El mejor periodismo chileno 2019. Varios autores

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encontrar un lugar porque está caro todo. Yo no gano un dineral, mi trabajo es de obrero nomás. Es fregado.

      Geraldine y su papá llevaban más de un año viviendo juntos cuando el espanto los golpeó. Las últimas semanas habían sido agitadas para los dos: él había comenzado un nuevo trabajo y ella había aumentado su participación en las manifestaciones masivas que se iniciaron el 18 de octubre cuando estudiantes secundarios saltaron el torniquete del Metro en protesta por el alza en las tarifas.

      “Evadir, no pagar, otra forma de luchar” fue el grito que inició una crisis que escaló hasta dejar en jaque al gobierno de centro derecha de Sebastián Piñera. Por vez primera desde el retorno a la democracia, se decretó estado de emergencia y toque de queda por las protestas sociales.

      Hubo saqueo de supermercados y quema de estaciones de Metro. Los militares intentaron controlar el orden público en casi todo Chile entre la madrugada del 19 de octubre y las 00:00 horas del 28 de ese mes. En ese periodo, hubo cuatro muertos a manos de agentes del Estado; otros, como José Miguel Uribe Antipani (25) en Curicó, cayeron por la acción de civiles; y hubo más de 20 calcinados en incendios de comercios asaltados por turbas.

      El movimiento social no se detuvo y entonces los ojos de cientos de personas fueron alcanzados por balines de Carabineros. En noviembre, el horror subió de escala: al estudiante de sicología Gustavo Gatica (22) y a la trabajadora Fabiola Campillai (36) los dejaron ciegos.

      Gustavo tuvo un doble estallido ocular provocado por perdigones. A Fabiola, una lacrimógena le fracturó la mirada.

      Héctor sintió miedo; Geraldine, no. Quizás esa diferencia hizo que para él prohibirle acudir a Santiago centro, a la Plaza Dignidad, se convirtiera en una batalla perdida:

      —Era un problema porque me hablaba con muchos fundamentos de por qué ella salía.

      También del patriarcado. Yo me tenía que quedar callado porque no sabía qué responderle, porque son cosas que uno a veces las deja pasar y ella tenía esa capacidad de verlas con más facilidad.

      Frente a los argumentos de Geraldine, Héctor pasó del “no vayas” al “cuídate, por favor”. No tenía mucho margen para negociar: los horarios en su trabajo no coincidían con los de la muchacha y además ella, como muchos de su generación, estaba convencida de que los cambios se conquistan en las calles.

      —Yo estaba con mucho temor porque veía lo que pasaba y se lo comentaba. “No, papá, si no me va a pasar nada, si yo arranco, papá, he arrancado todas estas veces de los pacos” me decía. Pero yo estaba angustiado. Le repetía: “Hay jóvenes que perdieron su vista, Geral, y la próxima puedes ser tú, quién sabe qué te puede pasar, hija, por estar luchando”.

      —¡Baja la cabeza, no te movaí! ¡Baja la cabeza!

      En el día internacional de los Derechos Humanos, Michael Díaz y su piquete de rescatistas del Teatro del Puente —Martín Figueroa, enfermero neurólogo; Gelver Contreras y Benjamín Pizarro, naturópatas; y Rodolfo Araneda, bombero— llevan horas atendiendo sin parar a personas lesionadas en las protestas. La mayoría son casos de simple resolución, pero cuando reciben a Geraldine advierten que están ante algo grave. Sin camilla para traslado, son socorridos con este implemento por los “Cascos Rojos”, otra de la veintena de organizaciones que presta ayuda a los ciudadanos heridos en las movilizaciones.

      Vendan con rapidez a la muchacha y parten los dos escuadrones con ella hacia un puesto de atención médica más equipado y mejor protegido en calle Nueva Bueras. El punto clínico está a dos cuadras, pero el trayecto para los equipos no se mide en metros ni en los escasos diez minutos que tardan en entregarla a los profesionales de “Salud a la Calle”, sino en el drástico deterioro de la muchacha que intenta incorporarse, desorientada, y es de inmediato conminada por Michael a no moverse: temen lo peor y no se equivocan.

