Una curiosidad nueva. Santiago Nader
Una curiosidad nueva
Santiago Nader
“Camina hacia el futuro, abriendo nuevas puertas y probando cosas nuevas, sé curioso…
porque nuestra curiosidad siempre nos conduce por nuevos caminos”.
WALT DISNEY
“Ahora mismo, lo nuevo son ustedes. Pero un día no muy lejano, gradualmente ustedes serán viejos. Y serán eliminados. Siento ser tan dramático, pero es muy cierto”.
STEVE JOBS
Una curiosidad nueva
Aunque bien aún no es queer, Amitai parece andar con una curiosidad nueva. Y si bien alguna inquietud alegre ya habrá tocado a su puerta en veintiséis años y medio, esta vez se lo ve más decidido a tomarla en serio, a dejarla entrar. Es solamente cuestión de tiempo para que estalle en su corazón esta idea loca con más potencia.
Nos conocemos hace muy poco. Sólo hemos compartido tres o cuatro encuentros venusinos, agradables y diurnos. Sin besitos. Con él hay cosas que llegan luego, y eso está bien. No es de un día para el otro que Amitai se tomará el atrevimiento de acariciarme la cabeza en algún parque, de pararse detrás mío y de rodearme la cintura con los brazos. No me parece capaz siquiera de rozarme la muñeca con el dorso de la mano, por error, mientras bajamos la escalera que conduce al subterráneo. Nuestra amistad es más del orden de lo sensible, lo intelectual. No hace falta ni decir que yo estaría muy contento de que ocurra un intercambio corporal, eventualmente, entre nosotros. Pero dudo que esto ocurra en lo inmediato.
Por lo tanto, no especulo con la idea de que un día el universo se detenga, los planetas se congelen y (en un acto algo espontáneo o, por qué no, premeditado), Amitai se ponga gay para que todo dé comienzo entre nosotros ya de veras. Y aunque bien este jarabe literario es mi nuevo hobby, mi favorito deporte extremo, soy yo el gay que debería de cuidarse el corazón: ya oí hablar a mis amigas de varones como estos muchas veces.
No alucino con el día en que Amitai junte sus brillos, haga un bollo su papel incomprobable de viril y lo eche al cesto. No fantaseo con que leemos todos los días cuentos completos de Cynthia Ozick con la ventana del cuarto abierta y que nos tapamos con una manta; ni que escribimos a cuatro manos un libro hermoso sobre las cosas que más nos gustan; ni que bordamos una nube de color azul celeste a la jupá de nuestra boda con la ayuda de su madre y de la mía; ni que buscamos pacientemente una escuela mixta, anti-fanatismo, para enviar a nuestras hijas israelíes imaginarias. Ni siquiera se me ocurre que Amitai y yo acabamos por morir el mismo día en la terraza de una casa que construimos con vista al mar. Yo no tengo fantasías con el chico. Yo ya sé que, si me engancho demasiado, estoy perdido.
Lo que existe es un magrísimo momento de mi día en que me pongo en mood princesa novelera y fabulo un rato una minitrama al mejor estilo Corín Tellado, de esas en las que siempre triunfa el cariño. Muchas veces dejo andando la película un momento y, cuando siento que ya he ido un poco lejos, freno el sueño, rebobino en mi cerebro la utopía y la desgrabo bien profundo en mi memoria, en la carpeta titulada como “Amit”. Después dejo de pensar en todo eso, así el premio no se gasta y puedo usarlo al día siguiente.
Aunque dudo que decírselo a su gente sea el asunto que hace lento este proceso, el entorno de Amitai no es tan hostil para ser gay como parece. Mi teoría es: no existe disidencia a su redonda que le inspire (o le recuerde) que comérsela está bueno. Amit no es un reprimido, ni siquiera está enterado, está incluso medio paso más atrás de reprimirlo. No hace falta ni decir lo impresionante que resulta para alguien justamente ¿como yo? que haya personas cuyo entorno sea expresamente straight; que no tengan ni un contacto así, cifrado en arcoiris. Y aunque el Amit es muy tierno y receptivo (que no es poco para el tipo de varón con el que aramos) pertenece a un universo del que yo me escurriría haciendo sprints y, a decir verdad, que a él tampoco le sienta mucho.
