Tiempo para el amor. Anne Weale

Tiempo para el amor - Anne Weale


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había escrito su nombre, el de su hotel y el número de teléfono.

      Hacía menos de una hora que ella había estado decidida a no verse más con él. Pero ahora había cambiado de opinión. Sí, como parecía, se iba a tener que ver las caras todos los días con Sandy y esa pandilla, una velada con Neal podría ser, por lo menos, interesante. Apenas pudo esperar al día siguiente para llamarlo.

      Poco después de las ocho, mientras Beatrice estaba abajo desayunando, lo llamó desde su habitación.

      –Soy Sarah, buenos días –le dijo cuando él respondió.

      –Buenos días. ¿Has pasado una buena noche?

      –No ha estado mal –mintió ella–. ¿Y tú?

      –Me desperté a las cuatro y me puse a leer. Mi cuerpo necesita un par de días para acostumbrarse al cambio de horario. ¿Podemos cenar esta noche?

      –Eso estaría muy bien.

      –Te recogeré a las seis y media. Antes iremos a tomar algo al Yak and Yeti.

      Sarah sabía por las guías que ése era el hotel más grande y mejor de Kathmandú, así que dijo dudosa:

      –No he traído nada apropiado.

      –No hay problema. Los ricos de la zona se visten formalmente, pero los escaladores y marchadores no lo hacen. Estarás magnífica con lo que sea.

      –Muy bien, si tú lo dices… Hasta luego.

      Cuando colgó, Sarah sintió de nuevo la excitación que había esperado sentir todos los días, en cada momento. Pero la conversación de la cena del día anterior, la del desayuno, y una noche con Beatrice, habían destruido sus esperanzas.

      Estaba en la recepción del hotel cuando Neal entró.

      Llevaba los mismos pantalones del día anterior, pero otra camisa. Llevaba al brazo un forro polar azul oscuro. Naomi también le había dejado a ella uno amarillo.

      Él tenía un aspecto completamente diferente de la gente de su grupo. Lo rodeaba un aura casi tangible de vitalidad y virilidad que sintió fuertemente cuando se acercó a ella.

      Cuando llegó a donde estaba, ella se puso en pie.

      –Lista y esperando –dijo él aprobándolo–. No me gusta nada esperar. ¿Nos vamos?

      Salieron por la puerta y Neal le dijo:

      –Nuestro transporte nos espera fuera del jardín. A la gente de estos hoteles de lujo no les gusta que los rickshaws anden dando vueltas por aquí. ¿Qué opinas de este sitio?

      –Yo no lo habría elegido. Una casa de huéspedes es más de mi estilo.

      Esa mañana, durante la visita por la ciudad guiada por Sandy, Sarah había visto muchos de esos rickshaws a pedales por el caótico tráfico. El conductor del que los estaba esperando era un hombre pequeño y delgado con el cabello gris que no parecía tener las fuerzas suficientes como para pedalear arrastrando a dos grandes europeos. Ella le sonrió y dijo:

      –Namaste.

      –Namaste, señora.

      Se montaron en ese artefacto y el conductor empezó a pedalear por entre el tráfico. Aquello era terrorífico y parecía que se fuera a desmontar en cualquier momento.

      De repente Neal le rodeó los hombros con un brazo y la hizo apretarse contra él.

      –Da miedo, ¿verdad? El tráfico está peor cada año.

      Así ella se sintió mucho más segura. No exactamente relajada, pero no insegura.

      Poco después se detuvieron delante de la imponente fachada del Yak and Yeti.

      Era mucho más grande que el hotel donde se hospedaba ella e imitaba un palacio.

      Se dirigieron al bar del brazo y se sentaron en una mesa que daba a la piscina iluminada.

      –¿Qué quieres tomar? –le preguntó él pasándole la carta de bebidas.

      –Un Campari con soda –le pidió ella al camarero.

      Neal prefirió una cerveza.

      –¿Qué has hecho en este tu primer día aquí?

      –Por la mañana hicimos un recorrido por la ciudad con nuestra guía, y esta tarde la hemos tenido libre. Creo que la mayoría del grupo se ha echado la siesta. La edad media debe de ser sesenta… tal vez sesenta y cinco años.

      –¿Y están en buena forma para su edad?

      Ella agitó la cabeza.

      –Me sorprende que hayan elegido esta clase de vacaciones. Son clientes de pago, yo soy la única que ha venido gratis. Cuando Sandy anunció anoche durante la cena que este viaje lo he ganado como premio de un concurso me miraron con cara rara, sobre todo teniendo en cuenta que el premio era ofrecido por una famosa revista de la prensa amarilla, especializada en escándalos.

      –¿Cómo fue eso? –le preguntó Neal levantando una ceja.

      –Alguien a quien le gustan esas cosas y que pensó que el premio me podría gustar, rellenó el formulario en mi nombre. El ganador del concurso podía elegir entre tres tipos de vacaciones. Podría haberme ido a bucear a las Islas Caimán o a esquiar a Aspen, en Colorado.

      –¿Y ahora te gustaría haber elegido algo de eso?

      –Yo no esquío y no soy muy buena en el agua. Quería hacer este viaje. Puede que el grupo sea más divertido según los vaya conociendo mejor.

      –Yo no me apostaría nada –dijo Neal–. Siempre me he fiado mucho de mis primeras impresiones. Sandy, ¿es hombre o mujer?

      –Una mujer hombruna.

      Él frunció el ceño.

      –¿Te ha puesto en su tienda?

      –No. Voy a compartir habitación y tienda con una tal Beatrice, quien parece sospechar que soy una feminista radical y que ronca como un tren de mercancías. Aunque no creo que eso me despierte después de una buena y larga marcha, pero sí que lo hizo anoche.

      –¿Pero no se va a propasar contigo?

      –¡Definitivamente no! Ni creo que tampoco lo haga Sandy. Me acusaría de insubordinación si lo hiciera –dijo Sarah sonriendo.

      Entonces una voz de mujer dijo:

      –¡Neal! No sabía que estuvieras por aquí.

      Él se puso en pie.

      –Hola, Julia. ¿Cómo estás?

      –Bien, ¿y tú? –dijo ella ofreciéndole la mejilla.

      Era casi tan alta como él, delgada como una modelo, y con un cabello pelirrojo que enmarcaba su rostro anguloso. Sus brillantes ojos verdes eran lo único realmente hermoso de su rostro, pero emanaba personalidad por todas partes.

      –Hola –dijo Julia ofreciéndole la mano a ella.

      Una mano inesperadamente fuerte.

      –¿Quieres sentarte con nosotros? –le preguntó Neal.

      –Gracias, pero no puedo. Acabo de volver de Lukla y sigo trabajando. Esta noche es la fiesta del final de la marcha. Mi grupo bajará dentro de un momento. Ya veo a alguno. ¿Hasta cuándo estarás por aquí?

      –Hasta el principio del Maratón del Everest.

      –Ah, perfecto. Nos podremos ver más tarde. Hasta luego.

      Su sonrisa incluyó a Sarah.

      Cuando se alejó, Sarah vio que llevaba unos vaqueros y botas, pero encima llevaba un jersey de mohair que destacaba una figura tan sorprendente como su apretón de mano.

      Esas curvas voluptuosas que tenía por encima de la cintura no pegaban con las fuertes y largas piernas.

      –Julia


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