El nido verde. Edith Bello

El nido verde - Edith Bello


Скачать книгу
servilismo, pero mucho tiempo después comprendí que era su manera de no participar del juego. Cumplía con los deberes de esposa de modo irreprochable, pero se resistía a ser parte de la celebración. Con gran arte se deslizaba entre las grietas de la trama con extrema gentileza, de modo que nadie podía reclamarle nada.

      Bajo un cielo diáfano éramos una familia alrededor de un banquete explosivo. La escena familiar me regocijaba a pesar de los potenciales riesgos. Había un clima de alegría generado por las tías que disipaba cualquier tensión que pudiera surgir entre los hombres. El esposo de Erna y mi padre habían sido muy amigos desde jóvenes. Pero con los años cada uno había tomado posición respecto a la religión y esto hizo que se enfrentaran en varias ocasiones. Ellos no perdían oportunidad de discutir sobre el tema y se disputaban la verdad sobre la vida. Mientras cenábamos el pastor hacía mención de que, salvo ellos, el resto comíamos cadáveres. Sus palabras me provocaban aversión y culpa, pero sobre todo temor a que mi padre con su puño de acero le borrara la sonrisa. Pero eso no sucedía; lejos de pegarle se vengaba por debajo de la mesa. A escondidas proveía de carne al hijo del pastor que se ocultaba esperando el trozo prohibido.

      Cerca de la medianoche, con algunas copas demás, mis tías empezaban a tener un diálogo incomprensible. Se comportaban en forma aniñada hasta que alguna de ellas comenzaba a sollozar. Se alejaban del centro de reunión, se sentaban juntas en el cantero de la galería y ahí continuaban balbuceando en la penumbra. Yo le preguntaba a mi madre qué les sucedía y me respondía que lloraban por la muerte de su padre, mi abuelo paterno. Me quedaba mirándolas a cierta distancia porque parecía como si estuvieran en otro mundo. Era un universo adonde nadie podía llegar. El abuelo había fallecido hacía medio siglo, pero cuando el alcohol derrumbaba sus barreras el pasado se transformaba en un presente doloroso. Esas mujeres fuertes se esfumaban en las tinieblas hasta que la luz de la mañana volvía todo a su lugar.

      En la cena familiar había ausencias, no solo la de los muertos, sino la de los no participados, aquellos que por alguna razón estaban excluidos o deseaban no ser parte. El hermano mayor de mi padre con su mujer nunca estuvieron presentes, pero sí sus hijos. Tampoco los hermanos de mi madre nos visitaban. En aquel entonces yo no dimensionaba los agujeros en la trama y disfrutaba tener una gran familia, aunque más no sea por una noche. Las tres hermanas sobrevivíamos a la relación de nuestros padres. Éramos hijas de una disputa infinita por la identidad y en ese suelo movedizo no lográbamos hacer pie. Durante aquellos encuentros familiares por una noche que yo vivía como mágica se construían puentes sutiles, posibles de cruzar. Era un tiempo fuera del tiempo del cual todos pretendíamos ser parte.

