Libelo de sangre. Sandra Aza
la esquina, ornas la losa,
Obvias la espina y me das la rosa.
Para ti, Manolo, mi faro y mi luz.
CAPÍTULO 1
El parto
Madrid, uno de febrero del año 1621 de Nuestro Señor.
La tormenta arreciaba con tal violencia que el cielo parecía presto a derrumbarse sobre la tierra.
Luisa procuraba serenarse, pero el pánico había logrado entumecer su coraje y, lejos de serenarse, temblaba. Y no solo su coraje andaba entumecido. Su cuerpo sufría el mismo mal y, a resultas de ello, además de temblar de miedo, también temblaba de frío.
El gélido viento le azotaba el rostro, lloraba lágrimas de nieve, goteaba escarcha por la nariz y su boca achicaba relente expulsando nubes de vaho.
Renqueante y encorvada, vagaba sin rumbo fijo. El parto se avecinaba y no se sentía capaz de afrontarlo. No así. Sola, de noche, al raso, bajo un temporal y en pleno invierno.
¡Y menudo invierno! No recordaba ninguno tan sañudo.
Su padre siempre decía que el hambre tenía poderío suficiente para rendir al espíritu más bizarro en cualquier época del año, pero que, cuando diciembre abría la puerta al invierno y este entraba en el calendario vestido de ocasos eternos e impías temperaturas, aquel creador de esqueletos agonizantes que era el hambre hallaba magníficos aliados en su conjura contra la vida.
Y no le faltaba razón; al menos en lo referente a ese invierno de 1621, porque los aliados habían llegado desplegando tales bríos que el ejército enemigo estaba haciendo estragos en la Villa y Corte.
A diario decenas de indigentes hincaban rodilla ante los tres almirantes de la muerte: el hambre, el frío y la noche. Quizá, por eso, en la desventurada liga que formaban los prisioneros de la calle, nadie se despedía del sol hasta mañana. Tampoco Luisa. Al igual que sus compañeros, temía no volver a verlo, segura como estaba de que la Parca acechaba y de que, en algún momento, aprovechando las penumbras de la luna, se deslizaría sibilina entre sus costuras, le incautaría el sueño y lo trocaría en eterno.
Pensando que acaso el sueño eterno fuera menos enojoso que el terror a sumirse en él, Luisa continuó su errante peregrinar. De repente, tropezó con un cadáver y cayó de bruces.
—¡Condenada ironía! —masculló, ofuscada—. El cuerpo de los demás rindiéndose a la muerte y el mío bullendo vida, ¡mal rayo me parta!
No la partió ningún rayo, pero un agudo pinchazo sí la dejó yerta.
—Si el Altísimo no se hubiera olvidado de una servidora, me traería a los del Pan y el Huevo —jadeó, apretándose la abultada barriga—. Son los únicos que, en vez de internarme en la Galera, me ayudarían a parir y después me permitirían marchar.
La ronda nocturna de la Santa y Real Hermandad del Refugio y Piedad, popularmente conocida como la Ronda del Pan y el Huevo, era una institución muy querida en Madrid.
Nació en 1615 gracias a la iniciativa del padre Bernardino de Antequera, Pedro Lasso de la Vega, Juan Jerónimo Serra, Alonso de Torres Silva, Juan Suárez de Canales y Cristóbal Fernández Crespo.
Desde entonces, tres cofrades consagraban las noches a patrullar la ciudad y socorrer a los necesitados. Les daban un pan y dos huevos, ropa de abrigo o asilo en las hospederías de la congregación. También recogían enfermos que agonizaban en las esquinas y alunados que charlaban con ellas. A los unos los trasladaban al lazareto; a los otros, a la casa de locos de Zaragoza o a la del Nuncio en Toledo, porque, no obstante su prolija red de conventos, iglesias y fundaciones pías, la Villa carecía de centros dedicados a seseras desgobernadas.
Los madrileños rechazaban el interminable título de ronda nocturna de la Santa y Real Hermandad del Refugio y Piedad. «¡Cuánta letra vacía arrastra el nombre de la compañía!», dictaminaban en sus poéticos términos habituales, pues así, en rima, solían emitir sus veredictos las gentes de aquellas tierras.
