La Celestina. Fernando de Rojas

La Celestina - Fernando de Rojas


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cabeza de pecado, destrucción de paraíso. ¿No has rezado en la festividad de San Juan, do dice: Las mujeres y el vino hacen los hombres renegar; do dice: Esta es la mujer, antigua malicia que a Adán echó de los deleites de paraíso; ésta el linaje humano metió en el infierno; a ésta menospreció Elías profeta &c.?

      CALISTO.- Di pues, ese Adán, ese Salomón, ese David, ese Aristóteles, ese Virgilio, esos que dices, ¿cómo se sometieron a ellas? ¿Soy más que ellos?

      SEMPRONIO.- A los que las vencieron querría que remedases, que no a los que de ellas fueron vencidos. Huye de sus engaños. ¿Sabes que hacen? Cosa que es difícil entenderlas. No tienen modo, no razón, no intención. Por rigor comienzan el ofrecimiento que de sí quieren hacer. A los que meten por los agujeros denuestan en la calle. Convidan, despiden, llaman, niegan, señalan amor, pronuncian enemiga, ensáñanse presto, apacíguanse luego. Quieren que adivinen lo que quieren. ¡Oh qué plaga! ¡Oh qué enojo! ¡Oh qué hastío es conferir con ellas más de aquel breve tiempo que son aparejadas a deleite!

      CALISTO.- ¡Ve! Mientras más me dices y más inconvenientes me pones, más la quiero. No sé qué es.

      SEMPRONIO.- No es este juicio para mozos, según veo, que no se saben a razón someter, no se saben administrar. Miserable cosa es pensar ser maestro el que nunca fue discípulo.

      CALISTO.- ¿Y tú qué sabes? ¿quién te mostró esto?

      SEMPRONIO.- ¿Quién? Ellas. Que desde se descubren así pierden la vergüenza, que todo esto y aun más a los hombres manifiestan. Ponte, pues, en la medida de honra, piensa ser más digno de lo que te reputas. Que cierto, peor extremo es dejarse hombre caer de su merecimiento que ponerse en más alto lugar que debe.

      CALISTO.- Pues, ¿quién soy yo para eso?

      SEMPRONIO.- ¿Quién? Lo primero eres hombre y de claro ingenio. Y más, a quien la natura dotó de los mejores bienes que tuvo, conviene a saber, hermosura, gracia, grandeza de miembros, fuerza, ligereza. Y allende de esto, fortuna medianamente partió contigo lo suyo en tal cantidad que los bienes que tienes de dentro con los de fuera resplandecen. Porque sin los bienes de fuera, de los cuales la fortuna es señora, a ninguno acaece en esta vida ser bienaventurado. Y más, a constelación de todos eres amado.

      CALISTO.- Pero no de Melibea. Y en todo lo que me has gloriado, Sempronio, sin proporción ni comparación se aventaja Melibea. Mira la nobleza y antigüedad de su linaje, el grandísimo patrimonio, el excelentísimo ingenio, las resplandecientes virtudes, la altitud y inefable gracia, la soberana hermosura, de la cual te ruego me dejes hablar un poco, porque haya algún refrigerio. Y lo que te dijere será de lo descubierto; que, si de lo oculto yo hablarte supiera, no nos fuera necesario altercar tan miserablemente estas razones.

      SEMPRONIO.- ¡Qué mentiras y qué locuras dirá ahora este cautivo de mi amo!

      CALISTO.- ¿Cómo es eso?

      SEMPRONIO.- Dije que digas, que muy gran placer habré de lo oír. ¡Así te medre Dios, como me será agradable ese sermón!

      CALISTO.- ¿Qué?

      SEMPRONIO.- Que ¡así me medre Dios, como me será gracioso de oír!

      CALISTO.- Pues porque hayas placer, yo lo figuraré por partes mucho por extenso.

      SEMPRONIO.- ¡Duelos tenemos! Esto es tras lo que yo andaba. De pasarse habrá ya esta importunidad.

      CALISTO.- Comienzo por los cabellos. ¿Ves tú las madejas del oro delgado que hilan en Arabia? Más lindos son y no resplandecen menos. Su longura hasta el postrero asiento de sus pies; después, crinados y atados con la delgada cuerda, como ella se los pone, no ha más menester para convertir los hombres en piedras.

      SEMPRONIO.- ¡Más en asnos!

      CALISTO.- ¿Qué dices?

      SEMPRONIO.- Dije que esos tales no serían cerdas de asno.