      8

      Los viajes que hacíamos en familia solo tenían dos destinos: Mar del Plata o Misiones. Ya que en ambos lugares teníamos parientes. A mis padres no les gustaba derrochar en hoteles y, según mi madre, no era correcto que una señora usara una cama ajena, donde vaya a saber quién durmió. En mis primeros recuerdos está la casa de mi tía Erna. Situada en Caisamar, uno de los barrios más bellos de la ciudad marítima. Un chalé de piedra y tejas de los años 50 con un cantero de pensamientos que cuidaba con esmero. En el frente de la casa había un lote con un pinar frondoso. Un terreno que ella compró para que nadie osara derribar los árboles frente a su ventana. Cuando todos iban a la playa, yo prefería quedarme con ella mientras mi familia desaparecía. El sol, el viento y el agua salada no eran muy amigables para mí. Con mi tía teníamos una gran afinidad, y compartíamos el gusto por la cocina. Yo la ayudaba a preparar postres y ella me enseñaba el arte culinario con paciencia infinita. El olor de su desván era uno de esos aromas que no se olvidan. Una mezcla de libros, juguetes y hierbas medicinales aromatizaban el sitio. Podía pasarme horas jugando de manera absolutamente apacible en ese lugar mágico. Ella me llamaba Ñañita, diminutivo de Ñaña, un apodo que me había puesto Laura, mi hermana menor. Me sentía mimada y comprendida por esta mujer sabia y generosa. En una oportunidad nos recibió a los hijos de sus hermanos. Ocho en total, además de sus dos hijos, Roly y Liesel. Trece personas en su casa. Menos, Olga y Rubén, los primos mayores que tuvieron que quedarse a ayudar en el negocio. Viajamos desde San Nicolás con la abuela Emilia en un micro de larga distancia que hacía escalas. Así fuimos parando en distintas localidades de la provincia de Buenos Aires, de tal modo que el viaje se hizo larguísimo. Pero estábamos felices de visitar la casa de la querida tía Erna. Sus hijos manejaban un Fiat 600 rojo con el cual nos llevaban a pasear por todos lados. Sin duda desafiábamos las leyes de la física al entrar todos juntos en esa miniatura. Sergio y yo cumplimos años ese mes de diciembre con una semana de diferencia. Ella nos preparó una torta enorme a la que llamaba “el volcán”. Un bizcochuelo gigante con un agujero en el centro relleno con todo lo que uno pudiera imaginar. Merengues, frutas de todas clases y trozos de chocolate. La cobertura era de crema y le incrustaba nueces que lanzaba a la distancia con precisión de arquero. Jamás volví a comer una torta tan exquisita como aquella. Ella era vegetariana y su menú predilecto eran las pastas, así que todos los mediodías disfrutamos de toda clase de masas con salsas variadas. Yo la observaba y me parecía increíble su voluntad para atendernos y agasajarnos. Creo que para ella era importante mimar a sus sobrinos y darles la oportunidad de compartir su casa. Fue un personaje fascinante en mi vida. Una escorpiana intensa, a la que llamaban Indio porque cuenta la historia que, siendo muy pequeña y, como venganza al castigo recibido por una travesura, destruyó una estructura que su padre había construido colgándose de los hierros y saltando como un mono. Esa anécdota quedó como una gracia en la memoria de la familia, así como cuando siendo una jovencita casi arrojó dentro de un pozo de agua a un pretendiente que quiso propasarse. Lo interesante fue que la posible víctima fue el hermano menor de mi madre. Pero todo quedó en familia.

      9

      Roli era mi primo hermano preferido. Quizás porque vivía lejos y lo extrañaba o porque sus andadas eran una leyenda para mí. Una vez al año para las fiestas venía con su hermana a visitarnos. Apenas terminaban las clases viajaban en micro desde Mar del Plata y sus padres llegaban unas semanas después en auto. Yo sentía que diciembre era el mes de la diversión y la libertad. Él llegaba y el mundo se movía. Siempre tenía ideas ingeniosas y la capacidad de entusiasmarnos a todos. Desde hacer una balsa para navegar el río Paraná hasta organizar competencias de barriletes a muerte. La rivalidad no se basaba en cuál llegaba más alto, sino en quién lograba sobrevivir en el cielo. Aunque eran juegos de varones, las primas nos sumábamos. En la adolescencia los intereses fueron variando. Los cambios físicos eran notables y cada vez que volvíamos a vernos nos sorprendíamos de nosotros mismos. En cada reencuentro al comienzo había cierto prurito por acercarnos hasta que volvíamos a recuperar la confianza de siempre. Caminábamos abrazados por todas partes, nos sentábamos horas en la hamaca grande del patio, mirábamos telenovelas acostados en el piso, íbamos al cine y bailábamos juntos en las fiestas. Era rubio de cabello lacio y tenía un corte desprolijo que me encantaba. Se movía con desparpajo y su pelo lo acompañaba con gracia. Tenía ojos marrones oscuros y penetrantes como los de un águila. Un cuerpo bien modelado y bronceado debido a que practicaba deportes en el mar. No era alto, pero poseía demasiada fuerza para su contextura física. Una noche calurosa de enero volvíamos caminando desde el centro. Íbamos abrazados como siempre, tomados de la cintura quizás un poco más apretados que de costumbre. Yo estaba cobijada bajo su hombro izquierdo y sentía que no podía estar mejor cuando inesperadamente él expresó: “¡Qué bien se siente!”. Percibí que era un pensamiento en voz alta. Me di vuelta y quedamos frente a frente. Le pregunté si los primos podían ser novios y sorprendido me respondió que no. Seguimos caminando y charlando como si nada. Yo estaba feliz porque amaba la libertad de diciembre, el clima de las fiestas y su compañía. Durante los años siguientes volvimos a encontrarnos en varias oportunidades. Nos vimos con nuestras respectivas parejas en algún que otro encuentro familiar, cumpleaños, casamientos y funerales. Cada vez buscábamos acercarnos de alguna manera en un abrazo, una mano, una caricia. Y por un instante revivíamos aquellos tiempos de la adolescencia auténticos y llenos de inquietudes.

      10

      A mi padre le gustaba contar anécdotas sobre su vida. Las repetía una y otra vez a todos aquellos dispuestos a escucharlo y también a quienes no lo estaban tanto. Contaba historias sobre su arribo a la Argentina cuando tenía dos años, sobre su infancia en Reconquista, sobre su juventud en San Nicolás


Скачать книгу