Semillitas vuelasiglos. Arturo Guerra Arias

Semillitas vuelasiglos - Arturo Guerra Arias


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la más determinante, porque lo que ahí se viva o el cómo se viva, dejará una huella imborrable. La etapa preescolar queda ahí incluida, y aunque todo lo vivido en ese tiempo es tan importante (se aprende a compartir, a ser ordenado, honesto, sincero, sensible, cariñoso, servicial; se adquieren buenos hábitos y modales, se modelan impulsos y enojos, etc.), pareciera que el humano lo manda al inconsciente y lo olvida, pero la huella que deja determinará al futuro adulto. Por eso el jardín de niños es tan importante en la formación del hombre.

      Curiosamente, cuando se elabora el “curriculum vitae”, casi nadie menciona el nombre del jardín de niños al que asistió. ¿Por qué?, me pregunto yo, directora de un kínder durante 60 años; ¿cómo se pueden olvidar esas primeras vivencias que dejaron huella para siempre?, ¿cómo se da eso, si en el preescolar se siembran semillitas que florecerán en la futura vida del ser humano?, ¿por qué esas semillitas sembradas por los amorosos padres y maestros se van al inconsciente y aparentemente se olvidan y quedan como apagadas y muertas?

      Lo cierto es que padres y maestros procuramos sembrar mucho y dejar, en el niño, buenas semillas. Semillas de calidad, que con el tiempo se transformen en un gran árbol, con fruto. Sabemos que, aunque “aparentemente se olvidan”, quedan en hibernación y algún día germinarán.

      Cuando Arturo Guerra Arias asistió al jardín de infantes Don Bosco, era un niño hecho de buena madera, vivaracho, obediente –en aquel entonces todos eran obedientes–, inteligente, trabajador, educado y de buen natural, que despertaba sueños en mí, su maestra, directora y tía –su papá, primo hermano mío.

      Hoy, a 43 años de la graduación preescolar de Arturito, y en el marco del 60 aniversario de la fundación del kínder Don Bosco, me pide que escriba estas líneas a manera de prólogo de su libro Semillitas vuelasiglos.

      Puedo comentar, sin desvelar, que este libro es ameno, alegre y profundo, y que cada “semillita” está llena de poesía y de sueños.

      Me encantó la de “Asterisco asterisco”, porque la deshumanización del hombre actual a mí también me parece horrible. Ya no se puede aclarar o protestar nada, más que a través de una máquina o de una tecla que hay que pulsar.

      También disfruté la de “Cristianismo con mostaza, por favor”, porque no tolero el hígado ni en artículo de extrema debilidad… Era yo una flacucha y me bajaba la hemoglobina con frecuencia, por lo que el doctor me recetaba comer hígado o inyectarme vitamina B12. ¿Y saben qué escogía yo? Las inyecciones…

      Me impactó la de “La voluntaria de Lourdes”, porque tengo una conocida como ella y siempre está contenta, y su ejemplo de vida y de aceptación de su limitación me da fortaleza ante los problemas y frustraciones de la vida.

      Y así podría seguir describiendo cada una de las “semillitas” que se esconden en este libro. Pero se trata de que lo lean y lo vivan y lo aprehendan.

      ¡Adelante con la lectura, que les auguro les resultará encantadora! Y aunque estas semillitas “se lean rapidito”, irán dejando huellas, despertarán reflexiones y nos harán mejores seres humanos.

      Con mucho gusto y cariño, para mi sobrino, el padre Arturo Guerra Arias, legionario de Cristo, el 3 de noviembre de 2019.

      Cecilia Vázquez Guerra

      Maestra, directora y fundadora del Jardín de Niños Don Bosco

Fotografía del tulipanero africano o galeana. Nombre científico: Spathodea campanulata.

      Proemio

      Siendo pequeño, afuera de mi casa había un árbol enorme. Le salían unos racimos de saquitos con forma de plátano pero muy pequeños (de unos cinco centímetros cada uno) y que contenían un jugo extraño. Si pisabas uno de esos saquitos, explotaban y salpicaban. Los saquitos eran los botones del árbol y aquellos que no caían y lograban madurar daban unas flores exóticas, carnosas, anaranjadas tirando a rojas. Feas no eran.

