Cuentos de amor, locura y muerte. Horacio Quiroga

Cuentos de amor, locura y muerte - Horacio Quiroga


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sus brazos la ligereza de su ropa, huyó más velozmente aún.

      Un instante después la madre abría el consultorio, y acogía a su antiguo conocido con más viva complacencia con mayor complacencia que cuatro meses atrás. Nébel no cabía en sí de gozo; y como la señora no parecía inquietarse por las preocupaciones jurídicas de Nébel, éste prefirió también un millón de veces tal presencia a la del abogado.

      Con todo, se hallaba sobre ascuas de una felicidad demasiado ardiente. Y como tenía dieciocho años, deseaba irse de una vez para gozar a solas, y sin cortedad, su inmensa dicha.

      –¡Tan pronto, ya! –le dijo la señora–. Espero que tendremos el gusto de verlo otra vez... ¿No es verdad? ... ¿no es verdad?

      –¡Oh, sí, señora!

      –En casa todos tendríamos mucho placer... ¡Supongo que todos! ¿Quiere que consultemos? –se sonrió con maternal burla.

      –¡Oh, con toda el alma! –repuso Nébel.

      –¡Lidia! ¡Ven un momento! Hay aquí una persona a quien conoces.

      Lidia llegó cuando él estaba ya de pie. Avanzó al encuentro de Nébel, los ojos centelleantes de dicha, y le tendió un gran ramo de violetas, con adorable torpeza.

      –Si a usted no le molesta –prosiguió la madre–, podría venir todos los lunes... ¿Qué le parece?

      –¡Que es muy poco, señora! –repuso el muchacho–. Los viernes también. ¿Me permite?

      La señora se echó a reír.

      –¡Qué apurado! Yo no sé... Veamos qué dice Lidia. ¿Qué dices, Lidia?

      La criatura, que no apartaba sus ojos rientes de Nébel, le dijo ¡sí! en pleno rostro, puesto que a él debía su respuesta.

      –Muy bien: entonces hasta el lunes, Nébel. Nébel objetó:

      –¿No me permitiría venir esta noche? Hoy es un día extraordinario...

      –¡Bueno! ¡Esta noche también! Acompáñalo, Lidia.

      Pero Nébel, en loca necesidad de movimiento, se despidió allí mismo y huyó con su ramo cuyo cabo había deshecho casi, y con el alma proyectada al último cielo de la felicidad.

       [II]

      Durante dos meses, en todos los momentos en que se veían, en todas las horas que los separaban, Nébel y Lidia se adoraron. Para él, romántico hasta sentir el estado de dolorosa melancolía que provoca una simple garúa que agrisa el patio, la criatura aquella, con su cara angelical, sus ojos azules y su temprana plenitud, debía encarnar la suma posible de ideal. Para ella, Nébel era varonil, buen mozo e inteligente. No había en su mutuo amor más nube que la minoría de edad de Nébel. El muchacho, dejando de lado estudios, carreras y demás superfluidades, quería casarse. Como probado, no había sino dos cosas: que a él le era absolutamente imposible vivir sin Lidia, y que llevaría por delante cuanto se opusiese a ello. Presentía –o más bien dicho, sentía– que iba a escollar rudamente.

      Su padre, en efecto, a quien había disgustado profundamente el año que perdía Nébel tras un amorío de carnaval, debía apuntar las íes con terrible vigor. A fines de agosto habló un día definitivamente a su hijo:

      –Me han dicho que sigues tus visitas a lo de Arrizabalaga. ¿Es cierto? Porque tú no te dignas decirme una palabra.

      Nébel vio toda la tormenta en esa forma de dignidad, y la voz le tembló un poco al contestar:

      –Si no te dije nada, papá, es porque sé que no te gusta que te hable de eso.

      –¡Bah! Como gustarme, puedes, en efecto, ahorrarte el trabajo... Pero quisiera saber en qué estado estás. ¿Vas a esa casa como novio?

      –Sí.

      –¿Y te reciben formalmente?

      –Creo que sí...

      El padre lo miró fijamente y tamborileó sobre la mesa.

      –¡Está bueno! Muy bien!... Óyeme, porque tengo el deber de mostrarte el camino. ¿Sabes tú bien lo que haces? ¿Has pensado en lo que puede pasar?

