Sin salida. Lynne Graham
las maneras de un asno. Seguramente se había criado en aquel lugar desértico, alejado del mundo y rodeado de vacas, se decía a sí misma. Lucy sacó unos vaqueros de diseño y una blusa bordada, lo único remotamente informal que Cindy había guardado en la maleta.
—No puedo cambiarme en público.
—No es usted tímida… ¿por qué quiere aparentarlo? Dos meses después de la muerte de Mario, apareció enseñándolo todo en una revista.
Lucy cerró los ojos, horrorizada. Ella sabía muy poco sobre la vida de su hermana. Y aquel hombre horrible parecía divertirse ofendiéndola. ¿Cómo sabía tantas cosas sobre Cindy? ¿Realmente había aparecido desnuda en una revista? Lucy sabía que era demasiado gazmoña, pero no podía evitar sentir vergüenza por el comportamiento de su hermana gemela.
Aunque, en realidad, desnudarse delante de una cámara no era algo tan infame. Muchas actrices famosas lo hacían. ¿Cómo se atrevía aquel pueblerino a criticar a su hermana?
—Le he pedido que no me dirija la palabra a menos que sea absolutamente necesario —le recordó Lucy, intentando aparentar severidad.
Cuando salió del servicio vestida con los vaqueros y la blusa, Joaquín del Castillo la hizo objeto de un largo y lento escrutinio al que ella no estaba en absoluto acostumbrada. Los vaqueros eran muy ajustados y la blusa demasiado escotada, pero no había encontrado nada mejor.
El silencio se alargó durante lo que a Lucy le pareció una eternidad. Bajo la mirada intensa del hombre, se sentía consciente de su cuerpo como nunca lo había sido antes. Era como si él la estuviera acariciando con aquellos increíbles ojos verdes. Y eso la ponía muy nerviosa.
—¿Dónde está mi maleta? —preguntó. Sin molestarse en contestar, Joaquín del Castillo colocó un maloliente poncho sobre sus hombros—. ¿Qué hace?
Ajeno a su reacción, Joaquín le colocó un sombrero de paja sobre la cabeza.
—Hay que tener cuidado con el sol.
—¿Dónde está mi maleta? —insistió ella.
—He colocado algunas de sus cosas en la silla. Vamos, no tenemos tiempo que perder.
—¿Ha sacado las cosas de mi maleta? —preguntó Lucy, incrédula. No podía imaginar que aquel hombre había estado tocando sus braguitas y sujetadores…
—Vamos —insistió él, impaciente—. Ponga el pie izquierdo en el estribo y salte sobre la silla.
Lucy apretó los dientes al oír risas detrás de ella. Afortunadamente, se había puesto unas cómodas zapatillas de deporte y decidida, colocó un pie en el estribo. Pero la yegua se movió y Lucy cayó al suelo.
Joaquín del Castillo la levantó de un tirón.
—¿Quiere que la ayude, señora? —preguntó, irónico.
Lucy se soltó de un tirón.
—¡Hubiera podido subir si ese maldito caballo no se hubiera movido! —exclamó, irritada. Aunque no estaba acostumbrada a gritarle a nadie, aquel hombre la ponía de los nervios—. Y lo haré sin su ayuda aunque me mate… así que quédese ahí detrás riéndose con sus amigotes.
—Como usted diga… pero no me gustaría que se hiciera daño —replicó él, sin mover un músculo.
—¡Apártese! —gritó Lucy, sorprendiéndose a sí misma. Sentía tal rabia que habría podido montar sobre un elefante. Segundos después, estaba montada sobre el animal.
—Voy a atar una rienda de paseo a la yegua —murmuró Joaquín del Castillo, sin mirarla.
Aquel tipo parecía un aristócrata dándole órdenes a su criado, pensó Lucy cada vez más furiosa. Unos segundos después, el animal que había debajo de ella empezó a moverse, inquieto.
—El caballo se está moviendo…
—Es una yegua —la interrumpió él—. Chica se pone nerviosa cuando la monta alguien que no conoce. Pero no va a pasarle nada, no se asuste.
Lucy lo observó mientras ataba la yegua a un semental negro que movía las pezuñas como un toro.
—Espero que pueda controlar a ese monstruo…
—No es un monstruo, señora —murmuró él entre dientes.
Joaquín del Castillo era un tipo de hombre desconocido para Lucy. Un hombre temperamental y machista. Y orgulloso de serlo. No parecía haber en él ninguna debilidad.
¿Pero por qué era tan grosero con ella? Después de todo, Lucy había ido a visitar a Fidelio, como él quería. Y, lo supiera o no, debía alegrarse de que ella no fuera Cindy. Su hermana ya estaría de vuelta en el aeropuerto. Cindy, acostumbrada a la admiración masculina, no habría soportado ni un segundo a aquel hombre.
Irónicamente, su hermana le había dicho que la tratarían como a una princesa. Fidelio Páez era un caballero a la antigua usanza, pero Joaquín del Castillo no parecía saber nada sobre la galantería latina. Evidentemente veía a Cindy como una oportunista solo porque se había acostado con Mario la primera noche. ¿Cómo se atrevía a juzgarla tan duramente?
—¿Cómo está Fidelio? —preguntó Lucy entonces.
Joaquín la miró muy serio.
—¿Por fin se ha acordado de él? —preguntó. Lucy se puso colorada—. Está tan bien como cabe esperar en sus circunstancias.
Joaquín subió a su caballo de un salto. Se movía como si formara parte del semental, mientras Lucy estaba tan tensa que le dolían todos los músculos.
—¡No vaya tan rápido! —gritó cuando los caballos empezaron a galopar.
—¿Qué pasa?
—Si me rompo una pierna, no le serviré de nada a Fidelio.
—Pronto se hará de noche y…
—Me estoy asfixiando con este poncho —lo interrumpió ella, agobiada.
—Siento mucho que esta forma de viajar no sea de su gusto, señora.
—Llámeme Lucy. Llamarme «señora» con tan mala educación es ridículo —le espetó ella, furiosa. Joaquín del Castillo la miró como si quisiera matarla—. Sé que no le gusto y no soporto la hipocresía.
—Se llama Cindy, ¿por qué voy a llamarla Lucy? —preguntó él entonces.
Lucy apartó la mirada, molesta por su propio despiste. Afortunadamente, sus padres las habían llamado Lucinda y Lucille.
—La mayoría de la gente me llama Lucy.
—Lucinda —pronunció él lentamente, antes de clavar los talones en el semental.
Lucy intentó no caerse de la yegua mientras seguían galopando por aquel camino polvoriento. El paisaje era irreal. El cielo y la hierba… y el calor, como un ente físico golpeándola sin remordimientos. No había casas, ni gente, ni siquiera el ganado que había esperado. Cuando vio una colina con palmeras, estuvo a punto de lanzar el sombrero al aire. Pero no le quedaba energía. Ni siquiera sabía la hora que era, pero apartarse el poncho y levantar el brazo le parecía un esfuerzo imposible.
—Necesito beber algo —dijo por fin, con la boca seca.
—Hay una cantimplora colgada en su silla —dijo Joaquín, sin mirarla—. Pero no beba demasiado o se pondrá enferma.
—Tendrá que dármela usted. Si miro hacia abajo, me mareo.
Joaquín del Castillo obligó a su caballo a cruzarse con la yegua para que se detuviera y, con una habilidad que la dejó sorprendida, saltó del semental y desató la cantimplora con una mano.
—Una vez vi a un cosaco hacer eso en el circo.
—Yo no aprendí a montar en un circo, señora —replicó él, ofendido.