      Hoy ya soy capaz de decir que no eran feas, pero en aquel entonces tenía yo un problema muy serio con esas flores...

      Resulta que mi mamá, como buena mamá, solía repartir algunas de las tareas del hogar entre sus cinco hijos. Ciertos días de la semana me tocaba barrer el espacio de calle frente a la casa. Cuando aquellas flores caían del árbol, muchas eran aplastadas una y otra vez por los coches que pasaban por ahí, así que terminaban adhiriéndose con fuerza al suelo. En esos casos no bastaba pasar la escoba, sino que se hacía necesario ir desprendiendo flor por flor, ¡casi con espátula! El reto era siempre no tardar demasiado en barrer de nuevo la calle, sabiendo que mientras más tardabas, más adheridos podían estar aquellos cadáveres de flor... Con eso ya comprenderá el lector el resentimiento gradual que fui guardando en mi corazón de niño contra esas flores y contra el árbol que las producía incansablemente. Aquel árbol y aquellas flores inocentes no se merecían mi animadversión, pero la cruda realidad es que tardé años en superarla...

      Los frutos del árbol eran unas vainas. Al ir madurando se oscurecían, se endurecían y finalmente las cáscaras se abrían. Algunas de esas cáscaras que caían al suelo quedaban tal cual como canoítas que podías poner sobre un charco y, con un empujoncito, verlas navegar plácidamente. Las semillas venían dentro de las vainas. Algunas desde las alturas se iban desprendiendo una vez que la cáscara se abría o caía al suelo. Otras caían completas pero ya abiertas, y entonces las semillas comenzaban también a desperdigarse.

      Eran semillas sumamente simpáticas: muy planas y rodeadas de una membrana fina y transparente que hacía las veces de ala. Y es que estaban inteligentemente diseñadas para que el viento las agarrara y se las llevara lejos, muy lejos. Estas semillas son las de la portada de este libro.

Fotografía del tulipanero africano o galeana. Nombre científico: Spathodea campanulata.

      ¿Y cómo se llamaba el árbol? ¿Cuál era su género y su especie? ¡Ni idea! Jamás me vi en la necesidad de saber qué lugar ocupaba entre los árboles del mundo. Pero un buen día, a los 49 años, me entraron de repente unas ganas incontenibles de saberlo... Resultó ser un tulipanero africano o galeana, con el nombre científico de Spathodea campanulata. Los franceses lo llaman tulipier du Gabon. Sí, un árbol que venía de África...

      ¿Y qué hacía en México, en Guadalajara, afuera de mi casa de niño? ¿Será que estas semillas se toman muy en serio su vocación voladora? ¿Será que a esta especie arbórea le llegó la globalización antes que a la especie humana? Son sólo preguntas que quedan como hipótesis de trabajo, porque el caso permanece abierto...

      Un dato curioso más: La Spathodea campanulata está clasificada entre las cien especies más peligrosas para la biodiversidad del planeta. Es una lista que no sólo incluye plantas sino también microorganismos y animales. ¿Y cuál será su peligrosidad? Quien quiera más detalles, puede buscar la Global Invasive Species Database que fue desarrollada por el Invasive Species Specialist Group de la Species Survival Commission de la International Union for Conservation of Nature.

      ¿O será que esta entidad clasificadora se habrá percatado de los altos niveles de estrés que este árbol puede causar en pobres niños que comienzan a dar tímidamente sus primeros pasos en el arte de barrer calles?

      ¡Ya es hora de ir al grano!

Fotografía del tulipanero africano o galeana. Nombre científico: Spathodea campanulata.

      A Jesús de Nazaret el concepto de semilla se le volvió esencial a la hora de hablar de su Reino:

      “Salió un sembrador a sembrar su simiente [...], una parte cayó a lo largo del camino [...], otra cayó sobre piedra [...], otra cayó en medio de abrojos [...] y otra cayó en tierra buena.” (Lc 8, 5-8)

      “El Reino de Dios es como un hombre que echa el grano en la tierra; duerma o se levante, de noche o de día, el grano


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