Libelo de sangre. Sandra Aza
lo espabiló; el pencazo que esta le arreó sí.
Tras sacarlo del catre a empujones, Saturnina recostó a la desconocida, la arrebujó en un cobertor de angeo y le metió en la boca un cazo del codiciado guiso de berzas.
Al instante, Luisa recuperó la presencia de ánimo y, desorientada, miró en derredor.
Cuando clavó los ojos en las vigas de madera corroída que artesonaban el techo, no se intuyó en ninguna mansión y, cuando distinguió un candil de garabato sobre una mesa, lo confirmó. Aquellos artefactos eran el colmo de la miseria y, en consecuencia, la fuente de luz habitual en predios limosneros.
La imagen que ofrecía el resto de la estancia apuntaló sus conjeturas.
Las paredes estaban repletas de humedades; la tierra del suelo, enfangada, y el hueco de los ventanucos, tapado con ajadas láminas enceradas que, de manera bastante cuestionable, protegían del relente. Los postigos se encontraban abiertos y, allende las rejas, pintadas en el azul típico de toda casa pobre, se extendía la noche.
Junto a la entrada había un par de sillas de tijera; al lado, una añosa mesa de pino, y, encima de esta, dos búcaros de loza, una alcuza de hojalata, cuatro escudillas de barro y el candil de garabato. Debajo de la mesa, una banasta albergaba cebollas y otra, curruscos duros del pan moreno propio de las faltriqueras esmirriadas, pues solo los principales podían asumir el prohibitivo precio del pan blanco, del candeal y, en especial, de los llamados panecillos de leche, una variedad fabricada con flor de harina y vino tan exclusiva que los tahoneros conservaban un registro de sus privilegiados usuarios.
En la esquina un armario de cedro almacenaba tabaques de mimbre tristemente vacíos, excepto uno que contenía garbanzos, y en un rincón una bacinilla desportillada rebosante de fluidos orgánicos aguardaba a las diez, hora a partir de la cual la normativa municipal autorizaba dejar los residuos en la vía pública… si bien Luisa acababa de comprobar que los vecinos obviaban la normativa municipal, pues, lejos de dejar los residuos en la vía pública, los tiraban por la ventana y además lo hacían antes de las diez.
Un minúsculo hogar templaba la estancia y, pendiendo de un llar, se mantenía tibio el único caldero de Saturnina. Allí la mujer preparaba diferentes versiones de olla podrida, aunque, en realidad, las versiones fluctuaban poco, pues los precarios ingredientes que los haberes permitían lastraban cualquier iniciativa innovadora.2
De una espetera enganchada al muro colgaban varios utensilios de cocina y también un pollo. El hedor que despedía el animal sugería un óbito remoto, pero eso no suponía ningún problema gracias al socorrido vinagre y a la no menos socorrida pimienta. Un buen adobo de ambos aliños camuflaría el rancio sabor a solera que de seguro tendría el finado, ablandaría la carne y, además, imprimiría carácter al potaje.
Un rústico banco instalado frente al fuego propiciaba cálidas tertulias al amor de las brasas, aunque, si la leña apilada junto al hogar era toda la prevista para la época invernal, y lo era, las tertulias no se presentaban excesivamente cálidas.
Varias sargas de temática pía medio disimulaban la humedad de las paredes.
Mediocres en feudos arrastrados o sublimes en los godos, una morada madrileña nunca adolecía de cuadros. No importaba que el inmueble navegase rumbo al desplome, que los dineros no cubriesen el reemplazo de un abrigo que ya no abrigaba o que las penurias impusieran ayunos un día sí y otro también. Fueran cuales fueran las circunstancias, todo madrileño disfrutaba de su particular colección de arte.
Nacimientos, santos, santas, crucifixiones, estampas marianas, imágenes de Dios hecho hombre, del hombre hecho Dios, de la Familia Real, paisajes, flores, glorias bélicas… Cualquier tela manchada con chafarrinadas de colores mejor o peor esbozadas tornaba en obra pictórica, se exponía en posadas, bodegones o conventos y se vendía en las tiendas de la calle Santiago, aledaños del Alcázar o Puerta del Sol.
—¿Dónde estoy? —preguntó Luisa a los dos rostros expectantes que la escrutaban.
