Miradas prospectivas desde el bicentenario. Jorge Eliécer Martínez Posada
Ilustración la tradición universitaria de Occidente, incluyendo el humanismo y el renacimiento, es el proyecto y la utopía de la universitas, como campus para todos los saberes: los de las ciencias, los de la moral y los de la estética; los mismos que como experiencia en el mundo de la vida constituyen nuestro habitar el mundo y nos ayudan a comportarnos de forma coherente en nuestro mundo objetivo (ciencias duras), en nuestro mundo social (ciencias blandas) y en nuestro mundo subjetivo (humanidades y artes).
Que esta idea de universidad en Occidente esté en crisis, como lo señalamos Boaventura, más bien podría significar que de su naturaleza es precisamente ser sensible a las crisis tanto de las personas como de la sociedad en su conjunto. En qué términos y en qué momentos de la historia reciente se haya señalado dicha crisis, es secundario con respecto a la pregunta por las posibilidades de desarrollo de la idea de universidad como proyecto que pudiéramos asumir hoy por universitarios en nuestra situación.
En 1986, al cumplir seiscientos años la Universidad de Heidelberg en Alemania, Jürgen Habermas habló, en el lugar donde había comenzado su docencia bajo la mirada de Hans Georg Gadamer y Karl Lowith, sobre “La idea de universidad: procesos de aprendizaje”. Allí revisa tres propuestas recientes de reforma de la universidad alemana en la perspectiva de los textos clásicos de Humboldt, Schleiermacher, Schelling y Fichte, entre otros, sobre “La idea de la universidad alemana”, compilados por Ernst Anrich en 1959{4}.
Habermas se refiere inicialmente a Karl Jaspers, quien desde 1923 y luego inmediatamente al final de la guerra en 1946, ya reclamaba una reforma de la universidad de acuerdo con su idea, formulada de nuevo en 1961: “O se consigue el mantenimiento de la universidad alemana mediante el renacimiento de la idea comprometiéndola con la realización de una nueva forma organizativa, o ella encontrará su final en el funcionalismo de las gigantescas instituciones de aprendizaje y formación de fuerzas especializadas para la ciencia y la técnica. Por ello es necesario a partir de la pretensión de la idea, bosquejar la posibilidad de una renovación de la universidad” (Jaspers y Rossmann, 1961 citado por Habermas, 1987, p. 73). Jaspers parte del principio del idealismo alemán: “Sólo quien lleva consigo la idea de universidad puede pensar y obrar consecuentemente con la universidad”. Naturalmente, el idealismo de Jaspers choca con la realidad, enfatizada precisamente en una columna conmemorativa de los seiscientos años de Heidelberg: “Reconocerse en la idea de universidad de Humboldt es la mentira vital de nuestras universidades. No tienen ninguna idea”.
Tratando de concretar las funciones de la universidad contemporánea, en la tradición de la universidad como formadora de personas y de nación, los reformadores siempre han buscado responder a los nuevos tiempos, claro, de acuerdo con su concepción de sociedad. De todas formas, independientemente de la ideología inspiradora, la universidad contemporánea parece conservar lo que para Parsons en su libro pionero sobre la universidad en Norteamérica son sus cuatro funciones canónicas: la función nuclear (a) de la investigación y de la promoción de nuevas generaciones científicas, va de la mano con (b) la preparación profesional académica (y la producción de conocimiento valorable técnicamente), por una parte, y, por otra, con (c) tareas de la formación general y (d) de las contribuciones para la autocomprensión cultural y la ilustración intelectual de la sociedad (Parsons y Platt, citado por Habermas, 1987, p. 93). Estas funciones se articulan para Parsons (1971, p. 97) en el sentido que la educación “sintetiza los temas de la revolución industrial y de la revolución democrática: igualdad de oportunidades e igualdad de ciudadanía”. Se trata de esos dos momentos complementarios de la modernidad: el desarrollo material de la sociedad con base en la ciencia, la técnica y la tecnología; y, por otro lado, el auténtico progreso cultural de la nación. Solo en esta complementariedad se va logrando la constitución de una sociedad civil con base en procesos incluyentes, en los cuales se obtienen la formación de la opinión pública y de la voluntad común de una ciudadanía capaz de concertar y de reconstruir el sentido de las instituciones y del Estado de Derecho, sin que haya que concebir, de una parte, como procesos diferentes la formación en valores para la solidaridad y la democracia, y de otra, una educación de calidad para la ciencia, la tecnología y la innovación.
