Miradas prospectivas desde el bicentenario. Jorge Eliécer Martínez Posada
No la inteligencia operativa diferencia de los primates, sino la competencia social de pensarnos en los otros, de entrar en comunión con ellos y obrar conjuntamente.
Tomasello recibió en diciembre del año pasado el premio Hegel de la ciudad de Stuttgart, otorgado a Jürgen Habermas, Hans-Georg Gadamer, Paul Ricoeur, Niklas Luhmann y Charles Taylor, entre otros científicos sociales y filósofos. Sus obras más leídas: Los orígenes culturales de la cognición humana y ¿Por qué cooperamos?.
En su laudatio destaca el mismo Habermas cómo sus descubrimientos acerca de la cooperación son comparables con los de George Herbert Mead, Jean Piaget y Lev Vygotsky. Todos ellos han introducido un pensamiento filosófico genuino, un nuevo paradigma como una carga de dinamita en un momento de la investigación científica. Tratan problemas que atañen al hombre en cuanto tal. Tomasello descubre, en los intersticios entre psicología y educación, un sentido social del espíritu humano a partir de la relación en tríada que se genera entre dos actores que al coordinar sus acciones comunicativamente entre sí se relacionan con el mundo también en tres escenarios: mundo objetivo, mundo social y mundo expresivo subjetivo.
Ya en la fenomenología de Husserl, para quien precisamente por ello, “la psicología es el campo de las decisiones”, se plantea la necesidad de mostrar cómo en el mundo de la vida se nos da al mismo tiempo la objetividad del mundo y la intersubjetividad en nuestro habitar el mundo como horizonte de horizontes y como sociedad compleja geográfica e históricamente, a la base de los fenómenos, objeto de la investigación científica. Debería entonces quedar clara la estrecha relación entre psicología y pedagogía. Pero, entonces, el peligro está en la frontera. Si aquella define al hombre en términos naturalistas y objetivistas, la educación será instrumental. Pero, si la educación es, de acuerdo con la tradición de la paideia, formación del ser humano, en la más auténtica tradición de la idea de universidad, ilustración para atreverse a pensar, para la autonomía y la ciudadanía, entonces, la psicología, la antropología, la sociología, la lingüística, la ciencia política, la economía y el derecho, en una palabra las ciencias sociales y humanas, la filosofía y la teología, y también naturalmente las ciencias de la naturaleza lucharán porque la universidad no sea una empresa del conocimiento, no se pierda solo en la innovación lineal de la ciencia y la tecnología, sino que, de acuerdo con su herencia humanística de siglos, sea el escenario en el que profesores, estudiantes y colaboradores busquen, de forma mancomunada, el desarrollo de una cultura cosmopolita de justicia como equidad, convivencia y paz.
En las fronteras entre psicología y educación, la filosofía sugiere pensar una y otra desde el mundo de la vida, el que Boaventura llama conocimiento pluriuniversitario. Para Husserl, la crisis de la psicología y con ella de las ciencias y de su enseñanza, es caer en el positivismo, es decir, decapitar la filosofía, sin la cual la educación, paideia en cuanto filosofía aplicada, termina por ser mera estrategia de comunicación de dogmas, contenidos como los llamamos burocráticamente. En efecto, una psicología empirista, fascinada por la prosperidad del método positivo, objetiva el mundo y pierde el sentido de la experiencia mundo-vital y, con ello, de la subjetividad como sensibilidad moral y como agente, al perder todo horizonte societal.
Es lo que ha sucedido con la Ley 1286 de 23 de enero de 2009, por la cual se transforma a Colciencias en Departamento Administrativo y se fortalece el Sistema Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación en Colombia{8}. Ya desde el Artículo 1° en las disposiciones generales se define el objetivo general de la ley: “fortalecer el Sistema Nacional de Ciencia y Tecnología y a Colciencias para lograr un modelo productivo sustentado en la ciencia, la tecnología y la innovación, para darle valor agregado a los productos y servicios de nuestra economía y propiciar el desarrollo productivo y una nueva industria nacional”. Se ha perdido por completo el sentido de los programas de Ciencia, Tecnología y Sociedad (CTS), con los cuales se identificaba Colciencias hace poco, programas de reconocida tradición no solo anglosajona, sino también para quienes “pensamos en español”{9}.