      –¿Pasar?... ¿Qué?

      –Que te cases con esa muchacha. Pero fíjate: ya tienes edad para reflexionar, al menos. ¿Sabes quién es? ¿De dónde viene? ¿Conoces a alguien que sepa qué vida lleva en Montevideo?

      –¡Papá!

      –¡Sí, qué hacen allá! ¡Bah! No pongas esa cara... No me refiero a tu... novia.

      Esa es una criatura, y como tal no sabe lo que hace. ¿Pero sabes de qué viven?

      –¡No! Ni me importa, porque aunque seas mi padre...

      –¡Bah, bah, bah! Deja eso para después. No te hablo como padre sino como cualquier hombre honrado pudiera hablarte. Y puesto que te indigna tanto lo que te pregunto, averigua a quien quiera contarte, qué clase de relaciones tiene la madre de tu novia con su cuñado, ¡pregunta!

      –¡Sí! Ya sé que ha sido...

      –Ah, ¿sabes que ha sido la querida de Arrizabalaga? ¿Y que él u otro sostienen la casa en Montevideo? ¡Y te quedas tan fresco!

      –¡...!

      –¡Sí, ya sé! ¡Tu novia no tiene nada que ver con esto, ya sé! No hay impulso más bello que el tuyo... Pero anda con cuidado, porque puedes llegar tarde... ¡No, no, cálmate! No tengo ninguna idea de ofender a tu novia, creo, como te he dicho, que no está. Contaminada, aún por la podredumbre que la rodea. Pero si la madre te la quiere vender en matrimonio, o más bien a la fortuna que vas a heredar cuando yo muera, dile que el viejo Nébel no está dispuesto a esos tráficos y que antes se lo llevará el diablo que consentir en ese matrimonio. Nada el diablo que consentir en eso. Nada más te quería decirte.

      El muchacho quería mucho a su padre, a pesar del a su padre, a pesar del carácter de éste; salió lleno de rabia por no haber podido desahogar su ira, tanto más violenta cuanto que él mismo la sabía injusta. Hacía tiempo ya que no lo ignoraba. La madre de Lidia había sido querida de Arrizabalaga en vida de su marido, y aun cuatro o cinco años después. Se veían aún de tarde en tarde, pero el viejo libertino, arrebujado ahora en su artritis de solterón enfermizo, distaba mucho de ser respecto de su cuñada lo que se pretendía; y si mantenía el tren de madre e hija, lo hacía por una especie de agradecimiento de ex amante, y sobre una especie de compasión de ex amante, y sobre todo para autorizar los chismes actuales que hinchaban su vanidad.

      Nébel evocaba a la madre; y con un estremecimiento de muchacho loco por las mujeres casadas, recordaba cierta noche en que hojeando juntos y reclinados una Illustration, había creído sentir sobre sus nervios súbitamente tensos un hondo hálito de deseo que surgía del cuerpo pleno que rozaba con él. Al levantar los ojos, Nébel había visto la mirada de ella, mareada, posarse pesadamente sobre la suya.

      ¿Se había equivocado? Era terriblemente histérica, pero con raras crisis explosivas; los nervios desordenados repiqueteaban hacia adentro y de aquí la enfermiza tenacidad en un disparate y el súbito abandono de una convicción; y en los pródromos de las crisis, la obstinación creciente, convulsiva, edificándose con grandes bloques de absurdos. Abusaba de la morfina por angustiosa necesidad y por elegancia. Tenía treinta y siete años; era alta, con labios muy gruesos y encendidos que humedecía sin cesar. Sin ser grandes, sus ojos lo parecían por el corte y por tener pestañas muy largas; pero eran admirables de sombra y fuego. Se pintaba. Vestía, como la hija, con perfecto buen gusto, y era ésta, sin duda, su mayor seducción. Debía de haber tenido, como mujer, profundo encanto; ahora la histeria había trabajado mucho su cuerpo –siendo, desde luego, enferma del vientre. Cuando el latigazo de la morfina pasaba, sus ojos se empañaban, y de la comisura de los labios, del párpado globoso, pendía una fina redecilla de arrugas. Pero a pesar de ello, la misma histeria que le deshacía los nervios era el alimento un poco mágico que sostenía su tonicidad.


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