—Estáis nun posto certeiro e fiable, ruliña —contestó Saturnina—. Os encontré inanimada na Porta Cerrada e sabe Deus onde habríais acabado de non arribar eu. Mínimo, en la Galera de mulleres.
Al escuchar la palabra galera, Luisa saltó del camastro, presta a largarse echando diablos. Después de burlar a los alfileres durante meses, no se encomendaría ahora a unos foráneos de jerga extraña que, antes del Ave María Purísima, le mentaban ese horrible lugar.
—¿Ónde vais, aloucada? —apercibió Saturnina, alarmada—. Volved al lecho. Non ten moitas lanas, pero cumprirá ben.
Luisa ignoró la demanda. No así la criatura, que, reacia a debutar como ser humano en una costanilla nevada y con el firmamento por techo, en cuanto advirtió las intenciones de su madre, le propinó la contracción definitiva.
—¡Gregorio! —gritó Saturnina al ver el círculo acuoso que recién se dibujaba a los pies de la chica—. ¿Qué carallo hacéis ahí entiesao, carajaula? O neno xa llegó. Pechad los postigos. ¡Rápido!
—¿De qué neno faláis? —farfulló Gregorio, rascándose la canosa pelambrera, desconcertado—. É unha nena. Barulleira cual rabaño de ovellas tristiñas, pero nena. Confiad en vuestro home. Eu sé ben a qué santos venero.
—¡Cuanto máis tonto del pandeiro, máis fanfurriñeiro! ¿Qué pensáis que hay en su barriga, mamacallos? La han preñado, ha roto aguas y hemos de asistirla.
—¿Qué dis que ha roto? —inquirió Gregorio—. Eu non veo nada roto.
Cuando el resto de la información horadó su amodorrada sesera, boqueó aterrado.
—¿Asistirla? ¿Qué arroutadas barballais, muller? ¿Acaso os proponéis…?
Un estremecedor alarido de Luisa interrumpió el interrogatorio.
—¿En qué os ofendí, don Deus? —graznó Saturnina, histérica—. ¿Qué falta cometí para merecer la penitencia de semellante bobo? Si le diera unha corda, el moi remendafoles se ahorcaría con ela. ¡Gregorio! ¡Quitad esa cara de aparvado e reaccionad dunha vez!
—¡Virxe do Cebreiro! ¿En serio pretendéis que a rapaza bote o neno aquí? ¿Se os ha escarallado la cachola? Certas cousas non se poden facer sen trello nin trambello. Llevémosla ao albergue de San Lorenzo. Queda a dous pasos e admite pobres. Ellos aviñarán un remedio.
—Non porta diñeiros e fabularán que los hemos roubado. ¡De maneira ningunha! Non quero estraños metendo os narices nos meus asuntos.
—¡Manda carallo, Satur! Mirade a súa facha. ¿Os parece que vive na casa do Rei? ¿Qué le vamos a roubar? Está feita un bértolas e huele peor que o matadero. La llevaremos ao San Lorenzo e morra o conto.
—¡E un cuerno morra o conto, rabudo! Os repito que ha roto aguas e debe parir ya. Eu la atenderé. Si pensáis arrimar el ombreiro, pechad los postigos, pero, si pensáis seguir temblando do medo como un caguiñas, entonces, fóra de aquí, que moito fai quen non estorba.
Tirada en el camastro, Luisa contribuía al caos del momento retorciéndose de dolor, resoplando y soltando desgarradores aullidos.
Resuelta a no perder más tiempo con Gregorio, Saturnina lo apartó de un empellón y se acercó a la muchacha. La ayudó a incorporarse y la instaló en una de las banquetas de tijera que había dispuesto a la vera del fuego.
—Lo lamento, querida. Non temos esas sillas de parto onde alumbran las donas ricas. Este modesto asento é o único que hai.
Cuando le levantó la saya y le descubrió los muslos, Gregorio, fijos los ojos en la lozana desnudez de la joven, lanzó un silbido lascivo.
—¿A qué carallo trováis, porco do demonio? —protestó Saturnina—. ¿Una parturienta os encela y la Satur solo sirve para cebaros la panza, mamarracho?
—¡Parruladas, princesa! —desdeñó Gregorio, recomponiendo el gesto—. Eu me cebo de vos e quédome máis