Sin salida. Lynne Graham
tomó por la cintura.
—¿Pero qué hace…?
—Irá conmigo —dijo él, colocándola sobre el semental y saltando después sobre la silla con tal rapidez que Lucy no pudo protestar. Cuando intentó apartarse de aquel cuerpo duro y musculoso, él la sujetó apretándola contra su pecho con fuerza—. No se mueva —ordenó, impaciente.
Lucy intentaba respirar con normalidad, pero le resultaba imposible. Se le había quedado la boca seca. Joaquín del Castillo olía a cuero, a caballo y… a hombre. Lucy sintió un calor extraño en el vientre, un calor que la hacía sentir extrañamente relajada y sumisa. Las suaves cumbres de sus pechos se habían endurecido al contacto con el torso masculino y la dejaba atónita comprobar que, sin que ella pudiera evitarlo, su cuerpo respondía a la sexualidad que emanaba Joaquín del Castillo.
—Me aprieta demasiado —murmuró, intentando apartar las manos del hombre.
—No se preocupe —dijo él—. No me gustan las mujeres con el pelo teñido.
—¡Yo no llevo el pelo teñido! —protestó Lucy—. Es usted el hombre más desagradable que he conocido nunca. Estoy deseando perderlo de vista. ¿Cuándo llegaremos al rancho de Fidelio?
—Mañana…
—¿Mañana? —lo interrumpió ella, incrédula.
—Acamparemos dentro de una hora para pasar la noche.
Lucy no tenía intención de pasar la noche al aire libre y menos con aquel hombre.
—Pero yo pensé que llegaríamos enseguida.
—Se está haciendo de noche, señora.
—No tenía ni idea de que el rancho estuviera tan lejos —murmuró ella, angustiada.
Siguieron galopando en silencio durante una hora y lentamente el sol empezó a desaparecer en el horizonte. Lucy estaba exhausta. Cuando Joaquín la tomó en brazos para bajarla del caballo, le temblaban las piernas.
El mes anterior había estado en la cama con gripe y se encontraba fatal. Ni a ella ni a Cindy se les había ocurrido pensar que el rancho de Fidelio estuviera en un lugar tan remoto.
Alejada de la gran ciudad, se sentía muy vulnerable. Cindy había viajado por todo el mundo, pero aquel era el primer viaje de Lucy.
Joaquín llevó los caballos al río y ella se dejó caer al suelo. Le temblaban tanto las piernas que no podía sostenerse.
—Supongo que tendrá hambre —dijo él unos segundos después, ofreciéndole una manta.
Lucy negó con la cabeza y lentamente, como un juguete que se queda sin pilas, se tumbó sobre la hierba.
Joaquín del Castillo extendió la manta y la tumbó sobre ella con delicadeza. Era un hombre contradictorio. Recortado contra el horizonte, parecía una sombra amenazadora.
—Parece el demonio —murmuró ella, medio dormida.
—No voy a quedarme con su alma, señora… pero tengo intención de quitarle todo lo demás.
El cerebro de Lucy no registró aquellas palabras. Estaba demasiado cansada.
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