Gorilas en el techo. Karen Karake
conté que mis amigas me platicaron que la película da mucho miedo. Mis papás no me dejan verla.
—¿Qué tan de miedo creés que sea? —volví a preguntar.
—¿Por qué no lo leés y me contás?
Lo leí, pero no le conté que tenía un capítulo que no era para niños. Es uno horrible en donde Regan, que tiene un espíritu diabólico adentro, se mete una cruz por allá abajo. Por días no paré de pensar en eso, las partes del exorcismo no fueron nada en comparación.
—¿Qué te pareció al fin? ¿Sí es de miedo? —preguntó sonriente.—. ¿Vale la pena leerlo?
—No, mejor no.
—Te voy haré caso entonces.
Eso es algo que también voy a extrañar, que no me trate como niña.
Mi abuela no es como las de mis amigas, la mía dice malas palabras y nos deja decirlas. Tampoco cocina. Si vamos a su casa, nos compra algo de McDonalds o del Pollo Campero. No siempre me gusta comer eso, pero es eso o maíz de lata.
También fuma. Su casa huele a humo y a su crema para la cara. A spray de pelo y a lo que huelen por dentro las gavetas de los calcetines. Ninguna casa huele así, no quiero olvidar ese olor.
En mi libro del cuerpo humano dice que los olores nunca se olvidan, pero quién sabe. Ella es la primera que me felicita en mi cumpleaños, me canta Las mañanitas completas. Sé que llamará aunque no sé si con el horario distinto pueda sea la primera como antes.
Beca me preguntó si me hará falta algo además de la gente.
—No sé, todo —respondí.
—Tenés que decir las tres cosas que más vas a extrañar, como la comida de la cafetería.
—Ajj, qué asco, eso no.
—A la profesora de Español, a ella seguro la vas a extrañar.
—Para nada —le dije—, estoy feliz de que ya no la veré todos los días.
—Ah, ya sé. ¡El helado de vainilla con Milo y Choco Krispis!
Yo nunca digo palabras de amor o cosas como: “Te quiero mucho” o “Te voy a extrañar”, pero con ella no hace falta, me conoce tanto que solo nos sonreímos sin ponernos cursis.
—Las extrañaré a ustedes, al colegio y las guerras de papeles en el bus. Las tortillas, el frijol, nuestras llamadas por teléfono y ver los domingos El Chavo del Ocho.
—Seguro encontrarás algo mejor para ver, algo más divertido.
Pero lo dice porque ella odia El Chavo. A muchas de mis amigas no las dejan verlo, sus papás dicen que es muy vulgar y tonto.
Todo es tonto, peligroso o no para niños.
[ CAPÍTULO 5 ]
Mi casa ya está medio vacía, parece como si hubieran entrado los ladrones. No entiendo a la gente que compra muebles usados. No me gustaría saber que en mi cama durmió alguien más. Ahora me la paso pensando en quién dormirá ahí, si un hombre o una mujer, si un niño que gusta saltar encima o si estará acostada una viejita enferma. Viene gente extraña a ver nuestras cosas, mis papás tienen prisa por vender todo. Llegó una señora que necesitaba solo dos sillas del antecomedor, sin mesa. Una pareja joven no se soltaba de las manos y veían demasiado un espejo que está en el pasillo, no sé si les gustó o solo el verse reflejados.
Otro señor quería la lámpara de la entrada, la que tiene mil diamantitos. Le fascinó. Dijo que quería regalarla a su esposa para su aniversario. Mi mamá odia que le den adornos en fechas especiales, dice que no es casa. Vi cómo pagó a mi papá con una cajita. Pensé que era un llavero o un anillo, pero la abrí cuando no me veían y adentro había unas monedas doradas, de oro, creo, porque estaban en un sobrecito de plástico, como un tesoro. Le dije a mi hermano que así pobres, pobres, no éramos.
