El guardián de la heredera - Las leyes de la atracción - Ocurrió en una isla. Margaret Way
–Tenemos que esperar a ver qué pasa. ¿Te importa si me quito la chaqueta?
–No, adelante.
Como había sospechado, Carol vio que él tenía un magnífico cuerpo; además, se movía con la gracia de un atleta. Bien, abogado y hombre de acción, pensó mientras le veía colgar la chaqueta del respaldo de una silla y aflojarse la corbata.
–No necesito ningún dinero –declaró ella, desviando la mirada para continuar con la preparación de la ensalada–. Tanto él como el resto de la familia me trataron muy mal.
–Lo sé, Carol, pero no he venido aquí a presentarte las disculpas de nadie. El testamento habla por sí solo. Es evidente que tu abuelo quería recompensarte.
–¡Mi abuelo no tenía sentimientos! –exclamó ella claramente dolida–. ¿Y el resto, saben lo del testamento? Me refiero al tío Maurice, a Dallas y a ese horrible primo mío. Troy. Lo veo de vez en cuando. Incluso ha tratado de ligar conmigo. ¡Qué estupidez!
–¿En serio?
–Sí. Pero no le soporto. Bueno, vamos a comer algo antes de seguir; de lo contrario, se me va a quitar el apetito. Dime, ¿qué prefieres, vino tinto o blanco?
–Si tienes, tinto.
–Sí, creo que sí. Mira ahí –Carol señaló uno de los muebles chinos.
Damon, en vez de abrirlo, se quedó examinando el mueble.
–¿Sabes qué tienes aquí?
–Sí, claro que lo sé –respondió ella en tono burlón–. Y en el dormitorio tengo un par de mesillas de noche en forma de pagoda, pero no voy a dejarte entrar en mi cuarto.
–¿Te gusta el mobiliario oriental? –aunque la pregunta sobraba, sabía que Selwyn Chancellor había sido un gran coleccionista.
–¿A quién no? Si llegamos a hacer amistad, te enseñaré mi celadón de jade. Qianlong.
–Vaya, otra coleccionista.
–Me han dicho que tengo buen ojo para las antigüedades.
–No me cabe duda de ello. Igual que tu abuelo. Él era un gran coleccionista de objetos antiguos –Damon abrió una de las puertas del mueble y sacó una botella de vino tinto.
–Lo sé –respondió ella.
De repente, Carol conjuró la imagen de su abuelo, tomándola de la mano y enseñándole el largo corredor lleno de retratos con marcos dorados colgando de las paredes. También recordó la colección de copas de jade, las porcelanas chinas… ¿Y ese Damon Hunter le preguntaba si sabía lo que tenía?
Damon le estaba hablando en ese momento, pero ella apenas podía oírle. Tenía miedo de echarse a llorar, cosa que no hacía nunca. ¿Cómo su abuelo, que tanto la había querido, le había dado la espalda de esa manera? Y también recordó el odio y el resentimiento de su madre hacia su abuelo y su abuela.
–¿Te pasa algo?
Carol parpadeó, asustada por haber estado a punto de llorar.
–No, nada en absoluto –respondió ella malhumorada–. ¿Qué vino has encontrado?
–Un pinot noir de Tasmania –Damon le enseñó la botella–. Es muy bueno. ¿Vas a beber tú también o vas a decirme que no bebes?
–Sabes perfectamente que sí –contestó Carol.
En más de una ocasión la habían fotografiado a la salida de un club. ¡Le gustaba tomar una copa de vino de vez en cuando! Pero no tocaba las drogas, al contrario que algunas de las personas de su círculo de amigos.
Damon se acercó al mostrador de la cocina, tan alto que tan solo le llegaba al… corazón. Tomó aire, abrió un cajón y sacó el sacacorchos; después, se lo pasó a él. Sus dedos se rozaron.
