El nido verde. Edith Bello

El nido verde - Edith Bello


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de espinas y los clavos incrustados en manos y pies. Pensaba que me sería imposible dormir en ese lugar sabiendo que Jesús había muerto por mis pecados, como decían.

      La casa de mi abuela paterna, una adventista fiel, era fresca y luminosa. No adoraba las imágenes religiosas, pero las paredes de su cuarto estaban cubiertas por pinturas al óleo de pastores con sus rebaños. Los cuadros transmitían el deseo de zambullirse en ese prado florido y ser parte de la obra. Pero no era necesario soñar porque desde su casa era posible ver el cielo diáfano contrastado por un mar de amapolas rojas. Mi abuela Emilia era una gran cocinera, que, además de preparar las pastas más ricas a base de ricota y papas, elaboraba tortas con semillas de amapola. Los nietos siempre supusimos que el prado rojo en el fondo de su casa se debía a estas volátiles semillas que silenciosamente se expandían al azar hasta que en primavera florecían como un mar rubí. En mi casa no había pinturas con bellos paisajes de luz y paz. Sin embargo, encontré a mi Dios jugando con la naturaleza. Descubrí la vida en el jardín de Ruth, un lugar sagrado que no hallaba en ninguna otra parte. Menos aún en los cultos y en las misas donde los rituales me parecían artificiales, tediosos y sin vida. En ese momento no lo sabía, pero desde mis ojos de niña había captado el proceso de la vida en la fibra íntima de la naturaleza. Y eso me conectaba con lo esencial.

      La casa de mis padres no era como la de los demás; era un territorio sin límites. La gente ingresaba con total libertad por cualquiera de sus flancos. El frente comunicaba con el negocio de mi madre que provocaba la circulación permanente. El ala derecha con la propiedad de la Iglesia adventista y con el jardín de Ruth sin ninguna línea divisoria, más allá de un pequeño ligustro. La izquierda con el negocio mayorista de mi padre que habilitaba el ingreso de vehículos en forma constante. Y el fondo desembocaba en un centro de manzana donde se había instalado una cancha de fútbol vecinal. La gente venía a mi casa para comprar, hablar por teléfono o simplemente por rutina. Pasaban por allí como si fuese una feria. Mis primos eran una banda que la consideraba su espacio de juegos. Esta intrusión no molestaba a mi padre, que la promovía con reuniones y festejos. Mientras mi madre añoraba tener su casa independiente del negocio. Y yo deseaba tener una puerta con un timbre para que la gente tuviera que llamar para ser recibida. Necesitaba orden y belleza en mi vida. Algo que delimitara con gracia lo nuestro de lo ajeno. Esto no era posible porque la casa estaba invadida y no había perspectiva de que la situación fuera a cambiar.

      Mi madre padecía angustiosamente la falta de privacidad y decía que esto sucedía porque la casa y el negocio estaban mezclados. También acusaba al teléfono de ser responsable del problema. Un día, el comedor de mi casa se transformó, cuando mi padre trajo aquel artefacto negro y cuadrado. Tenía una ruedita que volvía a su lugar con cierta musicalidad después del discado. Lo ubicó en un rincón y estaba conectado a un cable grueso que se perdía por un orificio. Desde ese día, parientes y vecinos comenzaron a llegar sin pausa: llamadas locales, llamadas por operadora, espera, charlas, discusiones, tristezas y alegrías vividas en el comedor familiar. La concurrencia de personas se daba en los horarios más insólitos, almuerzo, cena, noche y madrugada. Las urgencias lo requerían y mis padres estaban siempre disponibles. La familia ampliada era multitudinaria. Seis hermanos casados y con hijos viviendo en los alrededores. Todos conocían y participaban de los problemas de los demás. Eran tan solidarios como voraces. No toleraban quedar afuera de nada y menos de la vida de los otros. Esto provocaba situaciones conflictivas en forma permanente. Pero también se constituían en una red que brindaba seguridad a sus integrantes. Esa reciprocidad era engañosa, ya que casi siempre convocaba al otro a una lealtad incondicional. En este sentido, a los hijos les costaba alejarse de sus padres y de ese modo permanecían en un estado de inmadurez que podía durar toda la vida.

      Mi padre tuvo que salir a trabajar siendo un adolescente, por lo cual apenas pudo buscó transformarse en un trabajador independiente. Creía que el tiempo era oro. Frente a su ímpetu progresista, desde niña generé estrategias para defender mi tiempo a capa y espada de su tiranía. Tuve que aprender a preservarme de quienes hacían uso y abuso de sus integrantes. La empresa familiar utilizaba la mano de obra de hijos y parientes cercanos para el sostenimiento del monstruo común, el negocio. Con los años reprodujo el mismo modelo que lo había explotado. Seguía abusándose a sí mismo sin consideración y demandaba a los demás a seguir su ritmo. “Soy esclavo de mi propia independencia”, repetía una y otra vez. Su independencia tuvo un costo muy alto para todos, en especial para sus hijas.