Metí mis cosas en cajas, mi mamá las revisó y sacó lo que no necesitaría. Dijo que en Israel no hay espacio para tanto. Al final me llevé menos de lo que pensé. La mayoría de los juguetes ya no los uso. Dejé la muñeca que no tenía pelo y un Donny Osmond que de por sí nunca me gustó; tenía un micrófono ensartado en la mano y no podía ponerle ropa como a un Ken. Mi Barbie sí me la llevé. Empaqué el Monopoly y el Clue, aunque faltaba la cuerda y el candelabro, mi Simon, todos mis lápices y marcadores. También mis libros, dudo que alguien hable español allá así que mejor, por si las moscas, me los llevo. Mis papás dicen que en la casa solo hablaremos en español. Espero, si no, cuando regresemos, ¿cómo nos comunicaremos con los demás?
Cuando pienso en que ya mero nos vamos siento que se me aprieta la garganta, me dan ganas de llorar. Tengo un diario con candado y todo en donde escribo lo que me pasa cada día, pero ahora en lugar de escribir, solo hago rayas y círculos, no me salen las palabras. Las maestras dicen que cuando uno está enojado, ayuda gritar, pegarle a la almohada o escribir. Yo rayo.
Hace un año mis abuelos se cambiaron de casa y se llevaron pocas cosas, dijeron que comprarían todo nuevo. No lo hicieron y cuando uno entra parece que nadie vive ahí, se escucha eco en algunos cuartos. Siento que así será nuestra próxima casa. Dejaremos demasiado y aunque dicen que compraremos todo nuevo, no quiero. Llevan calzadores, baterías y spray de pelo. Hasta clavos empacaron, dicen que allá puede ser que no haya. Ocho cajas, no sé para qué tantas si la mitad de los cuadros los vendieron. Parece que no nos estamos mudando solamente de país, sino de vida. Llevan también tres martillos y un estuche con once desarmadores. Nunca vi a mi papá usar uno, pero no vaya a ser que los necesiten. Con razón no hay lugar para mis cosas.
Sé que mis amigas están organizando una fiesta de despedida. Sería sorpresa, pero mejor me lo dijeron por miedo a que llorara. Todos siempre lloran cuando les gritan: “¡Sorpresa!” A veces siento que es fingido porque nunca lloro de felicidad, pero cuando hicimos la lista de invitados sí lloré. Beca y Sally lloraron conmigo. Sé que no podré hablarles por teléfono como lo hacemos aquí a diario. Hablamos tanto que mis papás piden que cuelgue por si alguien quiere llamar y está ocupado. No sé si volveré a tener amigas. No sé cómo sean las niñas allá, si les guste siquiera hablar por teléfono. Hoy en el colegio me dieron una cartulina firmada por todos mis compañeros, hasta con los que ni hablo tanto. También me escribieron algunas profesoras y una me puso que por fin habría silencio en la clase.
No sé como haré para sacar buenas calificaciones en mi próximo colegio, aquí me va re mal, pero no tanto como a mi hermano. A él le prohibieron escuchar música en las tardes porque no se concentra. Pero veo que se pone los audífonos y mis papás creen que hace sus tareas todo calladito. Mi papá se preocupa por las notas en mi boleta, me dice que no importa si no soy la mejor, que no traiga noventas, que se conforma con setentas. “Hacé tu mejor esfuerzo, yo sé que podés”, pide. Mercedes dice que por ahora no me preocupe por las calificaciones que mejor me enfoque en mis emociones, que exprese lo que siento. Ella y mi papá deberían ponerse de acuerdo.
Hoy viene el camión de la mudanza. Dicen que se irán todas nuestras cosas en containers. Es la primera vez que oigo esa palabra. Me explican que es como un baúl gigante de acero en donde meten todas nuestras cajas. El container viaja en barco o en avión y llega a Israel en un par de meses.
—¿Y si se pierde? —pregunté.
—Dios guarde —dijo mi mamá—, eso no lo digás ni de broma, no pasará.
—Pero, ¿y si sí?
—No me preguntés eso porque me da un soponcio —contestó.
Creo que la dejé pensando. Estas semanas está muy nerviosa, fuma más que antes y se ve preocupada. Me regaña por todo, así que trato de no meterme en su camino. Me da miedo.
Mi papá ya no va a trabajar y cuando le pregunté que con qué dinero viviríamos ahora, me contestó que de eso no me preocupara. Quisiera llorar con él, decirle que no me quiero ir, que por qué no cancelamos todo, que yo ayudo a desempacar y que le prometo, ahora sí, hacer mi mejor esfuerzo en el colegio.