Libelo de sangre. Sandra Aza
arroyos que surcaban la ciudad. Emergían a la superficie gracias a un eficaz sistema de fuentes de las que manaban «aguas finas» o «aguas gordas». A mayor ligereza o finura del líquido, mayor calidad se le adjudicaba; de ahí que las aguas gordas, un caldo turbio y bastante contaminado, no se ensalzasen demasiado.
La fuente de los Caños del Peral suministraba aguas de tal grosor que el excedente incluso abastecía los pilones de un lavadero aledaño. En consecuencia, nadie cabal la escogería entre otras fuentes que, aparte de regalar mejor género, no demandaban tan dilatada expedición.
Pero, como la inminencia del parto tenía a Luisa en un momento muy poco cabal, la joven parecía haber equiparado los Caños del Peral a un dispensador de ambrosías divinas y, sumida en esa vesania, se dirigió hacia allí con el ansia de quien busca un manantial en el desierto.
Sin embargo, la brújula interior de la muchacha debía andar igual de escacharrada que el sentido del gusto, porque ya había cubierto una distancia larga y la fuente no se perfilaba en el horizonte.
Resollando exhausta, se secó el sudor que, pese a la glacial temperatura y su calamitoso atuendo, la empapaba.
Vestía camisa de pechos de un blanco histórico y un sayuelo de tosca estameña. Suerte que la estameña del sayuelo, amén de tosca, también era recia, pues, de lo contrario, no habría aguantado el desafío de las curvas gestacionales.
Una saya de rasilla le ocultaba las piernas, mas no los pies, sensual parte de la anatomía femenina que, aunque una dama decente nunca exhibía en público, ella no podía evitar hacerlo.
En los albores del embarazo, su pundonor permaneció a salvo porque, como la falda todavía barría el suelo, el tren inferior se mantenía en un recatado cobijo. La cuestión se complicó cuando el abdomen se redondeó y la tela empezó a elevarse hasta adquirir el obsceno aspecto actual.
Al principio, Luisa intentaba disimular la creciente separación entre la tela y el suelo estirando la prenda hacia abajo o colocándosela a la altura de la cadera. Incluso se agenció unas medias de cordellate, arreo que los humildes solían utilizar, pues su tupida urdimbre de lana capeaba bien las cornadas de la miseria.
Sin embargo, la normal progresión de las circunstancias trababa los púdicos afanes de la joven, porque, entre la saya, que no detenía su avance hacia el cielo, y las medias, que lucían tan deshilachadas como ella misma de trillar descalza el terreno, cualquier amago de decoro era un brindis al sol.
El transcurso de los meses fue minándole el empeño y, al final, claudicó. Desnuda de honra, encinta a ojos de ciego y con la soltería prendida en la frente, ¿qué importaba enseñar los pies? Además, aunque ni falda ni medias los tapaban ya, sí lo hacía una espesa película de mugre que, adherida a la piel cual moho a la roca, proporcionaba una trinchera de castidad imposible de profanar.
El colofón a los desoladores pertrechos de la moza lo ponía un manto de bayeta de Madridejos. Se caía a pedazos e incumplía de notable guisa su función de abrigo, pero al menos camuflaba la bochornosa preñez y, en opinión de Luisa, esa no era merced baladí.
Otro virulento aguijonazo en el vientre la forzó a pararse de nuevo y, mientras ella doblaba el cuerpo, las torres de las iglesias doblaron sus campanas.
—¿Dónde demonios estoy? —musitó, desconcertada al sentir el alboroto clerical demasiado cerca—. ¿Por qué oigo campanas y no el agua de la fuente?
Al escrutar las sombras e identificar el torreón de la iglesia de San Justo y Pastor, advirtió que, en vez de enfilar el Arenal, había cruzado la calle Mayor, atravesado la plaza de San Salvador y desembocado en la plazuela del Cordón.
Se preguntaba atónita cómo había equivocado así la ruta cuando una bravía contracción la sacudió.
