Tiempo para el amor. Anne Weale

Tiempo para el amor - Anne Weale


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y charlando con ella con otros ancianos cuyas mentes siguen en buena forma.

      Ella se rió.

      Pero no le dio ninguna información sobre su familia. Normalmente, la mayoría de la gente solía hablar de sí mismos, pero ella no lo hacía, así que tenía que haber alguna razón para esa reserva tan poco natural.

      Después de almorzar, la mujer nepalesa que estaba sentada a su lado, se inclinó sobre Sarah y le murmuró:

      –Penny.

      A ella no le resultó difícil imaginarse lo que quería y le dijo a Neal:

      –Mi vecina quiere ir al cuarto de baño.

      Él se levantó y salió al pasillo, seguido por Sarah. Mientras la nepalesa se dirigía al baño, ellos siguieron de pie. Así él parecía más alto y fuerte. Pensó que era poco habitual encontrarse a alguien tan fuerte tanto física como intelectualmente.

      Poco después de que los tres se sentaran de nuevo, un niño pequeño, de unos tres años y un sexo indeterminado, empezó a correr arriba y abajo por el pasillo. Un momento después, se cayó al suelo y empezó a llorar llamando a su padre.

      Tal vez el padre estuviera durmiendo profundamente, ya que no apareció y parecía que el personal de vuelo se estuviera dando un descanso.

      Cuando Sarah oyó aproximarse los lloros, estuvo a punto de levantarse, pero Neal se le adelantó. Tomó en brazos al pequeño y empezó a caminar por el pasillo consolándolo en voz baja.

      Sarah se giró para verlo mejor. Era tan atractivo por detrás como por delante.

      Luego él le devolvió el niño a los padres y volvió a su asiento. Ella estaba sorprendida de que hubiera sido precisamente él quien hubiera actuado. Entonces se le ocurrió por primera vez que él podía estar casado y tener hijos.

      –Lo has hecho como un experto –le dijo.

      –Tengo una sobrina de esa edad –respondió él–. Yo prefiero a los niños que les puedes devolver a sus padres cuando ya te has hartado de ellos. El periodismo y las cosas domésticas no van muy bien.

      –Supongo que no –respondió ella preguntándose si eso sería una advertencia.

      Luego pusieron una película y después les dieron un té con pastas.

      Se dio cuenta de que debían estar llegando porque la mujer que iba a su lado se puso a mirar por la ventanilla, lo que le bloqueó por completo la visión a ella, cosa que le fastidió al no poder ver el Himalaya. Pero se dijo a sí misma que, al fin y al cabo, era al país de esa mujer al que se estaban acercando y ¿quién tenía más derecho a ver esas famosas montañas que una nepalesa de vuelta a su hogar?

      Tal vez Neal se diera cuenta de su frustración, ya que tocó el brazo de la mujer y habló con ella de una manera que Sarah le pareció mucho más fluida de lo que le había dicho que lo hacía. Después la mujer se echó atrás y ella pudo ver el Himalaya brillando al sol de la tarde.

      Cuando la vista distante de los picos gigantes cambió y vio más de cerca las verdes colinas que rodeaban el valle de Kathmandú, Sarah supo que la excitación que debía haber sentido al estar a punto de conocer a sus compañeros de marcha se veía aminorada por su falta de ganas de despedirse de su actual compañero de viaje.

      Neal, sabiendo que ella no había dormido en el trayecto entre Londres y Doha, le dijo de repente:

      –Esta noche estarás cansada antes incluso de que hayas terminado de cenar, ¿pero qué te parece si nos vemos mañana por la noche?

      –Me gustaría, pero puede ser un poco difícil. ¿Te puedo llamar por la mañana?

      –Claro… Te daré mi número de teléfono.

      Él se sacó un paquete de Post–it de uno de los innumerables bolsillos y un bolígrafo de otro. Lo escribió y le dijo:

      –Que sea antes de las nueve, ¿quieres? Mañana tengo mucho que hacer.

