Susurran tu nombre. Alex North
de los años, muchos habían sentido tentaciones de bajar a la cantera, cuyas escarpadas paredes se desmoronaban a menudo. A pesar de que el Ayuntamiento colocaba vallas y carteles, la opinión general era que tendría que hacer mucho más. Al fin y al cabo, los niños siempre encontraban la manera de eludir cualquier obstáculo.
Y tenían la costumbre de ignorar cualquier señal de alarma.
El hombre sabía mucho sobre Neil Spencer. Había estudiado al detalle tanto al niño como a su familia, como si fueran el tema de un proyecto de investigación. El niño no iba muy bien en la escuela, tanto a nivel académico como social, y rendía muy por detrás de sus compañeros en lectura, escritura y matemáticas. Iba casi siempre vestido con ropa de segunda mano. En cuanto al carácter, parecía mayor que la edad que tenía, puesto que exhibía ya rabia y rencor hacia el mundo. En pocos años, quedaría catalogado como un niño acosador y problemático, pero, por el momento, aún era lo bastante pequeño como para que la gente perdonara su conducta alborotadora. «No lo hace aposta», debían de decir. «Él no tiene la culpa de nada». La situación no había alcanzado todavía ese punto en el que Neil pudiera ser considerado el único responsable de sus actos y, en consecuencia, la gente se veía obligada a hacer la vista gorda.
El hombre había estado observándolo. Y no era complicado de ver.
Neil había pasado el día en casa de su padre. Su madre y su padre estaban separados, una circunstancia que el hombre consideraba positiva. Los dos eran alcohólicos, con niveles fluctuantes de conducta. A los dos, la vida les resultaba mucho más fácil cuando su hijo estaba en casa del otro, y a ambos les costaba entretenerlo cuando estaba con ellos. En términos generales, Neil se las apañaba y se defendía solo, lo cual explicaba, hasta cierto punto, la dureza que el hombre había visto desarrollarse en el niño. Neil era un estorbo en la vida de sus padres. Y, evidentemente, no era un niño querido.
Aquella tarde, y no era la primera vez, el padre de Neil estaba tan borracho que no había podido llevar a su hijo en coche hasta casa de su madre y, por lo visto, también le había dado pereza acompañarlo a pie. El niño tenía casi siete años, debía de haber pensado el padre, y había pasado todo el día prácticamente sin compañía. Y por eso Neil estaba ahora volviendo solo a casa.
Pero no tenía ni idea de que acabaría en una casa muy distinta. El hombre pensó en la habitación que había preparado e intentó contener su emoción.
Neil se detuvo en mitad del descampado.
El hombre se detuvo también y miró entre las zarzas para averiguar qué era lo que había llamado la atención del niño.
Entre unos arbustos, alguien había tirado un televisor viejo, que tenía la pantalla abombada, pero por lo demás estaba intacto. Neil le dio un puntapié exploratorio, pero el aparato pesaba y no se movió. Para el niño, aquel televisor, con rejilla y botones a un lado de la pantalla y la parte posterior del tamaño de un bombo, debía de ser como un artilugio de otra época. Al otro lado del camino había unas cuantas piedras. Y el hombre observó, fascinado, como Neil se dirigía hacia allí, seleccionaba una y la arrojaba contra el cristal con todas sus fuerzas.
«¡Bum!».
Un sonido potente en un lugar silencioso. El cristal no se hizo añicos, pero la piedra lo traspasó y dejó un agujero con los bordes estrellados, como de un disparo. Neil cogió una segunda piedra y repitió el gesto, fallándole la puntería esta vez, pero luego volvió a intentarlo. Con el resultado de un nuevo orificio en la pantalla.
El juego empezaba a gustarle.
Y el hombre entendía por qué. Aquel acto de destrucción trivial era equiparable a la agresividad cada vez mayor que el niño exhibía en la escuela. Era un intento de dejar su huella en un mundo que parecía ignorar por completo su existencia. Tenía su origen en el deseo de ser visto. De ser tenido en cuenta. De ser amado.
En el fondo, eso era lo que el niño quería.
