La Celestina. Fernando de Rojas

La Celestina - Fernando de Rojas


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Porque, si posible es sanar sin arte ni aparejo, más ligero es guarescer por arte y por cura.

      CALISTO.- Sempronio.

      SEMPRONIO.- Señor.

      CALISTO.- Dame acá el laúd.

      SEMPRONIO.- Señor, vesle aquí.

      CALISTO.- ¿Cual dolor puede ser tal

      que se iguale con mi mal?

      SEMPRONIO.- Destemplado está ese laúd.

      CALISTO.- ¿Cómo templará el destemplado? ¿Cómo sentirá el armonía aquél que consigo está tan discorde? ¿Aquél en quien la voluntad a la razón no obedece? ¿Quién tiene dentro del pecho aguijones, paz, guerra, tregua, amor, enemistad, injurias, pecados, sospechas, todo a una causa? Pero tañe y canta la más triste canción, que sepas.

      SEMPRONIO.- Mira Nero de Tarpeya a Roma cómo se ardía: gritos dan niños y viejos y él de nada se dolía.

      CALISTO.- Mayor es mi fuego y menor la piedad de quien ahora digo.

      SEMPRONIO.- No me engaño yo, que loco está este mi amo.

      CALISTO.- ¿Qué estás murmurando, Sempronio?

      SEMPRONIO.- No digo nada.

      CALISTO.- Di lo que dices, no temas.

      SEMPRONIO.- Digo que ¿cómo puede ser mayor el fuego que atormenta un vivo que el que quemó tal ciudad y tanta multitud de gente?

      CALISTO.- ¿Cómo? Yo te lo diré. Mayor es la llama que dura ochenta años que la que en un día pasa, y mayor la que mata un ánima que la que quema cien mil cuerpos. Como de la apariencia a la existencia, como de lo vivo a lo pintado, como de la sombra a lo real, tanta diferencia hay del fuego que dices al que me quema. Por cierto, si el del purgatorio es tal, mas querría que mi espíritu fuese con los de los brutos animales que por medio de aquél ir a la gloria de los santos.

      SEMPRONIO.- ¡Algo es lo que digo! ¡A más ha de ir este hecho! No basta loco, sino hereje.

      CALISTO.- ¿No te digo que hables alto, cuando hablares? ¿Qué dices?

      SEMPRONIO.- Digo que nunca Dios quiera tal; que es especie de herejía lo que ahora dijiste.

      CALISTO.- ¿Por qué?

      SEMPRONIO.- Porque lo que dices contradice la cristiana religión.

      CALISTO.- ¿Qué a mí?

      SEMPRONIO.- ¿Tú no eres cristiano?

      CALISTO.- ¿Yo? Melibeo soy y a Melibea adoro y en Melibea creo y a Melibea amo.

      SEMPRONIO.- Tú te lo dirás. Como Melibea es grande no cabe en el corazón de mi amo, que por la boca le sale a borbollones. No es más menester. Bien sé de qué pie cojeas. Yo te sanaré.

      CALISTO.- Increíble cosa prometes.

      SEMPRONIO.- Antes fácil. Que el comienzo de la salud es conocer hombre la dolencia del enfermo.

      CALISTO.- ¿Cuál consejo puede regir lo que en sí no tiene orden ni consejo?

      SEMPRONIO.- ¡Ha!, ¡ha!, ¡ha! ¿Esto es el fuego de Calisto? ¿Estas son sus congojas? ¡Como si solamente el amor contra él asestara sus tiros! ¡Oh soberano Dios, cuán altos son tus misterios! ¡Cuánta premia pusiste en el amor, que es necesaria turbación en el amante! Su límite pusiste por maravilla. Parece al amante que atrás queda. Todos pasan, todos rompen, pungidos y esgarrochados como ligeros toros. Sin freno saltan por las barreras. Mandaste al hombre por la mujer dejar el padre y la madre; ahora no sólo aquello, mas a ti y a tu ley desamparan, como ahora Calisto. Del cual no me maravillo, pues los sabios, los santos, los profetas por él te olvidaron.

      CALISTO.- Sempronio.

      SEMPRONIO.- Señor.

      CALISTO.- No me dejes.

      SEMPRONIO.- De otro temple está esta gaita.

      CALISTO.- ¿Qué te parece de mi mal?

      SEMPRONIO.- Que amas a Melibea.