La diferencia entre Ciencia, Tecnología e Innovación (CT+I) y Ciencia, Tecnología y Sociedad (CTS) queda consignada en toda la ley que constituye el nuevo Sistema Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación, liderado por Colciencias, a la que se le perdió la “S”; tomo al azar dos numerales de la misma: uno de los objetivos específicos de la ley será “orientar el fomento de actividades científicas, tecnológicas y de innovación hacia el mejoramiento de la competitividad en el marco del Sistema Nacional de Competitividad”. De acuerdo con estos objetivos, uno de los principales propósitos de esta novedosa política de Ciencia, Tecnología e Innovación será “Incorporar la investigación científica, el desarrollo tecnológico y la innovación a los procesos productivos, para incrementar la productividad y la competitividad que requiere el aparato productivo nacional”. Más adelante quedará claro lo que, desde la idea de universidad para un nuevo humanismo, puede llegar a significar la sublimación de la competitividad en educación.
La ausencia vergonzante de la sociedad, de la ética y de la cultura política en el corazón mismo de la política de ciencia y tecnología apenas les alcanzó a los autores de la ley para recordarse en el Capítulo V -el último- el de las Disposiciones Varias del Sistema Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación -como en una especie de “cuarto de San Alejo”- para formular, antes del artículo dedicado a la vigencia y derogatorias, este producto de cierta “misericordia hermenéutica”: Artículo 34. Ciencia, Tecnología e Innovación en el Ámbito Social. Las ciencias sociales serán objeto específico de la investigación científica y recibirán apoyo directo para su realización.
Más de medio siglo ha transcurrido sin que la Universidad haya podido consolidar sus relaciones con la sociedad. En efecto, ni la universidad modernizante que redujo afanosamente la modernidad a mera modernización, ni la revolucionaria que en su fundamentalismo no pudo diseñar alternativas políticas de cambio, ni la narcisista que todavía no logra reencontrarse con el país real, ni la neoliberal que sigue buscando un futuro al final de la historia, ni la de excelencia en su elitismo han podido relacionarse con la sociedad civil, con esa de carne y hueso a la que pertenecemos y a la que de todas formas se debe la universidad del progreso, la del cambio, la de la excelencia y la de la política. Desde un desarrollismo a ultranza hasta la frivolidad desalmada de los neoliberales, pasando por el protagonismo revolucionario y por el cientificismo se ha considerado a los ciudadanos como masa, como incultos, como menores de edad y se ha mirado a la sociedad civil desde las alturas, desde una autonomía que ha devenido heteronomía para someterse a los estándares de calidad foráneos del capitalismo cognitivo. Es la dialéctica de la ilustración, la crisis de la modernidad en el “Alma Mater”, allí mismo donde esta nació y se nutrió.
Conclusión: por una educación humanista
En las fronteras interiores y exteriores de las relaciones entre psicología y educación está en discusión la condición humana, el hombre como medida de todas las cosas. En esas fronteras intervienen los temas que Boaventura llama conocimiento pluriuniversitario, investigación-acción, ecología de saberes, el Estado nación, las relaciones entre universidad, Estado y empresa, y la democracia participativa interna y externa, todo ello en el marco de la pregunta por la legitimidad y la responsabilidad social de la universidad. Nos encontramos en las fronteras y allí depende si los límites definen y cierran o si estos abren y se mueven en el sentido de tareas, retos e ideas regulativas en sentido kantiano: lo incondicionado de lo condicionado, la universidad sin condición; se trata de que la universidad contemporánea, si quiere ser proyecto democrático y emancipatorio, comprenda lo que el mismo Buenaventura ha llamado la nueva cultura política (Boaventura, 2005) y que John Rawls (2001, pp. 177-180) denomina “cultura política pública”.
Pienso que es responsabilidad de la academia el no haber podido desde los años setenta, los de París 1968, los del movimiento estudiantil, dar alguna claridad acerca de la diferencia entre cultura política, ejercicio de la política y politiquería. Hoy, tenemos que constatar que no basta con distinguir weberianamente entre la vocación del científico y la vocación del político. Esta distinción se ha mostrado insuficiente y ya es hora de que volvamos sobre el tema en situaciones muy diferentes.
El resultado de nuestra falta de imaginación desde las revueltas a partir del 68 es el temor