La política de las emociones. Toni Aira
de medio siglo, Sorensen indicó a JFK que un discurso, político o de cualquier otro tipo, nunca debía exceder los veinte minutos de duración porque a partir de ese momento la atención del público decae. Pasadas las décadas, ese plazo máximo de temprana dispersión se ha acortado. Los psicólogos lo llaman «procrastinación», un diagnóstico para la facilidad creciente con la que nos distraemos de lo esencial, mientras dedicamos compulsivamente breves momentos de atención a aquello que nos reporta breves instantes de placer o de satisfacción. O, en definitiva, a algún tipo de emoción pasada por el filtro de la evaluación consciente que hacemos de esa experiencia.
Hay una anécdota que explica perfectamente este fenómeno. La XVI conferencia Yalta European Strategy (YES) se celebró en septiembre de 2019 en Kiev bajo el título «La felicidad ahora: nuevos enfoques para un mundo en crisis». Uno de los momentos álgidos del encuentro lo dejó el presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, elegido tan solo cuatro meses antes con una efectiva campaña que lo jugó todo a su telegenia y a su capacidad comunicativa, entrenada durante sus años de actor, humorista y guionista. Durante la cena oficial de la conferencia, Zelenski proyectó en una gran pantalla un falso grupo de WhatsApp llamado «Grupo de Líderes Mundiales». En el vídeo satírico esos líderes parodiados «discutían» una serie de cuestiones de actualidad como las armas de Corea del Norte, el Brexit o la anexión de Crimea por parte de Rusia en 2014. Era casi imposible quitar la vista de la pantalla durante sus cuatro minutos hilarantes, donde el auditorio, en medio de carcajadas, esperaba uno a uno los mensajes que teóricamente colgaban los líderes mundiales en el chat. Mírenlo en YouTube y lo entenderán. Era entretenido, conectaba emocionalmente y resumía en breves frases grandes prejuicios y clichés sobre los protagonistas y sus países. Impacto emocional, simplificación y personalización.
Dedicamos horas que nos parecen minutos a mirar Twitter —aunque a través de las aplicaciones móviles leamos mucho, la percepción es que cada vez leemos menos libros—. Nos acomodamos en el asiento y nos ponemos a dar unos cuantos likes en Instagram —y a ver cuántos me gusta nos han dado—, aunque entramos en dicha red social sobre todo para repasar esas stories de quince segundos de duración que nos hipnotizan. Miramos también breves vídeos de YouTube, casi sin acabarlos, cerrando la ventana para compartir los de mayor impacto por WhatsApp con amigos y la familia. Y así con mil y un estímulos, la mayor parte con un gran componente visual que deja aquellos veinte minutos de atención que identificaba Sorensen en una horquilla de entre dos y cinco. Eso es a lo que, según los más sesudos estudios, alcanza nuestra atención antes de dispersarse.
La máxima clásica de «Lo bueno, si breve, dos veces bueno», cobra especial valor e impulso en nuestra sociedad de la procrastinación. Entendiendo aquí breve por brevísimo. De hecho, no ha tenido el mismo éxito la propuesta de IGTV (Instagram TV) que sus stories. La plataforma IGTV ofrece a los usuarios la opción de colgar también vídeos, pero de mayor duración, mínimo de un minuto y máximo de diez si se sube desde un dispositivo móvil, o desde sesenta minutos si se sube desde la versión web. Diez minutos, de entrada, ya es demasiado tiempo para algunos.
A causa de esta urgencia en nuestros hábitos, al plantarnos ante un auditorio, sea para contar una anécdota o algo importante, sabemos que debemos hacer algo relevante desde el punto de vista emocional para mantener la atención del respetable unos minutos y recuperarla pasado otro tanto. Porque nos hemos acostumbrado a dedicar nuestra fragmentada atención a cosas novedosas, diferentes, intensas, sorpresivas, que nos generen algún tipo de sentimiento. Y todo ello constantemente. Encallados en el presente continuo.
Así, como individuos, hemos mutado en una versión homínida de aquel perro del experimento de Pávlov, que salivaba al oír un estímulo que relacionaba con la comida. Ahora nos abandonamos a ese carpe diem, a vivir el momento, que vinculamos automáticamente con la intensidad, con algún estímulo emocional y visual que nos atrape, que mantenga concentrada nuestra mirada unos minutos en algo que nos distraiga. «Concentrarse en algo que nos distraiga». ¿Paradoja? ¿Oxímoron, contradicción manifiesta? Quizás, también una descripción de la vida en este atropellado principio de siglo. Una sociedad donde una reconocida profesora de Literatura Comparada como Marina van Zuylen ha escrito un ensayo, A favor de la distracción (2019), en el que defiende los «efectos beneficiosos de la dispersión, de los rodeos y los desvíos», recordando de entrada que hace cinco siglos Michel de Montaigne aprendió a aceptar su defecto particular: la incapacidad de pensar en línea recta. De eso somos dignos herederos.