      CALISTO.- ¡Ved qué torpe y qué comparación!

      SEMPRONIO.- ¿Tú cuerdo?

      CALISTO.- Los ojos verdes, rasgados; las pestañas luengas; las cejas delgadas y alzadas; la nariz mediana; la boca pequeña; los dientes menudos y blancos; los labios colorados y grosezuelos; el torno del rostro poco más luengo que redondo; el pecho alto; la redondez y forma de las pequeñas tetas, ¿quién te la podría figurar? Que se despereza el hombre cuando las mira. La tez lisa, lustrosa; el cuero suyo oscurece la nieve; la color mezclada, cual ella la escogió para sí.

      SEMPRONIO.- ¡En sus trece está este necio!

      CALISTO.- Las manos pequeñas en mediana manera, de dulce carne acompañadas; los dedos luengos; las uñas en ellos largas y coloradas, que parecen rubíes entre perlas. Aquella proporción, que ver yo no pude, no sin duda por el bulto de fuera juzgo incomparablemente ser mejor que la que Paris juzgó entre las tres diosas.

      SEMPRONIO.- ¿Has dicho?

      CALISTO.- Cuan brevemente pude.

      SEMPRONIO.- Puesto que sea todo eso verdad, por ser tú hombre eres más digno.

      CALISTO.- ¿En qué?

      SEMPRONIO.- En que ella es imperfecta, por el cual defecto desea y apetece a ti y a otro menor que tú. ¿No has leído el filósofo, do dice: Así como la materia apetece a la forma, así la mujer al varón?

      CALISTO.- ¡Oh triste, y cuando veré yo eso entre mí y Melibea!

      SEMPRONIO.- Posible es. Y que la aborrezcas cuanto ahora la amas podrá ser alcanzándola y viéndola con otros ojos, libres del engaño en que ahora estás.

      CALISTO.- ¿Con qué ojos?

      SEMPRONIO.- Con ojos claros.

      CALISTO.- Y ahora, ¿con qué la veo?

      SEMPRONIO.- Con anteojos de aumento, con que lo poco parece mucho y lo pequeño grande. Y porque no te desesperes, yo quiero tomar esta empresa de cumplir tu deseo.

      CALISTO.- ¡Oh! ¡Dios te dé lo que deseas! ¡Qué glorioso me es oírte; aunque no espero que lo has de hacer!

      SEMPRONIO.- Antes lo haré cierto.

      CALISTO.- Dios te consuele. El jubón de brocado que ayer vestí, Sempronio, vístetele tú.

      SEMPRONIO.- Prospérete Dios por este y por muchos más que me darás. De la burla yo me llevo lo mejor. Con todo, si de estos aguijones me da, traérsela he hasta la cama. ¡Bueno ando! Hácelo esto que me dio mi amo; que, sin merced, imposible es obrarse bien ninguna cosa.

      CALISTO.- No seas ahora negligente.

      SEMPRONIO.- No lo seas tú, que imposible es hacer siervo diligente el amo perezoso.

      CALISTO.- ¿Cómo has pensado de hacer esta piedad?

      SEMPRONIO.- Yo te lo diré. Días ha grandes que conozco en fin de esta vecindad una vieja barbuda que se dice Celestina, hechicera, astuta, sagaz en cuantas maldades hay. Entiendo que pasan de cinco mil virgos los que se han hecho y deshecho por su autoridad en esta ciudad. A las duras peñas promoverá y provocará a lujuria, si quiere.

      CALISTO.- ¿Podríala yo hablar?

      SEMPRONIO.- Yo te la traeré hasta acá. Por eso, aparéjate, sele gracioso, sele franco. Estudia, mientras voy yo, de le decir tu pena tan bien como ella te dará el remedio.

      CALISTO.- ¿Y tardas?

      SEMPRONIO.- Ya voy. Quede Dios contigo.

      CALISTO.- Y contigo vaya. ¡Oh todopoderoso, perdurable Dios! Tú, que guías los perdidos y los reyes orientales por la estrella precedente a Belén trajiste y en su patria los redujiste, humilmente te ruego que guíes a mi Sempronio, en manera que convierta mi pena y tristeza en gozo y yo indigno merezca venir en el deseado fin.

      * * *

      CELESTINA.- ¡Albricias!, ¡albricias! Elicia. ¡Sempronio! ¡Sempronio!

      ELICIA.- ¡Ce!, ¡ce!, ¡ce!

      CELESTINA.-


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