El contacto casi la dejó sin respiración. Agarró un trapo de cocina y se limpió la mano, como si así pudiera anular el efecto.
–Las copas están en el mueble justo detrás de ti –dijo ella, y aderezó la ensalada. En los platos ya había servido un delicioso jamón.
–Vaya, la cena tiene muy buena pinta –declaró Damon con sinceridad.
–Es muy sencilla. Lo importante es que los ingredientes sean frescos. Mis compañeras de piso se alimentarían de comida precocinada si yo no estuviera aquí. Pero yo no aguanto esa comida.
–Lo entiendo. Teniendo en cuenta que sabes preparar algo delicioso en quince o veinte minutos.
Carol, a pesar suyo, olió el sutil aroma de la colonia de él.
–¿Y tú de qué te alimentas… o hay una mujer en tu vida? –preguntó ella.
–Comida sencilla, Carol, pero buenos y frescos ingredientes –respondió Damon mientras servía vino–. A mí tampoco me gustan los alimentos precocinados ni la comida basura.
–No has contestado a mi pregunta.
–No… No tengo novia, si es a eso a lo que te refieres.
Carol se sintió avergonzada.
–Te he dicho que me llames Caro, ¿o es que no te acuerdas?
–Quizá sea que esté acostumbrado a como te llamaba tu abuelo: Carol –respondió él con suavidad.
A Damon parecía haberle gustado la cena. Ella, por el contrario, no conseguía sacarle sabor a nada, por eso se sirvió una segunda copa de vino. Sabía lo que estaba haciendo: trataba de ignorar la crisis emocional. Tendría que esperar a otro momento para dar rienda suelta a sus emociones. Había aprendido a controlarse. Su madre no era una persona cariñosa, y menos con ella. Su padrastro, Jeff, había sido cariñoso, pero quizá demasiado después de que ella cumpliera los dieciséis. Se había marchado de la casa encantada, su madre también había parecido alegrarse. Su madre había llegado a considerarla una rival.
No quería pensar en eso. Tampoco contaba con nadie a quien pudiera contarle esas cosas. Sus amigas no sabían lo que era ser la nieta de Selwyn Chancellor, no sabían la tortura que era ser fotografiada constantemente. Para ella, era una especie de violación.
–¿En qué estás pensando? –le preguntó Damon, que había estado observándola.
Damon sabía que la ausencia de lágrimas no significaba que no hubiera sufrimiento. Se había enterado de muchas cosas referentes a la madre y al padrastro de Carol, y la mayoría no eran buenas.
No quería ni pensar en qué había obligado a Carol a marcharse de casa. Era sumamente bonita, como una figura de porcelana. Había oído decir que la madre de Carol era una mujer «muy dura y sumamente sagaz». Al parecer, no podía soportar vivir con una hija que, al empezar a hacerse mayor, comenzaba a eclipsarla.
Damon se preguntó a quién recurría Carol Emmett cuando necesitaba apoyo.
Después de la cena, Damon le ayudó a limpiar la mesa. Carol preparó café.
–Bueno, ¿qué se supone que tengo que hacer? –preguntó ella, ya sobrepuesta a ese momento de debilidad.
–Mañana, Carol, la noticia de la muerte de tu abuelo ocupará la primera página de todos los periódicos. Tu abuelo ha muerto en su casa de campo y es ahí donde quería que le enterraran.
–Lo sé. En el jardín, al lado de mi abuela, Elaine. Solíamos dar paseos por allí. Es un jardín precioso y tan grande… Yo creía que era un bosque encantado y yo una princesa. Cuando solo tenía cuatro años, mi abuelo me enseñó el sitio donde quería ser enterrado. Por aquel entonces, mi abuelo me quería mucho.
–Nunca dejó de quererte, Carol. Me dijo incluso que se peleó con tu madre por tu custodia.
–¡Eso no es verdad! –exclamó ella furiosa.
–Sí lo es. Como abogados