El corazón del hombre empezó a acelerarse, le dolía solo de pensarlo. Salió en silencio de entre los arbustos, por detrás del niño, y susurró su nombre.
Dos
«Neil. Neil. Neil».
El inspector Pete Willis caminaba con cautela por el descampado, oyendo cómo los policías que lo acompañaban repetían a intervalos preestablecidos el nombre del niño desaparecido. Entre una llamada y otra, reinaba el más absoluto silencio. Pete levantó la vista y se imaginó las palabras flotando en la oscuridad, desapareciendo en el cielo nocturno del mismo modo que Neil Spencer parecía haber desaparecido de la faz de la tierra.
Barrió con el haz de luz de la linterna el suelo, proyectando un dibujo cónico, tanto para alumbrar sus pasos como para buscar algún indicio del niño. Pantalón de chándal y calzoncillos de color azul, camiseta con un motivo de Minecraft, zapatillas deportivas negras, mochila tipo militar, cantimplora de agua. El aviso había entrado justo cuando acababa de sentarse a disfrutar de la cena que se había preparado, y pensar en que el plato debía de seguir allí en su mesa, sin tocar y enfriándose, hizo que le rugiera el estómago.
Pero había desaparecido un niño y había que encontrarlo.
La oscuridad hacía invisibles a los demás agentes, pero sus linternas seguían iluminando la zona. Pete miró el reloj: las 20.53. El día tocaba prácticamente a su fin y, a pesar de que por la tarde había hecho calor, la temperatura había caído bruscamente en el último par de horas y el aire gélido le provocó un escalofrío. Con las prisas, se había olvidado la chaqueta en comisaría y la camisa apenas le protegía contra los elementos. Además, sus huesos empezaban ya a ser viejos —tenían cincuenta y seis años de edad—, aunque la verdad era que tampoco hacía una noche para que los más jóvenes estuvieran a la intemperie. Y muy especialmente un niño perdido y solo. Herido, lo más probable.
«Neil. Neil. Neil».
Sumó a la llamada su propia voz:
—¡Neil!
Nada.
Las primeras cuarenta y ocho horas posteriores a cualquier desaparición son siempre las más cruciales. El aviso de desaparición del niño se había recibido a las 19.39, apenas hora y media después de que el pequeño hubiera salido de casa de su padre. Tendría que haber llegado a su casa hacia las 18.20, pero como la coordinación entre los padres en cuanto a acordar la hora de llegada de Neil había sido escasa, la ausencia no había quedado patente hasta que la madre había telefoneado por fin a su exmarido para preguntar por el niño. Cuando la policía había llegado a la escena del suceso, a las 19.51, la oscuridad se cernía sobre el lugar y habían transcurrido ya cerca de dos horas de las cuarenta y ocho iniciales. Y ahora habían pasado ya casi tres.
Pete sabía que, en la inmensa mayoría de casos, los niños desaparecidos se localizaban rápidamente sanos y salvos y se devolvían a la familia. Los casos de desaparición infantil se dividían en cinco categorías: casos descartables, desaparición voluntaria, accidente o percance, secuestro dentro del ámbito familiar y secuestro fuera del ámbito familiar. Las leyes de la probabilidad apuntaban a que la desaparición de Neil Spencer acabaría siendo resultado de algún tipo de accidente y que el niño sería localizado pronto. Pero aun así, cuánto más avanzaba Pete por aquel descampado, más le decía su instinto que el resultado sería distinto. Notaba una presión agobiante en el corazón. Aunque, por otro lado, sabía también que cualquier desaparición en la que estuviera implicado un niño le hacía sentirse así. Aquello no quería decir nada. Era simplemente que los terribles recuerdos de lo sucedido veinte años atrás emergían a la superficie y arrastraban con ellos malas sensaciones.
El haz de luz de la linterna enfocó un objeto de color gris.
Pete se detuvo en seco y volvió a enfocar hacia aquel punto. Debajo de unos arbustos había un viejo televisor con la pantalla rota por varios lugares, como si la hubieran utilizado a modo de diana para hacer puntería. Se quedó observando el aparato unos instantes.
—¿Alguna novedad?