Gorilas en el techo. Karen Karake

Gorilas en el techo - Karen Karake


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alguno que otro error para poder usar mi lápiz rojo y tacharle algo como lo hacen en el colegio.

      Un día me dijo que como ya se sabía el abecedario, se lo iba a enseñar a sus hermanitos, que si yo le podía prestar unos lápices y un poco de papel.

      —Es que 12 somos —me dijo tapándose la boca mientras se reía, como si le diera pena reírse o tener tantos hermanos.

      —¿12? —pregunté.

      —Bueno somos 15, pero los otros tres ya andan muertos —dijo y como sonreía, pensé que lo estaba inventando.

      Tampoco hablaba mucho de su familia, nomás que a uno de sus hermanos lo mataron y que otros tres estaban desaparecidos.

      —¿Desaparecidos? —le pregunté—. ¿Cómo así?

      —Pues así. Qué ratos que no sabemos nada de ellos.

      Me dijo que allá donde viven es puro campo, que siembran maíz, que tienen gallinas y pollos y que le encantan los bananos.

      —A mí también —dije, pero ella dice que los de su pueblo son más ricos—. Ay sí, pues, ¿qué tanta diferencia hay entre uno de aquí y uno de allá?

      —Son bien diferentes.

      Cata es de Chimaltenango que queda como a dos horas y media de aquí. No es tan lejos, pero creo que nunca iré. Conozco muy pocos lugares de Guatemala. Cuando sugiero que vayamos a alguno, me dicen mis papás:

      —¿Estás loca? ¿Qué creés que vivimos en Suiza? Pero ese es otro lugar al que creo que tampoco iremos.

      Cuando algo pasa en Guatemala, la gente no deja de hablar de lo mismo por semanas, incluso meses. Si alguien tiene alguna novedad, se agrega ese nuevo pedacito de información a la noticia y dale otra vez con lo mismo, igual que un disco rayado.

      Hace como un año hubo un incendio en la embajada de España y murieron 37 personas. Me enteré porque a ese tema le dieron duro. Unos indígenas y estudiantes de secundaria secuestraron la embajada, “Fueron los guerrilleros”, decía todo el mundo. Ahí supe que podían secuestrar lugares y no sólo gente.

      —¿Qué es lo que pasa, papi? Explicáme, no entiendo nada.

      —Lo que pasa es que esta gente quiere llamar la atención del mundo para que se sepan las malas condiciones de trabajo en el campo.

      —¿O sea que no los dejan trabajar en paz? —le pregunté.

      —Hay guerrilleros que les quitan tierras a los campesinos para quedárselas —explicó—, es como si vinieran a quitarnos la casa, así nomás, porque se les dio la gana.

      —¿Cómo son los guerrilleros? ¿Traen pistola y capuchón?

      —Creo que sí, pero no te toparás con ninguno.

      —¿Por? —pregunté, pero solo me vio con su cara de piensa antes de hacer una pregunta tonta.

      Cata dice que ella sí los ha visto en su pueblo y está segura de que ellos son los que se llevaron a sus hermanos. —¿Por qué? ¿A dónde los llevan?

      —A saber.

      Un niño de mi clase nos contó que murió el papá de una amiga de mi clase. Todos queríamos saber qué pasó. ¿Se lo llevaron? ¿Lo metieron en un cuartito? ¿Le daban comida? Pero nos dijo que él sí murió por una enfermedad.

      —Ah.

      Con mi hermano tenemos un juego, se llama: “¿Qué prefiere?” No hay reglas, uno tiene que escoger entre dos o tres opciones.

      —¿Qué prefiere, comerse el moco de Patty? (La niña más fea de mi clase), ¿o chuparle el pie al Mr. Smith? (El maestro de mate).

      Las preguntas luego cambiaron.

      —¿Usted qué prefiere, morirse balaceada o quemada? — preguntó Gabriel.

      —Baleada. ¿Y usted qué prefiere? —pregunté—. ¿Que lo secuestren o que lo metan a la cárcel?

      Mis papás se enojan cuando jugamos eso.

      Otra cosa de lo que se habló mil veces fue del bombazo en el Parque Central. Estuvo muy feo porque también murió un niño. Vi las fotos del periódico: Había un carro todo explotado, ya ni parecía carro. En otra foto, un montón de gente corriendo, como perseguidos por toros y en las demás, basura y humo. Le dije a mi abuela que no era justo.

      —¿Qué tal si yo hubiera caminado ahí con ustedes y estalla una bomba? ¿Y si hubiera muerto yo?

      —Tocá madera, mamita. Dios guarde —decía tocando la mesa que tenía cerca.

      Un niño de mi clase dice que es muy fácil hacer bombas Molotov. Que se agarra una botella, se llena de gasolina y se cierra con un pedazo de tela, esa es la mecha. Se le prende fuego y dice que hay que aventarla lejos para que no le estalle a uno. Otros niños que se creen la gran cosa dicen que no se le pone gasolina sino aceite de carro.

      —¿Cómo saben eso? — pregunté a mi mamá a ver si sabía.

      —¿De dónde se te ocurren esas cosas?

      —Nomás, así.

      Mi libro, Corazón, se trata de un niño llamado Marco, es de Italia y va a Argentina para buscar a su mamá. Tiene que viajar al otro lado del mundo, dejar su casa y su país a un lugar que no conoce, a vivir con gente que ni siquiera habla su idioma. Por eso me gusta leerlo, de alguna forma nos parecemos.

      [ CAPÍTULO 4 ]

      Hoy desperté pensando en mis abuelos. Los sábados mi abuelo pasa por nosotros para ir a pasear. Su carro es muy lento y cuando Gabriel le pide que acelere, siempre dice con voz de caballero medieval: “Despacio que llevo prisa”.

      —¿A dónde quieren ir? —pregunta aunque ya sabe la respuesta. Vamos siempre al mismo lugar. Mis papás no pueden creer que de todas las cosas que podríamos hacer, la Plaza del Sol es lo que escogemos.

      En la Plaza del Sol no hay nada interesante. Es un centro comercial triste, sin gente. No le pega el sol y la mitad de las tiendas están cerradas, pero tiene escaleras eléctricas. Mi abuelo nos espera abajo sentado en una banca, nos mira subirlas y luego bajar corriendo por las normales. El lugar está medio vacío y podemos subir mil veces. No sé cómo no se aburre. Me gusta que no nos pide que estemos en silencio o que nos quiere ahí enfrentito en donde nos pueda ver. No es porque no se preocupe, solo es diferente a mis papás, ellos piensan siempre lo peor del mundo.

      El otro día mirándolo desde arriba, armé en mi mente una película de lo que no quiero olvidar: Cuando va por nosotros para pasear en bici y nos hace ponernos unos cascos amarillos, o cuando nos lleva por un helado antes del almuerzo. Pero lo que seguro no voy a olvidar es de cómo se sienta con nosotros en las cenas familiares, los adultos lo aburren.

      —¿Vendrás acá sin nosotros cuando no estemos? —le preguntó mi hermano.

      —Sí, claro que voy a venir y voy a traer a otros dos niños que encuentre por ahí, a ver si les gusta subir y bajar como a ustedes.

      En su casa hay pocos libros, no le gusta


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