      — ¡Baja la cabeza, no te movaí! ¡Baja la cabeza! ¡¿Quién recibe acá?!

      A la entrada del pasaje sin salida la médica Amanda Zapata (26), de Salud a la Calle, aguarda la llegada de Geraldine. Han sido avisados por teléfono de que va un paciente crítico y coordinan el arribo de una ambulancia del Servicio de Atención Médico de Urgencias (SAMU).

      Apenas los rescatistas doblan la esquina cargando a la joven, ella comienza con vómitos explosivos.

      —Es una niña, aparente impacto de lacrimógena en la región frontal. Tiene compromiso de conciencia, está vomitando —informa Michael.

      Geraldine presenta convulsiones. Cuando le levantan los párpados, buscando alguna reacción a la luz, descubren que hay una diferencia radical en el tamaño de sus pupilas. Se trata de una anisocoria severa que indica un compromiso neurológico en curso. Amanda toma su teléfono: realizó el primer contacto con el SAMU a las 20:39, cuando Geraldine estaba en camino. A las 20:46 insiste: los signos vitales caen bruscamente. “Soy la doctora Zapata, este paciente está grave, ¿dónde está el móvil?”.

      Mientras esperan, le ponen una vía venosa para suministrar medicamentos y una cánula en la faringe —el paso previo a la intubación— para despejar las vías respiratorias. Un médico manipula un desfibrilador automático. Disponen de uno que hasta ahora no han utilizado. Ruegan no tener que hacerlo, pero deben estar preparados.

      Saben que están frente a un traumatismo encéfalo craneal que está evolucionando de manera negativa. Le aplican la escala de Glasgow para medir la respuesta ocular, verbal y motora. Obtiene 3 de 15 puntos. Está en un coma profundo. Ya ni siquiera reacciona al dolor. Al lugar llega corriendo un chico que la conoce: les cuenta que ambos están en segundo medio.

      Geraldine, comenta, tiene 15 años.

      Los voluntarios se miran desconcertados. Amanda un mes antes, en ese mismo rincón, había atendido a Gustavo Gatica: recuerda la desazón que tuvo al constatar que el universitario tenía perdigones incrustados en sus dos ojos, y que era imposible que volviera a ver. Ahora estaba perdiendo a una niña por la represión policial.

      Michael tampoco logra encajar el asombro:

      —¡Chucha, no puede ser, se nos va a morir una cabra chica!

      A las 20:56, la ambulancia del SAMU llega por Geraldine y es trasladada hasta el Hospital de Urgencia Pública (la ex Posta Central) donde arriba 15 minutos más tarde. En el recinto hay otros pacientes graves: Héctor Gana Sandoval (35), quien recibió una lacrimógena en la parte posterior de su cabeza, y un hombre con una herida expuesta en una muñeca también por este elemento. De todos ellos, la que presenta el cuadro clínico más complicado es la niña.

      De madrugada, la someten a una craneotomía descompresiva —le abren una parte del cráneo para acceder al cerebro— y le

      realizan un vaciamiento de hematoma subdural. Está con riesgo vital. Si sobrevive, si logra esa hazaña, es probable que quede con secuelas importantes.

      La indignación crece. El director del Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH), Sergio Micco, dará cuenta al día siguiente, el miércoles 11, de 14 víctimas de agentes del Estado:

      “Exigimos que se siga un protocolo y siguen ocurriendo estas cosas. Lo que ha ocurrido anoche es terrible, esto se tiene que terminar”.

      —Oye, Geral, pasé a Cuarto Medio E.

      —Con E de “estúpida”. Yo pasé a Tercero A.

      —Con A de “admirable”.

      Es la mañana del 24 de diciembre. Han transcurrido 14 días desde que la China cayó herida en la Alameda y se recupera en la Unidad de Cuidados Intensivos de la clínica Indisa, donde fue derivada por Ley de Urgencia. Su mejor amiga, Jesenia Arriagada Parra (18), ha podido por fin visitarla. Estaba, recalca, muy nerviosa. Creía que Geraldine no la iba a recordar o que a ella le iba a costar reconocerla. ¿Se encontraría con la chiquilla risueña que habitaba en su


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