      CALISTO.- ¿Y no otra cosa?

      SEMPRONIO.- Harto mal es tener la voluntad en un solo lugar cautiva.

      CALISTO.- Poco sabes de firmeza.

      SEMPRONIO.- La perseverancia en el mal no es constancia; mas dureza o pertinacia la llaman en mi tierra. Vosotros los filósofos de Cupido llamadla como quisiereis.

      CALISTO.- Torpe cosa es mentir el que enseña a otro, pues que tú te precias de loar a tu amiga Elicia.

      SEMPRONIO.- Haz tú lo que bien digo y no lo que mal hago.

      CALISTO.- ¿Qué me repruebas?

      SEMPRONIO.- Que sometes la dignidad del hombre a la imperfección de la flaca mujer.

      CALISTO.- ¿Mujer? ¡Oh grosero! ¡Dios, Dios!

      SEMPRONIO.- ¿Y así lo crees? ¿O burlas?

      CALISTO.- ¿Qué burlo? Por Dios la creo, por Dios la confieso y no creo que hay otro soberano en el cielo; aunque entre nosotros mora.

      SEMPRONIO.- ¡Ha!, ¡ha!, ¡ha! ¿Oístes qué blasfemia? ¿Vistes qué ceguedad?

      CALISTO.- ¿De qué te ríes?

      SEMPRONIO.- Ríome que no pensaba que había peor invención de pecado que en Sodoma.

      CALISTO.- ¿Cómo?

      SEMPRONIO.- Porque aquellos procuraron abominable uso con los ángeles no conocidos y tú con el que confiesas ser Dios.

      CALISTO.- ¡Maldito seas!, que hecho me has reír, lo que no pensé hogaño.

      SEMPRONIO.- ¿Pues qué?, ¿toda tu vida habías de llorar?

      CALISTO.- Sí.

      SEMPRONIO.- ¿Por qué?

      CALISTO.- Porque amo a aquélla ante quien tan indigno me hallo que no la espero alcanzar.

      SEMPRONIO.- ¡Oh pusilánimo! ¡Oh hideputa! ¡Qué Nembrot, qué magno Alejandro, los cuales no solo del señorío del mundo, mas del cielo se juzgaron ser dignos!

      CALISTO.- No te oí bien eso que dijiste. Torna, dilo, no procedas.

      SEMPRONIO.- Dije que tú, que tienes mas corazón que Nembrot ni Alejandro, desesperas de alcanzar una mujer, muchas de las cuales en grandes estados constituidas se sometieron a los pechos y resollos de viles acemileros y otras a brutos animales. ¿No has leído de Pasifé con el toro, de Minerva con el can?

      CALISTO.- No lo creo; hablillas son.

      SEMPRONIO.- Lo de tu abuela con el simio, ¿hablilla fue? Testigo es el cuchillo de tu abuelo.

      CALISTO.- ¡Maldito sea este necio! ¡Y qué porradas dice!

      SEMPRONIO.- ¿Escociote? Lee los historiales, estudia los filósofos, mira los poetas. Llenos están los libros de sus viles y malos ejemplos y de las caídas que llevaron los que en algo, como tú, las reputaron. Oye a Salomón do dice que las mujeres y el vino hacen a los hombres renegar. Aconséjate con Séneca y verás en qué las tiene. Escucha al Aristóteles, mira a Bernardo. Gentiles, judíos, cristianos y moros, todos en esta concordia están. Pero lo dicho y lo que de ellas dijere no te acontezca error de tomarlo en común. Que muchas hubo y hay santas y virtuosas y notables, cuya resplandeciente corona quita el general vituperio. Pero de estas otras, ¿quién te contaría sus mentiras, sus tráfagos, sus cambios, su liviandad, sus lagrimillas, sus alteraciones, sus osadías? Que todo lo que piensan, osan sin deliberar. ¿Sus disimulaciones, su lengua, su engaño, su olvido, su desamor, su ingratitud, su inconstancia, su testimoniar, su negar, su revolver, su presunción, su vanagloria, su abatimiento, su locura, su desdén, su soberbia, su sujeción, su parlería, su golosina, su lujuria y suciedad, su miedo, su atrevimiento, sus hechicerías, sus embaimientos, sus escarnios, su deslenguamiento, su desvergüenza, su alcahuetería? Considera, ¡qué sesito está debajo de aquellas grandes y delgadas tocas!


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