      5

      Hice la primaria en una institución pública. La Escuela n.º 1 “Melchor Hechague” de San Nicolás. Estaba ubicada en el centro de la ciudad, por lo cual asistían los hijos de profesionales y comerciantes. Comencé el primer grado en 1966 y junto conmigo ingresaron una multitud de alumnos diferentes. Estos niños venían de barrios y villas que se habían conformado en las últimas décadas. En poco tiempo un pueblo tradicional y agrario se había transformado en una ciudad donde la producción de acero comenzó a regularlo todo. La ciudad se constituyó en un polo de atracción que convocaba a personas a miles de kilómetros a la redonda. No solo había espacios nuevos y gente extraña, sino que apareció una moneda hasta entonces no habitual: el dólar. Alemanes y norteamericanos llegaron para dirigir las grandes obras y los provincianos a los que llamaban “los negros” venían en búsqueda de trabajo. Esta expansión masiva fastidiaba a los ciudadanos más conservadores que veían invadida su forma de vida. La migración externa e interna hizo que el paisaje cambiara abruptamente. En este contexto de transformación y desconcierto inicié mi escuela primaria. Recuerdo la impresión que me produjo entrar por primera vez a ese mundo de muros y reglas. Llegué de la mano de Olga, mi hermana mayor, que tenía doce años. Quedé paralizada frente a la escuela ante una imponente escalera de mármol y la figura en bronce de un prócer. Después supe que era Sarmiento. Dos plantas de estilo colonial francés con rejas en las puertas y las ventanas me asustaron. Nada era familiar, pero Olga avanzaba con paso seguro. Ella había cursado con gran prestigio toda la primaria allí. Cruzamos un patio gigantesco rodeado de galerías, columnas y aulas. En el centro se imponían un mástil plateado alto hasta el cielo y un gran escenario de madera. Llegamos al último patio donde estaban las aulas de primer grado. Me dejó con los demás niños y me aseguró que me esperaría a la salida. Yo estaba aterrada, tenía miedo y quería escapar de ese lugar. Había muchísimos chicos y las maestras trataban de organizarnos. Nos fueron llamando uno a uno y nos hicieron un test. Una señorita me entregó una hoja con unos dibujos, me dijo que los observara por unos minutos, luego me retiró la hoja y pidió que repitiera lo que había visto. No respondí nada. Ni una sola palabra. Estaba muda. Conformaron dos aulas de acuerdo a los resultados del test. Fui directamente a la sección B. Nos acomodaron de manera apretujada tres o cuatro niños por banco. Yo estaba sentada adelante de todos, apenas apoyada en un extremo sin pupitre. Me aferraba al portafolio que mi padre me había regalado para mi primer día de clase. Lo había traído de Misiones, era de cuero con dibujos de la selva grabados en relieve. Lo tenía apoyado sobre las piernas. La maestra tenía aspecto de guardiacárcel. Corpulenta, dos metros de altura y una melena de rulos despeinados no ocultaban su rostro torpe. Se dirigía a los niños a los gritos. La situación era terrorífica y quería desaparecer. Recuerdo recorrer con la punta de los dedos los dibujos de los animales salvajes de mi portafolio como una forma de evasión. Finalmente me puse a llorar. La misma persona que me hizo el test se acercó y me preguntó por qué lloraba. Le respondí: “Porque la maestra es fea”. No recuerdo cómo sucedió, pero aparecí mágicamente en la sección A con la señorita Nancy, quien de ahí en más fue mi maestra de primero y segundo grado. Una mujer bella e inteligente que me salvó la vida. Recuerdo lo cuidadosa que era con su aspecto y sus gestos. Tenía el cabello oscuro y brillante que recogía en una especie de banana. Sus manos finas corregían mi cuaderno con delicadeza mientras me hipnotizaban sus anillos de plata. Siempre usaba el mismo perfume que se esparcía desde su escritorio. Era una mujer distinta a todas las que había conocido en mi corta vida. Con el tiempo comprendí que estaba en el curso con los hijos de maestras, profesionales y comerciantes. En el otro, con la tremebunda señorita Beba, estaban los chicos de las villas, los hijos de los obreros no calificados. Ellos también recibieron educación pública y gratuita, pero fueron víctimas de una discriminación que yo no padecí. Mis lágrimas del primer día de clase evitaron que viviera lo que ellos sufrieron. Hasta hoy recuerdo los dibujos que


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