Al constatar Habermas (1987, p. 91), incluso antes de la para muchos “contrarreforma” de Bolonia, la impotencia de las reformas de la universidad en los extremos estructural-funcionalista o de ideología socialista, se pregunta: “¿Acaso no deberíamos reconocer que esa institución también puede existir muy bien sin aquella idea, que la misma universidad tuvo de sí misma y de la que estamos enamorados?”.
Ante la impotencia de las ciencias en su desarrollo diferenciado y desde su neutralidad valorativa para poder ser polo unificador de la universidad contemporánea, y ante la imposibilidad de intentarlo desde una crítica materialista, superada desde siempre por la eficiencia del mercado, una teoría crítica de la sociedad solo conserva el recurso de renovar radicalmente el sentido mismo del quehacer universitario: su búsqueda de verdades en el horizonte del mundo de la vida, teniendo en cuenta la complejidad de lo real.
Este es el pensamiento central de la idea de universidad que ya se encuentra en Schleiermacher, uno de sus ideólogos: “La primera ley de todo esfuerzo orientado hacia el conocimiento es: comunicación; y en la imposibilidad de decir cualquier cosa, inclusive únicamente para sí mismo, sin lenguaje, la naturaleza misma ha expresado con toda claridad esta ley de la comunicación” (Anrich, 1959 citado por Habermas, 1987, p. 95). Al citar este pasaje de Los pensamientos ocasionales acerca de las universidades en el sentido germano, reconoce Habermas que se toma en serio el hecho de que son las formas comunicativas las que conservan en última instancia unidos los procesos universitarios de aprendizaje en sus diferentes funciones, como ya lo había expresado también Humboldt al analizar las relaciones de los profesores con sus estudiantes: el docente “debería buscarlos, si ellos (los estudiantes y jóvenes colegas) no se congregaren espontáneamente en torno a él; así se aproximaría más a la meta de la universidad mediante la unión de los más experimentados, pero precisamente por ello más fácilmente unilaterales y con menor fuerza vital, con los más frágiles y todavía indecisos, buscando animosos en todas direcciones” (Anrich, 1959 citado por Habermas, 1987, p. 96).
Esta concepción discursiva de la educación como nervio de la red comunicacional que es la universidad contemporánea promovería la realización de su idea: la comunidad de docentes, estudiantes y colaboradores que viven de la esperanza normativa en la razonabilidad de los mejores argumentos, como razones y motivos que, en todo momento, pueden penetrar en una institución de puertas abiertas al público.
Se trata, por tanto, de desarrollar el estatuto epistemológico y metodológico del actuar comunicacional en sus tres momentos: el primero, el cambio de paradigma de la filosofía de la conciencia y del diálogo del alma consigo misma, del monólogo de la reflexión a la comunicación y el diálogo. La detrascendentalización de la razón humana puede cambiar de signo a lo universal: partiendo de lo a priori, del mundo de la vida como horizonte de horizontes, se comprende el noúmeno y la cosa en sí de Kant, como principio esperanza, reencantamiento del mundo necesariamente desencantado por la ciencia, la técnica y la tecnología. El segundo, la participación, que no la mera autorreflexión, hace de la facultad de juzgar lo que Hannah Arendt en sus conferencias sobre la filosofía política de Kant devela como procedimiento para partir de lo concreto de lo singular en busca de utopías en el horizonte de universalidad del cosmopolitismo tanto estoico como kantiano. Entonces sí, el segundo momento de la comunicación puede anteponer a la misma razón, como lo propone Martha Nussbaum{5}, la imaginación narrativa, la hermenéutica de la condición humana, la comprensión tanto de los contextos, como de lo singular y de la sensibilidad humana, una fenomenología del mundo de la vida y de la sociedad civil. “Sin la intersubjetividad del comprender ninguna objetividad del saber” (Habermas, 2005, p. 177). Para finalmente, en un tercer momento, poder argumentar, si y cuándo fuere necesario, dando razones y motivos para concertar puntos de vista acerca de aquellos mínimos sin los que no podríamos reconocernos como diferentes en nuestras diferencias de máximos culturales, valorativos y morales: no hay pluralismo ni interculturalidad si a la base no está el debate público político en ese espacio de razones constituido por la hermenéutica.
Una comunidad de docentes, estudiantes y colaboradores, animada por procesos de cooperación, está preparada para asumir