En un hercúleo esfuerzo por sofocar un aullido de dolor, apretó los dientes y se mordió los labios. No podía permitirse gritar. Huestes de fabricamuertos asolaban la ciudad e iba aviada como alguno la sorprendiera trasegando el crepúsculo en solitario. Debía permanecer callada y gastar sigilo; sobre todo ahora que, tras anunciar el fin de la jornada, las campanas habían vaciado las calles de gente.
Los mercados se desmontaron y los comercios echaron el candado. Luego de proclamar el noticiario, vocear fruslerías, chillar «a la rica castaña» o describir el averno a los pecadores, pregoneros, buhoneros, castañeras y predicadores se esfumaron.
En las cocheras de las mansiones se aparcaron opulentos carruajes que, garbeando existencias doradas, rodaban sobre una alfombra de cadáveres vivientes delatora de otra realidad.
Los pícaros se apoltronaron en la mesa de algún bodegón prestos a invertir en condumio las faltriqueras hurtadas y los tahúres trasladaron a los feudos del juego esa trascendental partida comenzada en la lonja de una iglesia.
Santeros, alquimistas, costureras, lacayos, criadas, barateras, damas, ayas, galanes, escuderos, pajes, frailes y el infinito etcétera de personajes y personajillos que atestaban la calzada durante el día desaparecieron. Incluso los perros, gatos, gallos, gallinas, pavos, gorrinos y demás animales domésticos acostumbrados a campar en libertad se recogieron al toque de completas.
Todos marcharon a sus respectivos predios y, una luna más, los sintecho heredaron la intemperie.
Absorta en un desgarrador rosario de contracciones que ya se sucedían en intervalos mínimos, Luisa avanzaba fatigosamente. Aunque trataba de paliar el calvario respirando a un ritmo acompasado, lejos de aflojar, el calvario se recrudecía.
Con manos crispadas, se palpó el pecho y asió la medalla de la Virgen del Carmen que su padre le regaló.
—¡Ayudadme, padre! —gimió, acongojada—. Ayudadme o no lo resistiré.
Casi a rastras, alcanzó la plaza de Puerta Cerrada.
No le extrañó encontrarla despejada de la turba que solía abarrotarla. La despiadada nevada no invitaba a pasear y era lógico que el personal se mantuviera a resguardo. Desde luego, tal haría ella… de tener resguardo, claro.
En cualquier caso, no prestó excesiva atención a la poca o mucha concurrencia de la plaza porque otra cosa acaparó todo su interés: la fuente que la presidía.
Desfallecida, se acodó en el pretil y bebió. Si bien le escarchó la lengua, el trago le supo a gloria, prueba de que su sentido del gusto estaba en óptimas condiciones, pues las finas aguas de esos caños gozaban de una excelente reputación.
Más tranquila tras saciar la sed, se replanteó la situación y admitió que precisaba socorro. No soportaba tamaño suplicio y, llegados a aquel punto, aceptaría entrar en un hospital, en la Galera o en el mismísimo infierno con tal de mitigarlo.
Un salvaje golpe de viento zanjó tan sensatas cavilaciones y la derribó. Exprimiendo el escaso coraje que le restaba, reptó hasta una vivienda y se encastró en el muro. Como temía desmayarse si se quedaba allí apoyada, se incorporó e intentó sustraerse a las convulsiones del vientre concentrándose en el bello monumento que le había concedido una miaja de solaz: la fuente de Diana.
Inaugurada el año anterior, en 1620, consistía en una taza circular de la que emergía un cilindro donde entroncaban cuatro conchas y en cuya cúspide se alzaba una escultura de Diana, la diosa romana de la caza. Estaba construida en piedra berroqueña y mármol, materiales que, todavía nuevos e incorruptos, brillaban níveos en la oscuridad.
De repente, un áspero berrido rasgó el silencio.
—¡Agua va!
Una tromba de inmundicias sólidas y líquidas llovió encima de Luisa. Perpleja e incrédula, la joven cayó de hinojos en mitad de un charco hediondo y rompió en llanto.
Como, pese a su desconsuelo, la prudencia le advirtió que debía largarse porque corría un serio riesgo de recibir un segundo vertido fecal, sacó fuerzas de flaqueza, se levantó y, a paso derrengado, regresó al centro de la plaza.
Se disponía a lavarse en la fuente cuando sintió que el mundo