Si bien Amit advierte un poco sobre un bichito muy colorido que está en su panza, no ha dejado de ser él mismo: me fascina (como quien se pone a ver un especial de Animal Planet) observar sus formas toscas de hombrecillo. Me refiero a sus maneras para hablar, para reír u ordenar algo de beber. Es adorable la convivencia de sus salvajes gestualidades con su gran gusto para vestirse, su piel que huele como jabón de lavavajillas, sus bolsitas de museo hechas de lienzo y esos juegos tan sutiles que se inventa con el aro de la oreja al disertar (con su rabínico y pausado misticismo) sobre algo de lo que le encanta hablar.
Amitai apareció por Internet con un fin noble: compartirme su entusiasmo e interés por un librito que saqué hace pocos meses. Mi editora se lo dio como un regalo, porque es él su alumnito predilecto. Le encantó lo que escribí y no tuvo ni un poquito de vergüenza de decirlo en un mensaje que, al leerlo, casi infarto. Amitai no es cualquier paki: lee a mansalva; escribe diarios todos los días; muy buenos cuentos todos los jueves; destina parte de su Shabat a escribir ensayos sobre el Talmud que jamás comparte. Es un joven solitario, existencialista, contemplativo. Tiene estrecha relación con cada libro en su biblioteca y (total, él puede) se compra mucho de casi todo para leer. Es un lectorazo poliamoroso. Lee cuatro o cinco libros de manera simultánea, sin que se escape detalle alguno de su cabeza. Sobre todos elabora conjeturas bien fundadas. Hasta incluso sabe partes de memoria de sus libros sin haberlas estudiado de manera intencional ni diez segundos.
Otra de mis teorías: son los libros los que salvan a Amitai de ser tan rico y estupendo y no ser bestia. La manera en la que el chico observa el mundo es fascinante, reorganiza su perfil espiritual y oxigena su postura autoinflingida de bro tímido y callado. Si tan sólo fuera más mariposón, nuestro vínculo sería aún más relajado y animoso. Pero basta de soñar entre las líneas.
No estoy seguro de haberlo dicho: no hay un chico más bonito que Amitai en el planeta. Lo encogería para meterlo en un souvenir. Lo pondría en una bola de esas de nieve que dicen “SUIZA”. Debo admitir que primeramente me puse perra tras su contacto, que fue amistoso. Me siguió, yo lo seguí y, poco después me confundí: el olfato me falló (porque es sutil el Amitai, tengo que admitir que la línea es fina), y ahí nomás le puse yo un montón de likes sobre su feed acicalado e impecable, hasta el post en que lo vi posar erguido como miembro de un scrum de heterochongos sefarditas, al costado de una pile, en un casa en las afueras. Foto por foto borrando likes y llorando sangre.
Pero fue él quien chateó para decirme lo del libro, para hablarme de Naomi, para hacerme llegar toda su opinión sobre mi libro, sin que nadie descomponga su mensaje para mí. Y después de eso seguimos, blá-que-sá, un montón de charla, y de la nada comenzamos a pasarnos los escritos por el mail, y a mandarnos devos bien amorosas, y por qué no a compartir perspectivas locas sobre el origen de la existencia, vagabundear en mensajes largos sobre los padres y a consensuar que la adolescencia apestó, en efecto, pero nos dio tiempo de lectura. En el medio de una charla de ese estilo, decidí yo suicidarme por el team para invitarlo a tomar algo. Después dije que creía que es “bonito”. Elegí por dos minutos la palabra. Pensé luego que ese gesto de mi parte alejaría para siempre al Amitai, que habría hecho que hasta ahí sea suficiente, y tal vez muy bueno para ser cierto. Pero el chico dijo “Gracias”, y después dijo “Sí, claro. Encantado con la idea de conocernos”. Siquiera ahora entendemos bien qué lo motivó a sumarse al plan, a responder eso. Yo creí haber sido claro sobre esto de querer lamer su cara, no de ser únicamente un libriamigo (su respuesta a mí tampoco me sonó de libriamigo), y fue él mismo quien propuso algo concreto al día siguiente: que tomemos un café y llevemos libros para prestarnos unas semanas.
Aunque este es un magnífico comienzo para una porno de hipsters lindos usando lentes que comienza con el screenshot de la conver que profesa “Encantado con la idea de conocernos”, nos volvemos libriamigos y eso es todo entre nosotros para siempre: nos sentamos a tomar un cafecito; llevamos libros para prestarnos; nos despedimos con un abrazo bastante corto (pero sentido) y hasta la vista. Nuestro encuentro más reciente fue hace media hora atrás, o un poco más. Ahora estamos post café, post intercambio, en mi balcón. Nunca solemos venir a casa, pero tuvimos que pasar por un abrigo antes de ir a una placita a fumar uno y el sol naranja se