Cuentos de amor, locura y muerte. Horacio Quiroga

Cuentos de amor, locura y muerte - Horacio Quiroga


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sofá:

      –¡Pero qué te he hecho! ¡Qué te he hecho!

      –¡Nada! –le respondí–. Pero yo tampoco te he hecho nada a ti... Creo que estamos en el mismo caso ¡Estoy harto de estas cosas!

      Mi voz era seguramente mucho más dura que mis palabras. Inés se incorporó, y sosteniéndose en el brazo del sofá, repitió, helada:

      –Como quieras.

      Era una despedida. Yo iba a romper, y se me adelantaban. El amor propio, el vil amor propio tocado a vivo, me hizo responder.

      –Perfectamente... Me voy. Que seas más feliz... otra vez.

      No comprendió, y me miró con extrañeza. Yo había ya cometido la primera infamia: y como en esos casos, sentí el vértigo de enlodarme más aún.

      –¡Es claro! –apoyé brutalmente–. Porque de mí no has tenido queja ¿no? ... ¿no?

      Es decir: te hice el honor de ser tu amante, y debes estarme agradecida. Comprendió más mi sonrisa que mis palabras, y mientras yo salía a buscar mi sombrero en el corredor, su cuerpo y su alma entera se desplomaban en la sala.

      Entonces, en ese instante en que crucé la galería, sentí intensamente lo que acababa de hacer. Aspiración de lujo, matrimonio encumbrado, todo me resaltó como una llaga en mi propia alma. Y yo, que me ofrecía en subasta a las mundanas feas con fortuna, que me ponía en venta, acababa de cometer el acto más ultrajante, con la mujer que nos ha querido demasiado... Flaqueza en el Monte de los Olivos, o momento vil en un hombre que no lo es, llevan al mismo fin: ansia de sacrificio, de reconquista más alta del propio valer. Y luego, la inmensa sed de ternura, de borrar beso tras beso las lágrimas de la mujer adorada, cuya primera sonrisa tras la herida que le hemos causado, es la más bella luz que pueda inundar un corazón de hombre.

      ¡Y concluido! No me era posible ante mí mismo volver a tomar lo que acababa de ultrajar de ese modo: ya no era digno de ella, ni la merecía más. Había enlodado en un segundo el amor más puro que hombre alguno haya sentido sobre sí, y acababa de perder con Inés la irreencontrable felicidad de poseer a quien nos ama entrañablemente.

      Desesperado, humillado, crucé por delante de la sala, y la vi echada sobre el sofá, sollozando el alma entera entre sus brazos.

      ¡Inés! ¡Perdida ya! Sentí más honda mi miseria ante su cuerpo, todo amor, sacudido por los sollozos de su dicha muerta. Sin darme cuenta casi, me detuve.

      –¡Inés! –dije.

      Mi voz no era ya la de antes. Y ella debió notarlo bien, porque su alma sintió, en aumento de sollozos, el desesperado llamado que le hacía mi amor –¡esa vez, sí, inmenso amor!

      –No, no... –me respondió–. ¡Es demasiado tarde!

      Padilla se detuvo. Pocas veces he visto amargura más seca y tranquila que la de sus ojos cuando concluyó. Por mi parte, no podía apartar de mi memoria aquella adorable belleza del palco, sollozando sobre el sofá...

      –Me creerá –reanudó Padilla– si le digo que en mis insomnios de soltero descontento de sí mismo la he tenido así ante mí... Salí enseguida de Buenos Aires sin ver casi a nadie, y menos a mi flirt de gran fortuna... Volví a los ocho años, y supe entonces que se había casado, a los seis meses de haberme ido yo. Torné a alejarme, y hace un mes regresé, bien tranquilizado ya, y en paz.

      No había vuelto a verla. Era para mí como un primer amor, con todo el encanto dignificante que un idilio virginal tiene para el hombre hecho que después amó cien veces... Si usted es querido alguna vez como yo lo fui, y ultraja como yo lo hice, comprenderá toda la pureza que hay en mi recuerdo.

      Hasta que una noche tropecé con ella. Sí, esa misma noche en el teatro... Comprendí, al ver al opulento almacenero de su marido, que se había precipitado en el matrimonio, como yo al Ucayali... Pero al verla otra vez, a veinte metros de mí, mirándome, sentí que en mi alma, dormida en paz, surgía sangrando la desolación de haberla perdido, como si no hubiera pasado un solo día de esos diez años. ¡Inés! Su hermosura, su mirada –única entre todas las mujeres–, habían sido mías, bien mías, porque me había sido entregada con adoración. También apreciará usted esto algún día.

      Hice lo humanamente posible para olvidar, me rompí las muelas tratando de concentrar todo mi pensamiento en la escena. Pero la prodigiosa partitura de Wagner, ese grito de pasión enfermante, encendió en llama viva lo que quería olvidar. En el segundo o tercer acto no pude más y volví la cabeza. Ella también sufría la sugestión de Wagner, y me miraba. ¡Inés, mi vida! Durante medio minuto su boca, sus manos, estuvieron bajo mi boca y mis ojos, y durante ese tiempo ella concentró en su palidez la sensación de esa dicha muerta hacía diez años. ¡Y Tristán siempre, sus alaridos de pasión sobrehumana, sobre nuestra felicidad yerta!

      Me levanté entonces, atravesé las butacas como un sonámbulo, y avancé por el pasillo aproximándome a ella sin verla, sin que me viera, como si durante diez años no hubiera yo sido un miserable...

      Y como diez años atrás, sufrí la alucinación de que llevaba mi sombrero en la mano e iba a pasar delante de ella.

      Pasé, la puerta del palco estaba abierta, y me detuve enloquecido. Como diez años antes sobre el sofá, ella, Inés, tendida ahora en el diván del antepalco, sollozaba la pasión de Wagner y su felicidad deshecha.

      ¡Inés!... Sentí que el destino me colocaba en un momento decisivo. ¡Diez años!... ¿Pero habían pasado? ¡No, no Inés mía!

      Y como entonces, al ver su cuerpo todo amor, sacudido por los sollozos, la llamé:

      –¡Inés!

      Y como diez años antes, los sollozos redoblaron, y como entonces me respondió bajo sus brazos:

      –No, no... ¡Es demasiado tarde!....

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