Y había una segunda cosa que también solían hacer: cuando no les gustaba la denominación oficial de algo, la sustituían por otra de su cosecha. Y tal ocurrió en este caso. Reacios a bendecir la denominación oficial de la cofradía, se inventaron una, a su entender, menos campanuda y más ilustrativa. ¿Qué facilitaba la ronda? ¿Pan y huevos? Helo ahí. La Ronda del Pan y el Huevo.
Desafortunadamente para Luisa, esa noche los hados no parecían dispuestos a allanarle el camino.
La anhelada ronda no asomaba, el rorro pugnaba por hacerlo y ella ni se planteaba acudir a un hospital. Ante una menesterosa preñada y soltera, allí se ceñirían al protocolo. Luego de asistirla en el alumbramiento, le quitarían el bebé, la acusarían de libertina y la mandarían a la Galera.
La Casa Galera era una cárcel femenina donde penaban ladronas, hechiceras, alcahuetas, vagabundas y, en general, mujeres de mala vida. Una comunidad de religiosas la regentaba y se ocupaba de encauzar la senda de sus inquilinas, tarea que cumplimentaba de muy paradójica suerte, pues acostumbraba a mostrarles la moral de Dios aplicándoles los tormentos de Lucifer.
Mientras las reclusas dóciles singlaban aquellos infaustos mares zozobrando lo imprescindible, las rebeldes se empecinaban en enconar la travesía nadando contra corriente, porfía inútil, sin embargo, porque siempre acababan recalando en idénticas playas de sumisión.
El oleaje se desencadenaba en cuanto decían a las monjas que «cuando el hambre aprieta, la moral se agrieta» o alguna borricada similar. Tras semanas enjauladas en una mazmorra, a oscuras, sufriendo riguroso ayuno, flagelaciones y un cilicio en el muslo, retornaban al redil más derechas que una vela e incondicionales a la ley de Abelardo: lo que opino me lo guardo.
Decidida a no terminar encerrada en tan horrible sitio, Luisa llevaba meses eludiendo a los alguaciles. Su fe en la moral de Dios se tambaleaba y no le apetecían lecciones al respecto, mucho menos en semejante escuela. En consecuencia, aunque el parto le quebrase las entrañas, solo aceptaría el amparo de los únicos que no cursarían su ingreso en el infierno: la Ronda del Pan y el Huevo.
Desorientada, escudriñó las tinieblas tratando de ubicarse, pero fracasó. No veía nada. Excepto los farolillos exteriores de las residencias aristócratas o los cirios de las hornacinas devotas que se encastraban en los chaflanes de algunas costanillas, ninguna otra candela iluminaba Madrid. De día no había problema; sin embargo, cuando anochecía, una negrura insondable amortajaba la ciudad.
Caminando a tientas, llegó a la Puerta del Sol y, en ese instante, un espasmo brutal volvió a combarla. En un desesperado intento de soslayar el presente, la muchacha se aferró al pasado y evocó la tarde que su madre le explicó por qué se bautizó como Puerta del Sol a un lugar carente de puertas.
—En realidad, sí hubo una puerta, niña —la escuchó en mitad del delirio—. Durante el levantamiento de los comuneros frente al emperador Carlos, el Concejo erigió una fortificación para proteger la urbe del pillaje surgido a raíz del conflicto y abrió una puerta en la parte que daba a esa calzada. Según cuentan, como aquella puerta encaraba el este y en el este despierta el sol, le pintaron uno, pintura que podría haber forjado el nombre: la Puerta del Sol. Años después la muralla se demolió, pero el apelativo sobrevivió.
Un nuevo calambre arrancó a Luisa de la cálida alucinación y la obligó a reanudar la marcha.
Presa de una nostalgia casi más lacerante que las contracciones, se acercó a la fuente del Buen Suceso, enclavada en la entrada de la calle Alcalá, y, al hallarla en obras e inoperativa, soltó la enésima maldición del día.
Muerta de sed, partió entonces rumbo a la fuente de los Caños del Peral, un desvarío fruto de los dolores que le nublaban el entendimiento, sin duda, porque esas gárgolas quedaban al final del Arenal y le exigirían recorrer un trecho considerable en absoluto digno de la bebida que ofrecían.1