      –Espero poder hacerlo. Me gustaría cenar contigo.

      –A mí también… mucho. Me ha gustado hablar contigo.

      El fondo de esas palabras estaba muy claro y a ella se le revolvieron las entrañas. ¿Pero no se estaba precipitando un poco? Había estado muy bien que Naomi le hablara de no retroceder, pero todos los instintos de Sarah le decían que, en ese caso, el consejo de su amiga podía ser peligroso.

      Él la tocó por primera vez cuando estaban en el aeropuerto, donde se despidieron.

      –Hasta mañana por la noche –le dijo él dando por hecho que nada iba a impedir su cita.

      Esa seguridad la molestó un poco, pero no hizo caso.

      –Adiós, Neal.

      Cuando se volvió, se dijo a sí misma que, si tenía algo de sentido común, lo llamaría por la mañana para decirle que no podían cenar juntos.

      Ella necesitaba a un hombre en su vida. Lo llevaba necesitando desde hacía tiempo. Pero no a un hombre como Neal Kennedy.

      Por lo que ya sabía de él, por no mencionar todo lo que él aún no sabía de ella, no encajaban de ninguna de las maneras.

      Capítulo 2

      EN EL minibús y con un collar de flores de bienvenida alrededor del cuello, Sarah miró a la guía que había ido a recoger a los trece miembros del grupo.

      La guía se había presentado a sí misma como Sandy, un nombre bastante andrógino para alguien que tenía unas pocas características femeninas, pero cuya apariencia general y forma de comportarse era más masculina que femenina. Sarah, a la que generalmente la gente no le caía mal nada más verla, sintió una aversión instintiva por ella mientras la veía dándoles órdenes con un micrófono en la mano.

      Porque lo que estaba haciendo era darles órdenes. ¿De verdad que se imaginaba esa mujer que se iban a quedar con todo aquello mientras dormían? Habría sido más normal que les hubieran dado una hoja impresa, además de las que ya llevaban. Pero tal vez a Sandy le gustara el sonido de su propia voz y creía que así dejaba claro que ella era la jefa y que sería mejor que lo recordaran.

      Miró a sus compañeros y se le cayó el alma a los pies. Se había esperado un grupo vivaz de gente de todas las edades y sexos. Pero aún pensando que acababan de salir de un vuelo de trece horas y que no estaban en la mejor forma posible, sin excepciones, ese grupo era mayor, más fuera de forma y, para ser sinceros, mucho más aburrido de lo que se había imaginado.

      Cuando salieron del minibús, Sandy volvió a repasar quien era cada uno de ellos y les dijo quien era su compañero. La compañera de Sarah se llamaba Beatrice, una mujer delgada de unos sesenta años, de expresión amargada.

      La vista desde la ventana de su habitación la hizo sentirse más alegre. Más allá de los tejados de las casas se veía parte del anillo de montañas que rodeaba el valle de Kathmandú y, en segundo término, las montañas más altas.

      –No me puedo creer que, por fin, esté aquí –dijo soñadoramente.

      Como Beatrice no le respondió, miró por encima del hombro. Su compañera de habitación había empezado a deshacer el equipaje. La miró por un momento y le dijo:

      –Espero que sea usted una persona ordenada, señorita Anderson…

      ¡Empezaban bien!

      –Prefiero que me llamen Sarah. Voy a bajar un momento a ver si me tomo algo y la dejaré que se organice a su gusto. Como parece que sólo tenemos una llave, tal vez cuando termine quiera bajar a tomarse algo conmigo. La veré luego.

      A pesar de que la luz del día estaba ya desapareciendo, se tomó su bebida en la terraza del hotel. Aunque era de cinco estrellas, el hotel era un poco decepcionante, ya que su estilo era más bien internacional, en vez de nepalí. Se había esperado


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