La política de las emociones. Toni Aira

La política de las emociones - Toni Aira


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o a una construcción comunicada con intención? ¿Y a partir de qué lo hacen?

      Bob Woodward escribió en 2018 Miedo. Trump en la Casa Blanca. El miedo a lo desconocido, a lo imprevisible: eso habría generado Donald Trump desde que, para sorpresa de muchos, accedió a la presidencia de los Estados Unidos. ¿Recuerdan cómo y por qué Mariano Rajoy a menudo se describía en sus discursos como un hombre «previsible»? Por lo mismo por lo que un imprevisible Trump se impuso, pero al revés. Me explico. En tiempos de crisis económica, financiera y de confianza en las instituciones, un perfil de liderazgo como el de Rajoy vivió una cierta primavera, o como mínimo supo aprovechar una ventana de oportunidad. No despertaba entusiasmo, pero sí confianza en la reordenación de un patio político, económico y social convulso, en general y por barrios. No demasiado después, y ya en remontada global de aquel escenario, Trump supo tirar de aquella máxima que George R.R. Martin pone en boca de su personaje Petyr Baelish cuando discute con otro de los consejeros áulicos con más protagonismo en la serie Juego de tronos, Lord Varys: «El caos no es un foso, es una escalera». Reivindicándose explícitamente en sus discursos como impredecible, Trump estimuló a una parte del electorado —con demasiados años de depresión a cuestas— para movilizarse y que el miedo cambiara de bando. Y lo consiguió. El antagonismo llevado al odio ya estaba ahí, en ese proyecto al alza.

      Existe un mítico spot de campaña política, conocido como el Daisy Spot, en el que el presidente y candidato Lyndon B. Johnson, en la carrera por las elecciones presidenciales estadounidenses de 1964, apelaba al miedo a la guerra nuclear para asestar un golpe definitivo contra su adversario Barry Goldwater, que se había mostrado dispuesto, casi sin dudarlo, a apretar el botón nuclear si como presidente consideraba que debía hacerlo. Aquel anuncio, con una niña de protagonista deshojando una margarita, se referencia en los libros de comunicación política, y yo mismo se lo proyecto cada año a mis alumnos de la facultad. Básicamente, porque consiguió su propósito al fulminar las opciones del republicano Goldwater. En las elecciones presidenciales de 2016, Hillary Clinton lo intentó replicar, rescatando a aquella niña del anuncio, ya como una mujer madura, y contraponiendo sus miedos a repetir aquel contexto del pasado con un Donald Trump que en pleno mitin alardeaba de ser impredecible. No funcionó. El mundo en general, y el de las emociones en particular, había cambiado demasiado como para que medio siglo después el recurso funcionara igual. Ese sentimiento de miedo, por sí solo, no movió lo suficiente a la acción. En cambio, los miedos mutados efectivamente en odio por el equipo de Trump, sí.

      Algunos autores defienden que este odio puede servir para ganar las elecciones pero no para gobernar. Coincido con ello, si se refieren a «gobernar» en clave de servicio y de trabajo constructivo para la ciudadanía, para una sociedad, para un país o para un conjunto de ellos. Difiero, en cambio, si por «gobernar» se entiende la ocupación del poder, porque eso, máxime en tiempos de campaña permanente, se puede hacer perfectamente y de forma efectiva con la generación calculada de odio y con una buena identificación de públicos a quienes dirigirlo. No en balde, para Steve Bannon, considerado el gran arquitecto ideológico de la victoria de Trump en 2016, la solución a los males actuales de la política pasa por acostumbrarse al campo de batalla. La política entendida como una contienda bélica. Los tiempos de la elección permanente.

      Victoria Camps, catedrática de Filosofía Moral y Política de la UAB, publicó en 2011 una obra titulada El gobierno de las emociones donde avanzaba el panorama actual: gobiernos que no lo son y economías que avanzan gracias al contexto. Líderes institucionales abocados al paradigma de la campaña permanente, que viven a golpe de tuits utilizados como arma arrojadiza. El mismo proceder que mueve la dictadura de las audiencias, donde los medios se ven a menudo obligados a transitar por derroteros no siempre deseados. Trump encarna en gran parte la sublimación de este fenómeno, después de años de lluvia fina como estrella de mil shows televisivos. Lo describió crudamente Leslie Moonves, presidente de la cadena CBS, durante la competición electoral entre Hillary Clinton y el republicano: «¿Quién dijo que este circo llegaría a esta ciudad? Puede que no sea bueno para América, pero es fabuloso para la televisión». La dictadura de las audiencias, traspasando la pantalla e instalándose en el Despacho Oval, con el móvil en la mano siempre a punto para desenfundar 280 caracteres en Twitter llenos de odio.

      En octubre de 2019, en el late show de Stephen Colbert, un actor invitado al programa con la excusa de un estreno cinematográfico leyó en voz alta unos tuits de Trump imitando la voz y los gestos de uno de sus personajes más celebrados. Se trataba de Andy Serkis, el intérprete de ese personaje torturado y reconcomido por el odio que triunfó en la saga de El señor de los anillos: Gollum. El efecto de los tuits de Trump pasados por el filtro de la voz y de la mirada airada de Gollum era entre hilarante y espeluznante. Muy inquietante.

      El psicólogo José Antonio Ramadán explica que el llamado «síndrome del emperador» define a los niños y adolescentes que abusan de sus padres de forma inconsciente. La madre acostumbra a ser la primera y principal víctima del pequeño tirano, que luego extiende el maltrato a otros miembros de la familia, a no ser que se ponga remedio. ¿Principales causas que coronan al pequeño mandamás? Unos padres ausentes que, para compensar su poca dedicación, le conceden todos los caprichos al niño. Estos padres no ejercen como adultos educadores y en consecuencia no ponen límites a los pequeños reyes de la casa. La condición de hijo único no convierte directamente a la criatura en un pequeño dictador, pero puede generar un caldo de cultivo proclive. En ese sentido, el periodista Steve Connor, en un artículo para The Independent, mencionaba la aparición de un «ejército chino de pequeños emperadores», fruto de la sobreprotección de padres y abuelos con el único hijo que pueden tener las parejas en China. Quieren darle los lujos y privilegios que a ellos les negaron en sus infancias, lo cual, sumado al incremento de la renta per cápita de las familias, ha disparado el número de «pequeños tiranos».

      Uno de los cambios decisivos que explican nuestro momento y que lo contrastan con sus antecedentes es que ahora las relaciones entre los ciudadanos y los políticos se producen casi en tiempo real. ¿Dónde queda ahí la reflexión, la estrategia, la construcción de nada que pueda ser o parecer mínimamente sólido o duradero? A golpe de tuit se difunde rápidamente un mensaje. ¿Pero qué mensaje? El del día, el del instante, el del momento. Un mensaje de usar y tirar, que deja a los diarios arrastrados por el ritmo del minutario en que se han constituido las redes sociales, muy especialmente Twitter. En ese entorno reina Donald Trump, que puede decir una cosa y la contraria en un corto plazo de tiempo, y negarlo todo sin despeinarse, sin preocuparle lo que sus detractores le puedan decir y abrazando el apoyo de otros tantos seguidores convertidos en creyentes a ciegas de sus proclamas. Trump es el niño consentido de Twitter.


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