Igual, luego de aceptar emplearla como nodriza, la acusaban de descarriada y la enviaban a la Galera.

      —Prefiero no remover el caldero y dejar las cosas tal cual están. Gabriel vivirá mejor alejado de mí. No tengo nada que ofrecerle.

      —Volvéis a equivocaros, joven. Sí tenéis algo que ofrecerle. A vos misma; su madre. Un rorro solo necesita a su madre.

      —Un rorro necesita un mañana y a mi lado le resultará difícil obtenerlo.

      —Caviladlo despacio, muchacha. Existen alternativas al abandono de un vástago.

      —Ninguna me sirve. No porfiéis, padre. No recularé. Os ruego, sin embargo, que trasladéis a las sores la identidad del niño. Gabriel González, nacido esta noche, pendiente de cristianizar, hijo de Luisa, mancillada por ingenua y estúpida e irremediablemente atrapada en un abismo lóbrego en el que me niego a hundirle.

      —Sea, pues —suspiró fray Benito, consternado—. Me conduciré según postuláis.

      —De corazón os agradezco el interés, el condumio y la merced. Sabed que hoy solo habría confiado mis cuitas a la Ronda del Pan y el Huevo; y eso en mí es mucho confiar. Adiós.

      —Aguardad un instante. Lucís pálida y continuáis sangrando. Si de verdad confiáis en la bondad de esta ronda, permitidme acompañaros a los Desamparados.

      —Confío en la Ronda del Pan y el Huevo, padre, no en los Desamparados. Además, ¿qué se me ha perdido a mí en los Desamparados? En ese sitio ingresan los expósitos que, cumplidos los siete abriles, salen de la Inclusa.

      —También atienden a parturientas pobres. Permitidme llevaros allí. Permaneceré a vuestra vera hasta que detengan la hemorragia y después os buscaré cobijo en una hospedería de nuestra hermandad.

      —No ha menester —rechazó Luisa, convencida de que ni fray Benito ni Dios Todopoderoso lograrían impedir que el galeno de los Desamparados avisase a las autoridades y ella acabase en la Galera—. Tranquilo. Me recuperaré.

      —De seguir trasegando las tinieblas en tan calamitoso estado, lejos de recuperaros, sufriréis alguna desgracia. Aun a riesgo de que nos arresten, insisto en escoltaros al lazareto.

      —¿Aun a riesgo de que nos arresten? ¿Por qué nos iban a arrestar?

      —Un abate y una fémina charlando en la calle de madrugada apestan a sotana briosa comprando favores y a saya indecorosa vendiéndolos, prácticas ambas inmorales e ilícitas. No temáis, sin embargo. Los alguaciles reconocerán el emblema de la Ronda y marcharán.

      —No les proporcionemos motivos para llegar y así no habrán de marchar —repuso Luisa, alarmada—. Yo me aviento. No os preocupéis, padre. Estaré bien; pero, si deseáis interceder por mí ante el Altísimo, rogadle que me mande un ángel negro con la encomienda de finiquitar tanta fatiga. No quiero penar más. Adiós y gracias de nuevo.

      —Señor, aunque me afané, carezco de tu sabiduría —musitó fray Benito cuando la oscuridad se tragó a la muchacha—. Cuídala tú, ya que este insignificante cura fracasó en el intento.

      Afligido, retornó a la Inclusa, refirió a sor Casilda los datos de Gabriel y partió rumbo a un merecido descanso.

      En cuanto fray Benito y Luisa se retiraron, alguien emergió de un portal. Agazapado en la penumbra, había asistido en silencio a la conversación de ambos personajes, esperando que la despachasen y se esfumasen.

      Alonso Castro se acercó al torno y, estremecido, lo observó. Diego Castro, el durmiente bebé que sostenía en el regazo, debió notar su aprensión, pues despertó y también se estremeció.

      Alonso lo arrulló implorando al cielo que lo mantuviese calmado porque, como rompiera a llorar, no habría forma humana de callarlo. El pituso no comía desde hacía tiempo y los berrinches se sucedían de continuo. En ocasiones, exhausto de clamar un alimento que no llegaba, se dormía y, hallándose en tales durante el palique de fray Benito y Luisa, ninguno advirtió que tenían dos convidados de piedra.

      Ni Alonso ni Diego acusaban miseria, sino quebranto.

      Diego no exhibía la escualidez enquistada de los nacidos en el seno del hambre; muy al contrario, parecía un receptor de buen yantar a quien de repente habían confiscado la despensa.

      Alonso tampoco prodigaba indigencia. Aunque su indumentaria evidenciaba el sello de la calle, la calidad del tejido revelaba posibles. Vestía jubón de seda gaditana, ropilla de terciopelo ocre, calzones de lana marrón oscuro, botas de cordobán, capa de albornoz impermeable y un sombrero de tan amplia ala que no se le distinguía el rostro.

      Jubón, ropilla y calzones le iban a la perfección; botas, capa y sombrero, en absoluto. A todas luces, las tres prendas pertenecían a otro y, considerando las descomunales dimensiones de estas, ese otro era un gigante.

      —Ánimo, hermano —susurró al infante—. En breve saciarás el apetito.

      Al escucharle, Diego se tranquilizó y extendió las manos.

      Alonso rozó la marca que rubricaba el antebrazo izquierdo del bebé. Era una luna menguante rodeada de motas color chocolate. Él también la tenía y los dos la heredaron de su madre. La mujer aseguraba que se trataba de una caricia de luna, pero a Alonso le parecía una mancha grotesca y lo de «caricia de luna», una cursilada de categoría.

      Mancha grotesca o caricia de luna, en esos momentos la bendecía. De prolongarse el aprieto que lo obligaba a abandonar a Diego en la Inclusa, el niño crecería y la marca le ayudaría a identificarlo cuando regresase a buscarlo.

      Un golpe de viento lo devolvió a la realidad. Resuelto a no demorar más tan amargo pero imperativo envite, se sacó de la ropilla un rosario de madera con el nombre de Diego grabado en la cruz y lo colocó en el cuello del pequeño a modo de collar.

      Intuyendo la separación, Diego se agitó inquieto y empezó a gimotear. Pese a sus hercúleos esfuerzos por mantenerse estoico y no derrumbarse, Alonso se sentía al borde del colapso. Aunque no atisbaba otra manera de salvar a su hermano, aquella se le antojaba la peor de las villanías y la culpa que le suscitaba, el peor de los calvarios.

      Reprimiendo las lágrimas, arrebujó al pituso en una vieja mantilla de buriel rojizo. De forma refleja, hundió el semblante en la tela y aspiró su perfume, el perfume de su madre; porque esa mantilla era de ella y a ella olía.

      Después, loco de pena y añoranza, abrazó a Diego.

      Estaban frente al torno y, en el lado opuesto, sor Casilda ya aguardaba. Luego de percibirlos en el exterior y barruntándose lo próximo, la monja se había apostado junto al postigo a


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