La tecnología, las aplicaciones, las tabletas desde las que podemos ver la serie o la película que queramos, incluso avanzando rápidamente en su metraje si la cosa se pone aburrida o de un suspense insoportable… Todo eso y más nos ancla en un presente sostenido que se va reseteando cada poco. Vivimos instalados de forma permanente en un ahora distraído. En apariencia, felizmente encallados en un agradable mundo, sobre todo el virtual. Eso sí, todo tiene consecuencias también en el mundo analógico, sobre la realidad.
LA CONSTRUCCIÓN DE LAS EMOCIONES
¿Cómo convivir con todo esto? En primer lugar, conociendo esta realidad y la características que la describen. Además, podemos aprovecharnos y no solo ser víctimas de este fenómeno. Para botón de muestra, solo hay que fijarse en el manejo de las emociones que realizan nuestros políticos, y más concretamente algunos de los que han cosechado mayores éxitos en los últimos tiempos. Siempre que por éxito computemos llegar a la cima y mantenerse ahí lo suficiente como para que, como mínimo, la opinión pública les dedique un tiempo de su dispersa atención. De ahí la creciente profesionalización de la comunicación política, una necesidad que defendía en 2002 en el contexto español, cuando empecé a estudiar el mundo de las estrategias comunicativas y de sus artífices en la sombra, sobre todo planteado en comparación con un ya entonces muy profesionalizado contexto anglosajón. Porque las emociones también son una construcción. Como el sentido del humor, que sabemos que es diferente, por poner solo tres ejemplos, en el caso británico, en el ruso y el español. Y la construcción puede realizarse a muchas manos.
Es por eso que he concebido este libro como un billete con destino a revertir esta situación, darle la vuelta al mundo vía emociones, o mejor, a través del uso de las emociones que nos enganchan y los sentimientos que estas generan. Un lenguaje que la mayoría de mortales utilizamos de forma más bien intuitiva, a menudo sin saber exactamente lo que estamos haciendo o lo que podríamos llegar a hacer. Los políticos y sus equipos de asesores, en cambio, son perfectamente conscientes de lo que hacen la mayor parte del tiempo. Esa consciencia implica, en el campo de las emociones, jugar con la generación de sentimientos con un objetivo a alcanzar. En este sentido, comunicar con intención, y hacerlo eficazmente, pasa cada vez más por el manejo de las emociones.
Palabras, eslóganes, discursos, promesas. Todo ello nos retrata a los políticos, en paralelo a su imagen, a su actitud y a otros frentes más visuales. Fondo y forma son decisivos en un tándem ya indisociable, nos guste o no. Pero, ¿por qué? ¿Cómo hemos llegado a esto como sociedad y como individuos? ¿Tan escasa es nuestra capacidad de razonar? ¿Tan a flor de piel tenemos nuestras reacciones, que un gesto o un tono inspirador pueden reportar la confianza que no se gana con un discurso mediocre? ¿Tan poco la traspasamos? La respuesta a todas estas preguntas tiene mucho que ver con las emociones y los sentimientos que generan. Han estado ahí siempre, siempre han condicionado nuestra atención, nuestra memoria y nuestro razonamiento lógico, pero el salto clave que hemos dado como sociedad consiste en que ya no vivimos de espaldas a ello, ya no se niega. Y actuando en consecuencia, se está aprendiendo a marchas forzadas a gestionar esas emociones que generan los sentimientos que nos mueven, también al voto. ¿Esto hace la política contemporánea peor o mejor que sus precedentes? La respuesta es fácil si atendemos al global de lo que supone un razonamiento basado sobre todo en lo emocional. Como ha escrito el experto en libertad de expresión Greg Lukianoff y el psicólogo Jonathan Haidt en un libro revelador, La transformación de la mente moderna (2019), «el razonamiento emocional es una de las distorsiones más comunes de todas; la mayoría de la gente sería más feliz y eficiente si no lo empleara tanto». Aplicable a todo. Aplicable a la política. Aplicable siempre, especialmente ahora, pero con una ristra de precedentes.